Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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No hay ningún mundo que se parezca a Megalo Kastro en la parte conocida —es decir, habitada por los humanos— de la galaxia. El nombre significa Gran Fortaleza en griego, una de las antiguas lenguas de la Tierra, y de hecho hay una gran fortaleza de piedra allí, posada como una gran bestia agazapada sobre un escabroso acantilado que domina el mar. Pero no había sido construida por los griegos. No había sido construida por nadie de ninguna de las dos razas humanas que pudiera reclamar su propiedad.

No tienes que caminar más que una docena de pasos bajando el Salón de los Equinoccios de la fortaleza de Megalo Kastro para darte cuenta de eso. El salón recibe su nombre porque dos veces al año la pulsante luz roja dorada del sol cruza el arco de la entrada e incide en la parte superior de un altar en su extremo occidental, exactamente en el momento del equinoccio. No hay nada extraordinario en ello; los hombres del paleolítico construían altares así en la Tierra hace veinte mil años.

Pero la geometría del Salón de los Equinoccios te corta la respiración. Quiero decir literalmente. Caminas unos pocos pasos a lo largo de ese retorcido corredor de áspera piedra verde y empiezas a jadear ligeramente. Es como caminar sobre la cubierta de un bamboleante barco. Todo es desordenado e inestable. Esperas que las paredes empiecen a deslizarse hacia delante y hacia atrás. Unos cuantos pasos más, y comienzas a sudar, El abovedado techo a veinte metros encima de tu cabeza no deja de ondular, o al menos así te lo parece. Tus ojos empiezan a pulsar, porque no pueden seguir las líneas arquitectónicas y se desenfocan constantemente. Toda la estructura es así: extraña, opresiva, fascinante.

Nadie sabe quién la construyó. Se yergue ahí, gigantesca, aterradora, misteriosa, medio en ruinas, sin decirnos nada. Los arqueólogos creen que su antigüedad es de cinco o diez millones de años. No puede ser mucho más vieja que eso, dicen, porque Megalo Kastro es un planeta joven sometido a constantes y tremendos movimientos geotécnicos; al ritmo que se alzan y se hunden sus continentes, la fortaleza no puede ser enormemente antigua. Pero parece que tenga mil millones de años de edad. En una de las habitaciones subterráneas hay la silueta de una sola y ancha mano dibujada con lo que parece ser cal, pero no lo es, en una de las paredes, y esa mano tiene siete dedos de igual tamaño y un par de pulgares oponibles, uno a cada lado. Quizás uno de los constructores se divirtió dibujando una fantasía durante la pausa de la comida. Quizá fue puesta ahí como una broma por algún miembro del primer equipo de exploración de la Tierra que encontró el lugar. ¿Quién puede decirlo? Si pudiéramos desenterrar algunos artefactos alienígenas por los alrededores tal vez nos dijeran algo, pero el único artefacto del que disponemos es la fortaleza en si, meditando al borde del mar.

Y ese mar…, esa pesadilla de mar…

Hay muchas formas de vida en Megalo Kastro, casi todas ellas grandes, predadoras y malignas. Es un mundo joven, como he dicho: se halla en su período mesozoico, y todo tiene escamas y colmillos. Pero la más grande de las formas de vida es una que, gracias a Dios, es única de Megalo Kastro. Me refiero al propio mar. No es un auténtico mar, sino un enorme y horrendo magma de pálido lado rosado, cálido, tembloroso, siniestro, insondablemente profundo, que se extiende a lo largo de un abisma no cartografiado de diez mil kilómetros de anchura.

Ese mar está vivo. No quiero decir con eso que esté lleno de cosas vivas. Quiero decir que es una cosa viva, una entidad maligna y única con alguna especie de inteligencia de bajo nivel. O, por todo lo que sabemos, una inteligencia de nivel de genio. Piensa. Percibe. Puedes observar realmente sus procesos mentales: ondulaciones interrogativas en su superficie alzándose en pequeños estremecimientos que son como preguntas, protuberancias de corta vida como gusanos exclamativos, burbujeantes orificios que se abren y se cierran. Dios sabe qué proceso evolutivo le dio existencia. Dios lo sabe, pero nadie más. Recoge una pequeña masa para estudiarla, y todo lo que obtendrás es un poco de agua lodosa que se enfría rápidamente. Y la cosa de la que ha sido tomada sigue calentándose al calor del magma subterráneo de Megalo Kastro, y sus brazos descansan en las orillas de los lejanos continentes, burlándose de ti. Y te devorará si tiene la oportunidad.

