Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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(Debería dejar claro que la actividad primaria de la Liga de Mendigos es mendigar: mendigar para los gastos de la compañía, más o menos. Pero el trabajo principal de la liga es el espionaje. Nadie me dijo eso cuando llegué a Megalo Kastro. Pero resultó evidente a medida que iba pasando el tiempo.)

Cuando terminó de aleccionarme, Lanista me proporcionó los instrumentos y las insignias de mi profesión. Mi escudilla para las limosnas, en la que podían meterse las monedas pero de la que no podía sacarse ninguna sin que sonara una alarma. (La escudilla haría sonar también su alarma, lo suficientemente fuerte como para sacudir a un cometa fuera de su órbita, si alguna vez se alejaba más de tres metros y medio de mi cuerpo.) Mi bastón del oficio, que indicaba que yo era un mendigo con licencia y que todos los fondos que recogiera iban destinados a usos piadosos. Mi pañuelo para el cuello rojo, que todos los mendigos de la liga llevan para que puedan reconocerse entre sí al primer golpe de vista y mantener de este modo entre ellos una distancia adecuada. Y mi amuleto santo, una pequeña placa plana de metal plateado grabada con intrincados dibujos de una sustancia brillante y más oscura, que tenía que colgar en torno a mi cuello, bajo el pañuelo, para protegerme de los peligros no especificados contra el alma. El amuleto contenía en realidad una grabadora lo suficientemente sensible como para captar cualquier cosa que se dijera dentro de un radio de cinco metros a mi alrededor, pero Lanista no vio la necesidad de decirme aquello.

—Ahora ya estás preparado, Yakoub —me dijo. Fuera había un coche aguardando para llevar a todos los mendigos a la ciudad para el trabajo de la mañana. Me volví y miré, y él me hizo un signo secreto rom y me guiñó un ojo —. Ve —dijo —. ¡Mong, chavo, mong!

5

Era una ciudad horrible, nada más que cabañas de plancha ondulada manchadas del lodo púrpura de las calles no pavimentadas. Durante seis de cada diez horas del día caía una ligera lluvia, y el aire estaba tan saturado de humedad que el moho flotaba en él en suspensión, dándole una coloración verdosa. Velludas cosas blancas se metían en tus pulmones cada vez que inspirabas una bocanada.

Pero el mendigar era bueno. Los mineros volvían de sus pozos y sacaban dinero de sus cuentas de paga para unas rápidas vacaciones, y creían que freía mala suerte dejar que el dinero permaneciera demasiado tiempo en sus bolsillos. Lo gastaban principalmente en juego, bebidas, drogas y prostitutas, como han hecho siempre los hombres en tales ciudades desde el principio de los tiempos. Pero no había ni uno de ellos que no arrojara un puñado de óbolos en la escudilla de un pequeño mendigo, y cuando ocurría que tú llegabas justo en el momento preciso, te arrojaba generosamente cincuenta mínimos, una tetradracma, incluso una moneda de uno o dos cerces, tuvieran lo que tuviesen en su bolsa. Eso contaba al final del día.

Aunque yo era el más joven y más encantador y probablemente el más listo, también era el más nuevo y quizás el más inocente. Eso me trajo problemas al principio. Tenías que tener un territorio; y, por supuesto, los chicos ya estabilizados de la liga habían acotado las zonas más lucrativas para ellos. En cuanto a los otros chicos que habían llegado conmigo, eran entre dos y cinco años mayores que yo, y demostraron ser rápidos en coger lo mejor de lo que quedaba para ellos. Todo lo que pude hacer fue pasearme por la periferia de la ciudad. Tenía suerte cuando traía cinco óbolos al día.

Aquello era malo. Se nos adjudicaba un porcentaje de lo que recaudábamos para permitirnos a la larga comprar nuestra libertad, y si continuaba a aquel ritmo seguiría siendo esclavo de la liga cuando cumpliera los cien años. No deseaba eso, y la liga tampoco lo deseaba: un mendigo de más de doce años no les servía para nada, y deseaban que fuéramos capaces de comprar nuestra libertad y marcharnos cuando nos volviéramos improductivos. A menudo, sin embargo, pedían a los ex mendigos más capaces que firmaran contrato con la liga como hombres libres para ocupar las jerarquías superiores.

