En mi camino de vuelta de aquel lugar llegó el momento del mediodía, y me detuve inmóvil con todas mis aberturas cerradas. En aquel momento entre momentos una profunda e intensa voz dijo: — Sarishan, primo.
La sorpresa me llegó con la fuerza de una patada. Sentí la urgencia de echar a correr y huir instintivamente. Un súbito y espontáneo fluir de hormonas primordiales de miedo inundó mi sangre. Pero reaccioné casi con la misma rapidez para recuperar el control, deteniendo el fluir, ordenando a las células de mi sangre que devoraran aquel repentino torrente invasor antes de que pudiera alcanzar mi cerebro.
—¡Damiano! —exclamé —. ¡Primo!
Como si se hubiera materializado de un banco de nieve. Una figura larga y esbelta, con la tensa y contenida fuerza de un látigo enrollado. Todos los roms son mis primos, pero Damiano en realmente mi primo, el hijo del hijo del hermano menor de mi padre. Sus ojos son roms y su grueso y caído bigote es rom, pero ha vivido la mayor parte de su vida bajo el abrasador sol de Marajo el de las destellantes arenas, y como protección su piel ha adoptado gruesos pliegues apergaminados que hacen que no me parezca ni rom ni gaje sino algo que ni siquiera es humano.
Manteniéndose a una cierta distancia de mí, miró a su alrededor y agitó la cabeza.
—¡Vaya lugar, primo! ¡El muchacho dijo que era desolado, pero nunca imaginé algo así!
—Hay una gran belleza aquí, primo. Es un lugar maravilloso. Quédate una o dos semanas y lo verás.
—Acepto tu palabra. ¿Te molesto, primo?
—¿Molestar?
—Me das la impresión de que no te alegra verme.
— Devlesa avilan —dije, la vieja fórmula de bienvenida —. Es Dios quien te trajo.
— Devlesa oraklam tume —respondió Damiano —. Es con Dios que te encontré. El muchacho dijo que este lugar era todo hielo, pero no le creí. No me dijo ni la mitad. ¿No hay nada vivo aquí excepto tú?
—Hay ríos helados por los que nadan brillantes peces como si lo hicieran por el agua. Hay criaturas espectro de pura energía a todo nuestro alrededor mientras hablamos. Hay pequeños animales que corren por el hielo y se alimentan de plantas invisibles o unos de otros. Y en el otro lado de esa colina hay un gran bosque, primo, aunque creo que no reconocerás los árboles como tales árboles.
—¿Y eres feliz aquí?
—Nunca he sido tan feliz.
—Sólo soy Damiano, primo. No necesitas bailar alrededor de la verdad conmigo.
Mis ojos llamearon.
—¿Has recorrido cinco mil años luz para llamarme mentiroso?
—Yakoub, Yakoub…
—¿Dijo el muchacho que parecía feliz?
—Sí. Lo dijo.
—Y yo lo digo ahora. ¿Hay que pedir a los espectros que declaren como testigos también?
—Yakoub.
—Damiano…, primo… —Luego estábamos riendo, y luego finalmente nos abrazamos, y nos palmeamos mutuamente la espalda, y bailamos una pequeña danza de alegría en la brillante y delgada costra de hielo semifundido —. Ven —dije, y le conduje, medio corriendo, de vuelta por encima de las colinas y valles a mi burbuja de hielo.
Jadeó a la vista del bosque.
—¡Chorian no dijo nada de eso!
—Nunca lo vio. Cuando estuvo aquí yo vivía en otra parte.
—¿Ésos son tus árboles?
—Puedo mostrarte cómo crecen, debajo del hielo.
Se estremeció.
—En otra ocasión, quizá.
Abrí varias de las botellas que me había dejado Julien de Gramont, y le preparé una comida como espero que Damiano no se hubiera atrevido a esperar nunca de mí en Mulano; el vino fluyó libre, y él lo engulló a la manera de cualquier rom errante, un vaso entero de un simple trago. Creo que eso le hubiera dado a Julien un ataque de apoplejía, ver un vino de una cosecha tan rara descender de aquella manera por el gaznate de mi primo. Pero Julien estaba muy lejos, y no sentíamos la necesidad de honrar sus productos de la manera que merecían en su ausencia: imité a Damiano trago a trago, hasta que nos sentimos bien y relajados el uno con el otro y su piel extrañamente apergaminada brilló como un fuego de carbón.