Créanme. Lo sé.

La corteza de Megalo Kastro está llena con todo tipo de valiosos elementos que se agotaron hace ya mucho tiempo en otros mundos, y una docena de compañías mineras distintas operan en ella. La mayoría buscan transuránicos, que consiguen un buen precio en casi cualquier sistema solar, pero hay también un equipo rom que busca tierras roms, especialmente las más escasas, tulio, europio, holmio, lutecio.

(Aquellos que raramente abandonan su mundo natal se sorprenden siempre de saber que todos los planetas de la galaxia, no importa lo lejanos o lo extraños que puedan ser, están compuestos por el mismo conjunto general de elementos. Creo que piensan que los mundos alienígenas deben estar hechos de elementos alienígenas, y que es algo impropio —incluso irritante— hallar cosas tales como oxígeno y carbono y nitrógeno en ellos. Como si un átomo con el número atómico y el peso del hidrógeno pudiera ser algo más aparte hidrógeno en algún otro mundo. Sólo un idiota pensaría que cada planeta tiene su propia tabla periódica. Sólo hay un juego de elementos básicos en el universo: ¿acaso creían ustedes otra cosa?)

El trabajo minero en Megalo Kastro no es una ganga, considerando el calor, la humedad, los colmilludos monstruos que acechan detrás de cada arbusto espinoso, la frecuencia de las devastadoras erupciones volcánicas, y las otras varias cualidades desagradables del lugar. Sin embargo, es una industria provechosa, por decir lo menos, y todo el planeta tiene el aire de una próspera ciudad donde el dinero fluye abundante de bolsillo a bolsillo. Lo cual lo convierte en una fértil esfera de operaciones para la Liga de Mendigos.

Fue Lanista quien me enseñó a mendigar. Nuestro maestro de logia. Era un rom sinti, de unos veinte o quizá treinta años, con una piel extrañamente pálida y unos ojos fríos muy separados.

—Tú sonríeles —me dijo —. Ésa es la clave, sonreír. Haz que tus ojos brillen. Adopta una expresión patética e implorante a la vez. Luego tiende tu mano, y romperás sus corazones.

Empecé a ver por qué la liga había pagado aquel precio por mí. Tenía el brillo en mis ojos. Tenía la sonrisa. Era el mendigo ideal, encantador, irresistible, listo.

—¿Y si no me dan nada? —pregunté.

—Cuando digan que no y agiten la cabeza, mírales directamente a los ojos. Sonríe con tu sonrisa más dulce. Y diles con una voz de ángel: «Tu madre se acuesta con los camellos» Y luego márchate como si les hubieras dado tu mejor bendición.

Me gustó la idea de ser mendigo. No ofendía mi sentido del orgullo. Era un desafío; requería técnica. Deseaba ser bueno en ello. ¡Por o Beng el Diablo, deseaba ser el mejor!

Más tarde, cuando espectré a la Tierra y vi a los roms de los viejos días, observaron su forma de mendigar con los ojos de un profesional evaluando a otro. Eran buenos. Muy buenos. Vi a las madres gitanas en las calles susurrar a sus pequeños, cuatro años, cinco: « Mong, chavo, mong », mendiga, muchacho, mendiga, y enviarlos entre los gaje. Para entrenarlos, para desarrollar pronto sus habilidades. Mendigar te ayuda a aprender a no tener miedo. El miedo es un lujo inútil cuando vives una vida rom. Un poco de miedo te proporciona la especia de la sabiduría, pero más de la cuenta te vuelve impotente.

Mendigar es útil en otro sentido. Te hace invisible. La mayoría de la gente no quiere vera un mendigo, porque verlo agita su culpabilidad y su ansiedad y su mezquindad y otras sensaciones negativas. Así que un mendigo puede moverse prácticamente sin que nadie repare en él entre una multitud, excepto si insiste en ser visto.

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