Una vez me di cuenta de lo que estaba ocurriendo encontré un nicho para mí que los demás muchachos no se habían molestado en tocar. En vez de pedir a los mineros, pedía a las prostitutas.

Su liga tenía el mismo sistema que nosotros, pero ellas estaban sujetas a un mínimo de diez años de servicios, de modo que no sentían la misma presión que nosotros acerca de ganar y ahorrar, ganar y ahorrar. Y descubrí rápidamente lo fácil que era extraerles unas cuantas monedas. Sólo había que despertar en ellas el sentido maternal, ése era el truco. Dejar que se sintieran madres hacia ti. Y pagaban y pagaban y pagaban.

¡Buen Dios, cómo deseé tener unos cuantos años más! Pasaba mis días de trabajo en esta y aquellas alcobas perfumadas, dejando que me apretujaran contra sus brillantes y oscilantes pechos o apoyaran mi mejilla contra sus orondos y enjoyados vientres. Incluso después de todo este tiempo las recuerdo vívidamente, incluidos sus nombres: Mermela, Andriole, Salathastra, Shivelle. La fragancia de sus cuerpos. El sedoso lustre de sus muslos. Aquellos rosados pezones, aquella elástica piel. Cada una de ellas era hermosa. (Quizá no lo fueran realmente, pero así es como las recuerdo, en cualquier caso, de modo que así debe ser: todas eran hermosas.) Me dejaban que las tocara por todas partes. Se reían, se estremecían, les encantaba. Y yo les encantaba. Cuando llegaban los clientes me marchaba rápidamente por la parte de atrás, aunque algunas me dejaban quedarme, oculto detrás de las cortinas y escuchando todos los jadeos y gruñidos. De tanto en tanto también miraba. Aprendí mucho, siendo tan joven. Y en mi escudilla de limosnas se acumulaban los óbolos y los tetradracmas y de tanto en tanto alguna espléndida moneda de cinco cerces brillando con todos los colores del arco iris.

En el distrito de los prostíbulos me convertí en la mascota de todo el mundo, en el juguete de todo el mundo. Algunas de las más jóvenes —no tendrían más de trece o catorce años— estaban dispuestas incluso a proporcionarme alguna educación de primera mano sobre los misterios del amor. Pero por supuesto yo sólo tenía siete años, y eso hubiera sido no sólo una abominación sino también una pérdida tanto de su tiempo como del mío. Me contenté con aprender observando, al menos durante otro par de años.

¡Cómo entraba el dinero! Había días en que apenas podía acarrear mi escudilla de vuelta a la logia, tan llena estaba de monedas. (Mi grabadora estaba llena también, con la charla íntima de los prostíbulos. Seguía sin tener idea de que los miembros importantes de la liga eran también una especie de mineros, y que se pasaban varias horas cada noche procesando nuestras cintas, filtrando todo lo inútil y buscando los datos para recoger, los cuales nos pagaban a los mendigos, retazos de información como que los hombres de las minas estaban engañando a sus patronos reteniendo la localización de ricas vetas de mena.)

Al cabo de poco tiempo me había convertido en la estrella de la liga. El gran productor: el mendigo número uno. Lo sabía porque Lanista y los demás hermanos superiores de la logia me trataban con gran calor y respeto y también por la evidente envidia e incluso frialdad de mis compañeros mendigos. Bien, eso era asunto mío. Cuando mi compañero de cabina Sphinx intentó meterse en mi territorio lo llevé aparte y lo zurré hasta hacerle sangre. Yo tenía ocho años y él once; pero tenía que cuidar de mi carrera.

Entonces, por primera vez, los espectros empezaron también a visitarme con cierta regularidad. Aquello resultó ser lo más excitante, más aún que los juegos que estaba empezando a practicar con las prostitutas en sus alcobas, incluso más que la visión ocasional de algún reptil gigante merodeando por los alrededores del campo de fuerza que protegía la ciudad.

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