Mi padre fue Romano Nirano, un rom entre los roms, un hombre que llevaba la majestad en la punta de su dedo meñique. Como saben, fui apartado de él y vendido cuando tenía siete años, pero puedo verle ahora como si estuviera de pie justo a mi lado, con su ancho rostro de recios pómulos, los enérgicos y meditabundos ojos hundidos en sus órbitas, el recio bigote colgante, la gran melena de pelo negro que cubría la mitad de su frente. Es mi rostro también. Hemos heredado ese rostro a lo largo de todos los miles de años desde que fuimos echados de la Estrella Romani, y creo que es un rostro que perdurará hasta el final de los tiempos. Como nosotros.
Él ya era esclavo cuando nací yo. De su padre había heredado una catástrofe tan grande de deudas que no había posibilidad de pagarlas ni en cinco vidas. El viejo había sido un especulador de lunas y se había visto atrapado en el Pánico de 2814, cuando todos los metales pesados perdieron completamente su valor; y después de eso nos vimos arrojados durante siglos a la indigencia. Mi padre hubiera podido borrar todo aquello declarándose en bancarrota, pero mi padre creía que declararse en bancarrota era una cobardía.
Así que se vendió a sí mismo y a mi madre y a mis cinco hermanos y hermanas a cambio de un finiquito. Las deudas de la familia fueron borradas de los libros y nos convertimos en esclavos de la Agencia Volstead, una gran empresa interestelar controlada por el Imperio.
—No es ninguna desgracia ser esclavo —me dijo mi padre. Yo tenía entonces cinco años y acababa de descubrir que era distinto de la mayoría de los demás niños. Yo pertenecía a alguien —. Es un simple arreglo, eso es todo. Puede que sea un inconveniente a veces, pero nunca una desgracia. Es un arreglo que deseas alterar tan pronto como te sea posible, de acuerdo, y si tienes la posibilidad y no la aprovechas, entonces sí es una desgracia. Pero aparte eso no hay ninguna vergüenza implícita en ello.
Deben entender: se estaba refiriendo a la esclavitud moderna. La institución era muy distinta en los tiempos antiguos. Pero todo lo era. Puede que hoy utilicemos los mismos nombres para muchas cosas que en los tiempos antiguos —«esclavo», «rey», «emperador, espectro»—, pero el significado de esas palabras no es el mismo. El pasado remoto no sólo es un país extranjero, como alguien dijo una vez, sino otro universo completamente distinto.
Supe que era un esclavo antes de saber que era un rom. O, para decirlo más exactamente, siempre supe que era un rom, pero no fue hasta que cumplí los seis años que supe que la mayoría del resto de la gente no lo era.
En casa hablábamos romani y fuera de casa imperial, y cambiábamos de una lengua a otra sin ninguna dificultad. Yo creía que todo el mundo hacía lo mismo. Mi madre nos contaba antiguas leyendas roms, historias de dioses y demonios, de brujos y brujería, de heroicos viajes en caravana a través de extrañas tierras lejanas. Yo creía que todo el mundo conocía esas historias. Guardábamos nuestros tesoros rom en casa, monedas de oro, instrumentos musicales, pañuelos de brillantes colores, iconos sagrados. Nunca entré en las casas de mis compañeros de juegos, así que nunca supe que ellos no tenían esas posesiones.
Cuando cumplí los seis años salí un día para tallar una bola de gloria del árbol de bolas de gloria junto a la orilla del río, y cuando llegué allí descubrí que mi hermana Tereina estaba siendo atacada por un grupo de otros niños. Tereina tenía doce arios y sus atacantes, chicos y chicas juntos, debían tener ocho o nueve, de modo que su cabeza sobresalía sobre todas las demás; pero eran media docena, y la estaban atormentando.
—¡Basura rom, basura rom, basura rom! —cantaban mientras trazaban círculos a su alrededor —. ¡Rom, rom, rom, rom!
Estaban intentando arrancarle el collar que llevaba al cuello. Era una cadena de resplandecientes élitros de escarabajos viento que el hermano de mi padre había traído como regalo para ella de Iriarte, y era su propiedad más preciosa, con sus pulsantes iridiscencias de un centenar de sutiles colores. Tereina golpeaba frenéticamente las manos que intentaban aferrar el collar. Era demasiado alta para ellos, pero habían conseguido desgarrar la parte delantera de su blusa, y se le veían los pechos, y vi que estaban marcados con rojos arañazos en la piel.