Sabía que no había venido hasta allí para ver el lugar. Damiano es un gran hombre en Marajo, con intereses en importantes negocios de todo tipo, plantaciones de huevos de fuego y granjas magnéticas y un enorme negocio de cría de esclavos y mucho más, y aunque hubiera nueve Damianos seguiría sin tener tiempo suficiente de supervisarlo todo de una forma adecuada, como a menudo declaraba. Y sin embargo había hecho el viaje hasta mi pequeño y desolado escondite, y había acudido solo y en su yo real, sin enviar un simple espectro o un doble. Eso era un gran cumplido. Bien, así que deseaba añadir su voz al coro que me urgía que abandonara mi exilio. Bebimos y comimos y comimos y bebimos, y aguardé a que soltara su discurso, pero en vez de ello sólo habló de asuntos de la familia, los primos de Kalimaka que estaban extrayendo elementos transuránicos de su sol y vendiéndolos al mejor postor, y los de Iriarte que habían perdido cinco sistemas solares en una sola tirada de dadas y luego habían vuelto a ganarlos antes del amanecer, y los de Shurarara que sin molestarse siquiera en pedir permiso del imperio habían sacado su mundo de su órbita y estaban preparándolo para convertirlo en un mundo nómada, diciéndoles a todos que tenían intención de abandonar enteramente la galaxia. Eso último me desconcertó.
—¿Hablan en serio, Damiano? ¿Qué piensan utilizar como sol, mientras cruzan los centenares de miles de años luz?
—Oh, tienen un sol, primo. O su equivalente: para mantenerlos a todos calientes, al menos. Esa parte no constituye ningún problema. Pero nadie cree que lleguen a abandonar realmente la galaxia. Están difundiendo la historia simplemente para cubrir su desaparición, cuando todo lo que pretenden hacer es encaminarse a las Colonias Exteriores y vivir como piratas, a ocho o diez mil años luz del Centro. Golpea y corre, golpea y corre.
—Ésta no es la forma rom de hacer las cosas —dije hoscamente.
—¿Qué me dices de Valerian?
—Un pirata, sí. ¿Pero todo un mundo de ellos?
—Corren extraños tiempos, Yakoub. Con el Imperio y el Reino sin cabeza visible…
Ah. Ahí estaba, al fin.
Tendió su copa pidiendo más vino. La llené, la engulló.
—¿Sigue muriéndose el emperador? —pregunté.
—Le dan seis meses, un año.
—¿Y luego?
—Sunteil, creo.
—Podría ser peor.
—Podría. Creo que es manejable. Pero la cuestión es: ¿será capaz el nuevo rey de manejarlo?
—El nuevo rey.
Aquello sonó extraño a mis oídos. Más que extraño. Sentí el eco de aquellas palabras resonar y resonar en mi alma, y empezaron a dolerme los huesos.
—El nuevo rey, sí. —Tendió por enésima vez la copa. ¡El maldito! Había clavado su anzuelo muy profundamente en mí.
Le serví más vino.
—¿Hay un nuevo rey?
Damiano se encogió de hombros, asintió, se encogió de nuevo de hombros. Luego se levantó y se puso a pasear por la burbuja, tocando ese viejo artefacto gitano y luego ese otro, paseando la yema de los dedos por el inmemorial pasado. Yo hervía y burbujeaba con el ansia de saber. ¡El maldito! ¡El maldito! ¡De qué hermosa manera me había atrapado!
Dije, fingiendo indiferencia:
—Chorian dijo que la krisatora estaba pensando celebrar unas elecciones, puesto que yo parecía ser sincero acerca de mi abdicación. Pero Julien de Gramont, ya le conoces, el pretendiente francés…, estuvo aquí poco tiempo después. Siguió insistiendo en que volviera a Galgala y reclamara el trono.
—Le dijiste que no estabas interesado, primo.
—¿También sabes eso? ¿Julien ha estado en contacto contigo?
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