Los hermanos se sumergieron aún más en el tiempo.
Los detalles, el grupo de familia, el cielo verdeazulado, dejaron de existir en un abrir y cerrar de ojos. La abuela Neanderthal misma se hizo borrosa, perdiendo la expresión de la cara, cuando una generación se depositó sobre la anterior en forma demasiado rápida como para que el ojo pudiera seguirla. El paisaje se convirtió en un contorno grisáceo, siglos de clima y desarrollo estacional pasando en cada segundo.
La cara de muchos antepasados fluía y cambiaba. Medio millón de años más atrás, la frente se volvió más baja, las órbitas oculares se hicieron más sobresalientes, retrocedió la barbilla y se volvieron más pronunciados los dientes y las mandíbulas. Quizás esta cara se parecía más a la de un simio actual, pensó Bobby, pero sus ojos seguían teniendo una mirada curiosa, inteligente.
El tono de la piel cambiaba su pigmentación alternando de oscura a clara, y otra vez a oscura.
— Homo erectus —dijo David—, fabricantes de herramientas. Migraron por todo el planeta. Todavía estamos cayendo. ¡Cien mil años en pocos segundos, Dios! ¡Pero tan pocos cambios!
La siguiente transición vino de repente: los arcos superciliares se hundieron más, la cara se volvió más larga aunque el cerebro de esta distante abuela, mucho más pequeño que el de un ser humano moderno, era, de todos modos, mucho más grande que el de un chimpancé.
— Homo Habilis —dijo David—. O, quizás, éste es Australopithecus. Las líneas evolutivas están enredadas. Ya estamos dos millones de años atrás en el tiempo.
Los rótulos antropológicos importaban muy poco. Resultaba profundamente perturbador contemplar, según encontraba Bobby, esta cara multigeneracional que pasaba frente a su vista como un parpadeo, la cara de un ser parecido a un chimpancé a la que podría no haber mirado ni siquiera en el zoológico… y saber que éste era su antepasado , la madre de sus abuelas en una línea ininterrumpida de descendencia. A lo mejor era así cómo se sentían los Victorianos cuando Darwin regresó de las Galápagos, pensó Bobby.
Ahora se estaban perdiendo los últimos vestigios de humanidad; la caja craneana se contraía aún más; esos ojos adquirían una mirada nebulosa, de perplejidad.
El fondo, borroso por el pasaje de los años, se volvió más verde. Quizás, en tal profundidad en el tiempo, había bosques cubriendo África. Y la antepasada seguía reduciéndose: su cara, fija en el resplandor del punto de vista de la cámara Gusano, se estaba volviendo más elemental; esos ojos, más grandes, más tímidos. Ahora a Bobby le hacía recordar más a un társido, o a un lémur.
Pero, aun así, esos ojos que miraban hacia adelante, dispuestos sobre una cara chata, todavía contenían una mirada vivaz, o una promesa de ella.
En forma impulsiva, David disminuyó la velocidad de descenso que llevaban y hizo que se detuvieran fugazmente en unos cuarenta millones de años en lo pasado.
La cara como de musaraña de la antepasada escudriñaba a Bobby con ojos muy abiertos y nerviosos. Detrás de ella había un fondo de hojas, ramas. En una llanura que había más allá, a la que se vislumbraba indistinta a través de luz verde, había una manada de lo que parecían ser rinocerontes, pero con enormes cabezas que parecían haber sufrido un terrible accidente, cada una de las cuales venía equipada con seis cuernos. La manada se movía con lentitud, pesadez, latigueando suavemente con la cola, ramoneando arbustos bajos y extendiéndose para alcanzar las ramas que colgaban de los árboles. Herbívoros, pues. A un joven ejemplar rezagado lo acechaba un grupo de lo que parecían ser caballos… pero estos caballos , con dientes sobresalientes y movimientos tensos y vigilantes, parecían ser depredadores.
