Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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¿Era cierto eso? Supongo que no. Incluso entonces sabía que todos los pilotos de astronave eran roms: a menudo les veía pavonearse por la ciudad, hombres altos de pelo negro con ojos toro, con los uniformes de seda azul de anchas hombreras que los pilotos del Imperio llevaban por aquellos días. Pero eso no significaba que todos los roms fueran pilotos de astronave. Y sospecho que yo no comprendía, por aquel entonces, la distinción entre un mecánico de astronave y un piloto de astronave. Los pilotos eran roms; mi padre era rom y trabajaba con las astronaves: en consecuencia, mi padre sabía cómo pilotear una astronave tan bien como podía saberlo cualquiera de aquellos hombres que se pavoneaban con sus uniformes azules. En realidad mi padre tenía una gran habilidad con las herramientas de todo tipo —el viejo don rom, recorriendo nuestra sangre desde los días en que vagábamos trabajando el cobre y la hojalata y forjando el hierro y reparando cerraduras—, podía hacer cualquier cosa con sus manos, arreglar cualquier cosa, hacer milagros con un trozo de alambre y un pedazo de madera…, pero probablemente hubiera encontrado un desafío demasiado grande, creo, en tomar los controles de una astronave y saber manejarlos a la primera. Y sin embargo, quizás hubiera sabido cómo hacerlo también: intuitivamente, automáticamente. Tenía grandes habilidades. Era un gran hombre.

Me enseñó los nombres de las tribus de los roms. Nosotros éramos kalderash, y luego estaban los lowara, los sinti, los luri, los tchurari, los manush, los zíngaros. Y muchas tribus más. Sospecho que he llegado a olvidar algunas. Viejos nombres, nombres surgidos de nuestro vagar sobre la Tierra. Más tarde, cuando supe acerca de la Estrella Romani y las dieciséis tribus originales, decidí que los nombres que mi padre me había enseñado eran nombres que retrocedían hasta los tiempos de la Estrella Romani. Ahora sé que estaba equivocado, que ésos son nombres que adoptamos cuando nos dispersamos entre los gaje de la Tierra hace sólo unos pocos miles de años, en la época en que íbamos de un lado para otro en nuestros carromatos, viviendo como desheredados. Esos nombres han perdido ahora su significado, porque nos hemos dispersado enormemente sobre muchos mundos y la única tribu que importa ahora es la tribu de tribus, la gran kumpania, la tribu de todos los roms. Pero sin embargo los nombres forman parte de la tradición, que mantenemos y debemos seguir manteniendo. Y así los padres kalderash dicen a sus hijos que ellos son kalderash, y los lowara lowara, y los sinti sinti, aunque se trate de una distinción sin ninguna distinción.

Mi padre me enseñó también la forma de vida rom, tal como ha seguido existiendo de generación en generación a lo largo de los siglos y a través de todas las migraciones. No sólo las costumbres especiales de nuestro pueblo, el folklore, los ritos y festivales y rituales y ceremonias. Esas cosas son importantes. Son los instrumentos de la supervivencia. Nos unen y nos conservan: el conocimiento de lo que es limpio y lo que no, de cómo deben celebrarse nacimiento y matrimonio y muerte, de cómo se establece la autoridad dentro de una tribu, de cómo hay que tratar con los poderes invisibles, todas esas cosas que sabemos son creencias auténticas. Debemos ser tenaces en tales cosas, o estaremos perdidos; y así fui instruido en ellas como lo son todos los niños roms. Pero los ritos y los rituales no son la esencia de la forma de vida rom; sólo son los dispositivos por medio de los cuales se alimenta y sostiene esa forma de vida. Mi padre se cuidó mucho de enseñarme lo que yace debajo de ellas, que es algo mucho más significativo, es decir, el sentido de lo que significa ser rom. Saber que uno forma parte de un pequeño grupo de gente, arrojada por la desgracia de su mundo natal, que se ha mantenido unido contra un enjambre de enemigos en muchos países extraños a lo largo de miles de años. Recordar que todos los roms son primos, y que en ese apoyarnos los unos en los otros está nuestra única seguridad. Considerar en todo momento que uno debe vivir con elegancia y valor, pero que lo primario es sobrevivir y resistir hasta que podamos llevar nuestro largo peregrinaje hasta su final y regresar a nuestro mundo de origen. Darse cuenta de que el universo es nuestro enemigo, y de que debemos hacer todo lo necesario para protegernos.