—Basura rom, basura rom, basura rom…
Me vio y llamó mi nombre. Y me pidió en romani que la ayudara, y luego dijo en imperial:
—¡Yakoub, lánzales el mal de ojo! ¡Échales un conjuro, Yakoub!
Yo sólo tenía seis años. Pero era grande y fuerte, y no tenía ninguna razón para sentir miedo de ellos. Y mi madre me había contado las leyendas del mal de ojo, la magia negra que las drabame , las viejas brujas gitanas, utilizaban para hacer sufrir a sus enemigos. Algunas de esas leyendas eran pura fantasía y algunas eran reales, aunque a aquella edad yo no tenía forma de saber cuáles eran qué. Para mí todo era real entonces, y creía que podía lanzar a los que estaban atormentando a mi hermana al núcleo del mismo sol con sólo pronunciar las palabras adecuadas y hacer los gestos adecuados. Creo que ellos también lo pensaban; porque hice que mis ojos cambiaran e hinché las mejillas y doblé los brazos por encima de mi cabeza y avancé hacia ellos, cantando: «¡ achalipe! ¡ achalipe! ¡achalipe!», ¡encantamiento, encantamiento, encantamiento!… y se dieron la vuelta y huyeron, chillando como cerdos asustados. Lancé estrepitosas carcajadas y les grité espantosas maldiciones y arrojé mi orina tras ellos para burlarme.
Tereina estaba llorando y temblando. La consolé de la forma que un hombre consuela a una mujer, atrayéndola hacia mí y abrazándola, aunque yo sólo era un niño. Luego pregunté:
—¿Por qué estaban haciendo eso? ¿Porque somos esclavos?
—¿Por qué debería importarles el que seamos esclavos? La mitad de ellos también son esclavos.
—Entonces, ¿por qué…?
—Porque somos roms, hermanito. Porque somos roms.
Así que aquella noche fue necesario que mi padre me explicara muchas cosas que yo nunca había sabido, y después de aquella noche la vida fue completamente distinta para mí.
—Nosotros los llamamos gaje —me dijo —. Que significa, en imperial, estúpidos, idiotas, necios. Sus mentes son más lentas que las nuestras, y piensan de una manera torpe y pesada. Nosotros pasamos de uno a cinco a tres a diez, mientras que ellos avanzan lentamente, uno dos tres cuatro. Por supuesto, algunos gaje son más rápidos que otros. El emperador es un gaje y lo mismo lo son sus altos lores, y todos ellos tienen mentes rápidas. Pero la mayoría de los gaje son simplones, y tenemos que soportar su estupidez desde que empezamos a vivir entre ellos. Y saben que somos mucho más rápidos que ellos. Por lo cual hubo un tiempo que nos persiguieron y oprimieron, e incluso ahora nos temen y desconfían de nosotros, aunque la mayoría de ellos negarán siempre que lo hagan.
—¿Y hay muchos de esos gaje? —pregunté.
—Diez mil de ellos —dijo mi padre — por cada uno de nosotros. O quizá más. ¿Quién puede contar a los gaje? Son como las estrellas en el cielo. Y nosotros somos muy pocos, Yakoub. Somos muy pocos.
Mi cabeza daba vueltas por las sorpresas. Mi padre, cuando caminaba calle abajo, lo hacía como un rey; y yo había creído que éramos gente de gran valía, aunque en aquellos momentos resultara que solamente éramos esclavos. Y ahora, averiguar que pertenecía a una raza escasa e insignificante, que los roms eran como pequeños flecos de espuma blanca en un enorme mar gaje, fue como un terrible impacto para mí. Con el ojo de mi mente vi ahora el rostro de mi padre y los rostros de los hermanos de mi padre de pie en medio de una multitud de gaje, y comprendí por primera vez lo distintos que eran, distintos en la forma de sus mandíbulas, en el fuego de sus ojos, en el negro lustre de su recio y abundante pelo. Una raza aparte, un pueblo alienígena… más alienígena de lo que llegaba a sospechar…
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