David dijo:
—El primer gran apogeo de los mamíferos. Bosques por todo el planeta, las tierras de pastoreo habían desaparecido por completo. Y también lo ha hecho la fauna moderna: no hay caballos, ni rinocerontes, ni cerdos, ni ganado vacuno, ni gatos, ni perros, que se encuentren completamente evolucionados…
Cada pocos segundos, la cabeza de la abuela se movía hacia un lado y hacia otro con nerviosidad, incluso mientras masticaba frutos y hojas. Bobby se preguntaba qué depredadores podrían descolgarse amenazadores desde este extraño cielo, para tomar como blanco a un primate desprevenido.
Con el consentimiento sin palabras de Bobby, David soltó el instante y cayeron una vez más por el tiempo. El fondo se borroneó para convertirse en una acuarela azul verde, y la cara de la antepasada se deslizó, haciéndose más pequeña, con los ojos más abiertos y habitualmente negros: quizá se había vuelto nocturna.
Bobby vio de modo fugaz la vegetación, espesa y verde, en gran parte, para nada familiar. Y, no obstante, la tierra tenía apariencia de estar extrañamente vacía: no había herbívoros gigantes, ni carnívoros que los persiguieran cruzando el vacío escenario que estaba más allá de la cara de mejillas estrechas, ensombrecida, con ojos enormes, de la antepasada. El mundo era como una ciudad abandonada por los seres humanos, pensó Bobby, con los seres diminutos, las ratas y los ratones y los ratones de campo, excavando sus madrigueras entre las enormes ruinas.
Pero ahora los bosques empezaban a retroceder otra vez, disolviéndose como bruma de verano. Pronto la tierra se volvió esquelética: una planicie señalada por tocones rotos de árboles que alguna vez debieron de haber sido muy altos.
De repente se acumuló hielo, que se extendió por el suelo en forma de gruesas lenguas. Bobby podía sentir la vida que se iba estirando fuera de este mundo como una marea lenta.
Y entonces vinieron nubes, que sumergieron el mundo en la oscuridad. La lluvia, entrevista, empezó a saltar del terreno oscurecido. Grandes pilas de huesos se rearmaban desde el barro y la carne se acumulaba sobre ellos formando protuberancias grises.
—Lluvia ácida —murmuró David.
Destelló luz, encandilante, abrumadora.
No era la luz del día, sino un incendio que parecía abarcar todo el paisaje. La violencia del fuego era enorme, alarmante, aterrorizante.
Pero retrocedió.
Bajo un cielo plomizo, los incendios empezaron a aplastarse formando llamaradas aisladas que iban menguando más, cada llama derrotada devolviéndole el verdor a otra rama con hojas. Por fin, el fuego se redujo a bodoques candentes y compactos que saltaban hacia el cielo y las chispas que huían se fusionaban dando una nube de estrellas fugaces bajo un cielo negro.
Ahora, las nubes negras espesas se retiraban como una cortina. Sopló un poderoso viento que devolvió las ramas arruinadas a los árboles, llevando con suavidad a bandadas de seres voladores a las ramas. En el horizonte se estaba acumulando un abanico de luz, que se volvía rosado y blanco, para al final convertirse en una línea de energía cuya irradiación apuntaba directamente hacia el cielo.
Era una columna de roca fundida.
La columna se derramó dando un fulgor anaranjado y, como si fuera un segundo amanecer, una masa incandescente, difusa, se alzó por sobre el horizonte. Una cola larga, también incandescente, se extendió por medio cielo describiendo una gran curva flamígera. Enmascarado por la luz del día, brillante en la noche, el cometa retrocedía día tras día, llevando su carga de destrucción de vuelta a las profundidades del Sistema Solar.
Los dos hermanos se detuvieron en un mundo súbitamente renovado, un mundo de riqueza y de paz.
La antecesora, con sus ojos muy abiertos, caminaba por esa tierra como una criatura asustada o quizás incautamente atrapada allí.
A unos pasos de ella, Bobby vislumbró lo que parecía ser la costa de un mar interior. Selvas lujuriantes llegaban hasta las pantanosas tierras bajas que bordeaban la costa y un río ancho descendía desde lejanas montañas azules. Cocodrilos de anchos lomos con crestas cortaron las aguas barrosas y lentas del río. En esta tierra abundaba la vida, y sin ser demasiado familiar en los detalles no difería mucho de aquella tierra propia de la juventud de Bobby.
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