En la superficie, un pequeño cardumen de seres parecidos a medusas se desplazaba por las frías aguas azules. Más lejos, Bobby pudo detectar seres más complejos: frondas, bulbos, marañas en forma de colchón adheridas al fondo del mar o con flotación libre.
Bobby dijo:
—No me da la impresión de que ésas sean algas.
—¡Dios mío! —exclamó David—. Parecen ediacaranos: formas de vida multicelulares. Pero no está previsto que los ediacaranos evolucionen hasta dentro de un par de centenares de millones de años. Algo no está bien.
Retomaron su descenso. Los indicios de vida multicelular pronto se perdieron, a medida que la vida abandonaba lo que había aprendido dolorosamente.
Mil millones de años más atrás y otra vez cayó la oscuridad como un martillazo.
—¿Más hielo? —preguntó Bobby.
—Creo que entiendo —dijo David con voz grave—, fue un impulso de evolución, un suceso temprano, algo que no reconocimos a partir del examen de los fósiles, un intento de la vida por desarrollarse más allá de la etapa unicelular. Pero está condenado a que lo borre del mapa la glaciación que avanzó de manera vertiginosa, y se perderá doscientos millones de años de progreso. ¡Maldición, maldición!
Cuando el hielo se despejó, otros cien millones de años más atrás, otra vez hubo indicios de formas más complejas, multicelulares, de vida hurgueteando en los colchones de algas. Otro falso comienzo, al que iba a eliminar la salvaje glaciación, y otra vez los hermanos se vieron forzados a observar cómo la vida desaparecía hasta llegar a sus formas más primitivas.
Mientras caían a través de los largos eones desprovistos de características, presenciaron por cinco veces más la glaciación global sobre el planeta, matando los océanos, arrebatando la existencia de todas las formas de vida, con excepción de las más primitivas que hubiera en los hábitat más marginales. Era un salvaje ciclo de retroalimentación que se iniciaba con cada intento de los organismos vivientes de emerger en las playas de aguas poco profundas en los litorales continentales.
David dijo:
—Es la tragedia de Sísifo. Según el mito, Sísifo estaba condenado por los dioses a llevar una roca hasta la cumbre de una montaña subiéndola por la ladera, nada más que para verla rodar hacia atrás una y otra vez. Del mismo modo, la vida lucha por lograr complejidad e importancia, y una y otra vez se la vuelve a aplastar hasta dejarla reducida a su nivel más primitivo. Es una serie de Ajenjos de hielo que se repite sin cesar. Quizás esos filósofos nihilistas tenían razón: quizás esto es todo lo que podemos esperar del universo, un implacable aplastamiento de la vida y del espíritu, porque el estado de equilibrio del cosmos es la muerte…
Bobby dijo con tono lúgubre:
—Tsiolkovski una vez llamó a la Tierra la cuna de la especie humana. Y eso es, de hecho es la cuna de la vida. Pero…
—Pero —dijo David— es una maldita cuna que aplasta a sus ocupantes. Por lo menos, esto no podría ocurrir ahora. No totalmente de esta manera, de todos modos. La vida desarrolló ciclos complejos de realimentación, que controlan el flujo de masa y energía a través de los sistemas de la Tierra. Siempre hemos creído que la Tierra viviente era una totalidad de belleza. No lo es. La vida tuvo que aprender a defenderse del salvajismo geológico aleatorio del planeta.
Finalmente llegaron a un tiempo que estaba más profundo que cualquiera de las glaciaciones.
Esta joven Tierra tenía poco en común con el mundo en que se iba a convertir. El aire era visiblemente espeso, irrespirable, aplastante. No había colinas ni orillas, precipicios ni bosques. Una gran extensión del planeta parecía estar cubierta por un océano poco profundo sin continentes que lo dividan. El lecho marino era una corteza fina, resquebrajada y rota por ríos de lava que escaldaban los mares. Con frecuencia, gases espesos nublaban el planeta durante años. El proceso lo interrumpían los volcanes que se erguían por encima de la superficie y absorbían los gases llevándolos de vuelta hacia el interior.