Al principio sentí muy poca conexión con los roms errantes en sus caravanas, aquellos zarrapastrosos charlatanes y malabaristas que recorrían los caminos de la Tierra medieval. Tenía la impresión de que no me parecía en nada a aquellos antepasados, nosotros los habitantes de un vasto Imperio que vivimos en ciudades y volamos entre las estrellas. Eran curiosidades; eran folklore; eran pintorescos.

Luego llegó la noche en que mi padre me llevó ladera arriba del impresionante monte Salvat, hasta el mirador a cinco mil metros encima de la ciudad, y allí, en aquel aire que era tan ligero y penetrante que me picaba en la nariz, me mostró la Estrella Romani en el cielo y me contó el último fragmento de la historia. Y entonces todo encajó con todo, y supe que yo era uno con aquellos lejanos kalderash y sinti y zingaros y lowara de la desaparecida Tierra, que éramos realmente de una sola sangre y una sola alma, que ellos formaban parte de mí y yo era parte de ellos.

Entonces comprendí finalmente el robo de pollos y manzanas en los tiempos errabundos del lejano pasado: el hambre mata, y debemos seguir viviendo si debemos alcanzar nuestro destino, y si los gaje no nos dejan comer, entonces tenemos que arreglárnoslas por nosotros mismos. Entonces comprendí el desprecio hacia las leyes gaje: ¿qué eran las leyes gaje para nosotros, excepto un arma apuntada hacia nuestras gargantas? Comprendí las mentiras y los engaños casuales, las seis respuestas conflictivas a cualquier pregunta gaje indiscreta, la negativa a ser tragados de ninguna forma por el mundo gaje. Los gaje son el enemigo. No debemos dejarnos engañar en eso. Son el antiguo enemigo, y toda nuestra lucha debe encaminarse a dejarlos detrás nuestro, no a entrar en una unión con ellos. Porque, con tanta seguridad como un río de frescas aguas se pierde en el mar, nosotros nos veríamos perdidos para siempre si dejáramos que los gaje nos engulleran. Eso fue lo que me enseñó mi padre cuando yo era muy joven.

3

Una tarde, cuando yo tenía siete años, una atractiva mujer vestida con un traje amarillo entró en la clase donde estábamos aprendiendo cosas sobre el emperador, cómo trabajaba de noche y de día para hacer la vida mejor para todos los niños y niñas del Imperio. Miró rápidamente por toda la habitación y señaló a media docena de nosotros, y dijo:

—Tú, tú, tú, tú, venid conmigo. —Yo fui uno de los elegidos.

Salimos fuera. Era un día ligeramente brumoso y había llovido hacía poco: las hojas de los árboles brillaban como si hubieran sido barnizadas. Un coche aguardaba en la calle, largo y bajo y aerodinámico, de color plata metálico, con el emblema rojo de la cola de cometa de la Agencia Volstead en su capota. Recuerdo todo esto como si hubiera ocurrido anteayer.

No me importaba abandonar la escuela. Si quieren que les diga la verdad, nunca me había preocupado demasiado por ella. Yo, el hijo de una maestra. Y la lección de aquel día me había parecido estúpida: ¡el pobre y tonto emperador, trabajando noche y día! Si era tan poderoso, ¿por qué no tenía a gente que hiciera su trabajo por él? Y habían mostrado su imagen en la pantalla de la clase, un hombre pequeño y frágil, muy viejo y delgado, que parecía como si fuera a morirse en cualquier momento. Aquél era el Décimo-tercer Emperador, y en realidad vivió un tiempo sorprendentemente largo después de aquello, pero yo dudaba que nadie tan débil y marchito pudiera siquiera ocuparse de sí mismo, y mucho menos de las necesidades de cada niño y niña del Imperio. La escuela no parecía más que otra tontería gaje para mí: de hecho, ya estaba empezando a despreciar todo lo que no me gustaba calificándolo de tontería gaje. En este caso probablemente tenía razón, aunque he aprendido a lo largo de los años que no todo lo gaje es una tontería, y que de tanto en tanto no todo lo que es una tontería es gaje.

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