Visto a través del espeso smog que se desplazaba, el Sol era una esfera fulgurante y feroz. La Luna era un enorme plato playo, y ya se podían reconocer sus rasgos actuales hoy conocidos.
Tanto la Luna como el Sol parecían correr por el cielo. Esta joven Tierra giraba con rapidez sobre su eje, frecuentemente hundiendo su superficie y su frágil cargamento de vida en la noche, mientras altísimas mareas barrían el castigado planeta.
Los antepasados que había en este sitio hostil no eran ambiciosos; generación tras generación de células sin características singulares vivían en enormes comunidades próximas a la superficie de aguas poco profundas. Cada comunidad empezaba como una masa de materia parecida a una esponja, que se habría de marchitar otra vez, estrato sobre estrato, hasta quedar una mancha única de verdor flotando en la superficie y deslizándose por el océano para fusionarse con alguna comunidad más antigua.
El cielo estaba muy ocupado, lleno de vida con el resplandor de meteoros gigantes que volvían al espacio profundo. Con frecuencia —con terrible frecuencia—, murallas de agua de varios kilómetros de altura corrían por todo el globo y convergían sobre una herida ardiente producida por el impacto desde el cual un asteroide o un cometa salían disparados hacia el espacio, iluminando brevemente el cielo lastimado antes de ir disminuyendo de tamaño en la oscuridad.
La violencia y lo frecuente de esos impactos parecía ir en aumento.
Y entonces, de manera repentina, la vida verde de los colchones de algas empezaba a emigrar por toda la superficie de los jóvenes y turbulentos océanos, arrastrando con ella a la cadena de antepasados, y también el punto de vista de Bobby. Las colonias de algas se fusionaban, volvían a desaparecer, se fusionaban, como si se hubieran estado consumiendo para regresar hacia un núcleo común.
Por fin se encontraron en un estanque aislado que se había formado en la depresión de un cráter amplio y de un impacto profundo, como si se hubiera tratado de una luna inundada. Bobby vio montañas de bordes puntiagudos, un pico central corto y romo. El estanque era de un verde deslucido, ceniciento y, en alguna parte de su interior, las cadenas de antepasados continuaban su ciego trabajo incesante y esforzado de regreso a la Nada.
De pronto, la tintura verde se marchitó, reduciéndose a pequeñas manchas aisladas y la superficie del lago dentro del cráter quedó cubierta con una nueva clase de espuma flotante, una maraña espesa ligeramente marrón.
—…Oh —susurró David, como si estuviera conmocionado—. Acabamos de perder la clorofila: la capacidad de elaborar energía a partir de la luz solar. ¿Ves lo que sucedió? A esta comunidad de organismos se la aisló del resto mediante algún impacto o accidente geológico, quizás el evento que formó este cráter. Acá se acabaron los nutrientes. A los organismos se los obligó a mutar o morir.
—Y mutar, mutaron —dijo Bobby—. Porque si no…
—Si no, no existiríamos.
Se sucedió una ráfaga de violencia, un borroneo de movimientos, avasallador e irresuelto: quizás éste era el fenómeno violento, aislante, sobre el que David había teorizado.
Cuando hubo terminado, Bobby se encontró debajo del mar una vez más, contemplando una maraña de espesa espuma marrón que se aferraba a una chimenea de humo, difusamente iluminada por el fulgor interno de la Tierra.
—Entonces, se llegó a esto —dijo David como comprendiendo—. Nuestros antepasados en lo más profundo del tiempo eran comedores de rocas, termófilos o, quizás, hipertermófilos, es decir, adaptados a las más elevadas temperaturas. Consumían los minerales que esas chimeneas inyectaban en el agua: hierro, azufre, hidrógeno. Toscos, ineficaces, pero vigorosos. No precisaban luz ni oxígeno; ni siquiera material orgánico.
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