Ésta era la punta sur de África, al este del cabo de Buena Esperanza. El grupo ancestral había llegado a una cueva próxima a la playa, de la cual sobresalían rocas sedimentarias gruesas y de color tostado.
Parecía ser un lugar generoso. Prado y bosque, dominados por arbustos y árboles que presentaban enormes flores espinosas y coloridas y que se extendían justo hasta llegar al borde del mar. El océano era calmo, y pájaros marinos describían círculos en lo alto. La línea de playa intercostera era rica en algas pardas, medusas y calamares varados.
En el bosque se podía cazar. Al principio divisaron animales con los que estaban familiarizados, tales como el antílope eland, la gacela sudafricana, el elefante y el cerdo salvaje, pero a medida que ahondaban más en el tiempo se veían especies no tan conocidas: el búfalo de cuernos largos, el antílope gigante de Sudáfrica, una clase de caballo gigante que tenía rayas como una cebra.
Y aquí, en estas cuevas que nada tenían de notable, los ancestros permanecieron, generación tras generación.
El ritmo del cambio era ahora terriblemente lento. Al principio, los ancestros llevaban ropa pero, a medida que centenares de generaciones se marchitaban, la ropa era de calidad cada vez peor y, a la larga, ni siquiera eso. Cazaban con lanzas con punta de piedra y hachas de mano, ya no más con flechas. Pero también las herramientas de piedra eran cada vez más toscas; la cacería, menos ambiciosa, a menudo no más que unos intentos irregulares por rematar un eland herido.
En las cuevas, cuyo piso gradualmente se hundía más en el transcurso de los milenios, a medida que estratos sucesivos de detritos humanos se eliminaba, al principio hubo algo así como el nivel más complejo de una sociedad humana. Hasta había arte, imágenes de animales y de seres humanos laboriosamente pintados en las paredes con dedos manchados con tinturas.
Pero al final, más de mil doscientas generaciones atrás, las paredes quedaron en blanco y las últimas imágenes toscas ya se habían erradicado.
David sintió un escalofrío, había llegado a un mundo sin arte: no había pinturas, ni novelas, ni esculturas, quizá ni siquiera cantos o poesía. El mundo se estaba quedando vacío de pensamientos.
Cada vez más profundamente cayeron, a través de tres, cuatro, mil generaciones: un inmenso desierto de tiempo, cruzado por una cadena de ancestros que se reproducían y tenían trifulcas en esa cueva carente de ornamentación. Esta sucesión de abuelas exhibía muy pocos cambios de importancia… pero David creyó haber descubierto una cada vez mayor vaguedad, una perplejidad, incluso un estado de miedo habitual, producido por la falta de comprensión, en esas caras oscuras.
Por fin se produjo una discontinuidad súbita y discordante. Y esta vez no fue el paisaje el que había cambiado sino la cara de los ancestros en sí.
David frenó la caída y los hermanos miraron a esta sumamente remota abuela, que atisbaba desde la boca de la cueva africana en la que sus descendientes iban a morar durante miles de generaciones.
La cara de esa antecesora tenía un tamaño mayor que lo normal, los ojos estaban muy separados, la nariz era aplanada y los rasgos estaban muy separados entre sí, como si a toda la cara se la hubiera estirado para ensancharla. La mandíbula era gruesa, pero la barbilla era pequeña y huidiza. Y sobresaliendo de la frente había un inmenso arco superciliar, una protuberancia ósea parecida a un tumor, que empujaba hacia abajo la cara y que hacía que los ojos quedaran hundidos en las enormes órbitas oculares formadas por huesos duros. Una protuberancia en la parte de atrás de la cabeza desplazaba el peso de esos inmensos arcos superciliares, pero hacía que la cabeza se ladeara hacia abajo, de modo que la barbilla quedara casi apoyada sobre el pecho, mientras el macizo cuello serpenteaba hacia adelante.
Pero los ojos tenían una mirada clara y de comprensión.
Era más humana que cualquier simio y, sin embargo, no era humana. Y era ese grado de proximidad, y aun así de diferencia, lo que perturbaba a David.
Ella era, sin la menor duda, una Neanderthal.
—Es hermosa —dijo Bobby.
—Sí —susurró David—. Esto va a mandar a los paleontólogos de vuelta al tablero de dibujo. —Sonrió, regodeándose con la idea.
Y, se preguntó súbitamente, ¿cuántos observadores de su propio lejano futuro los iban a estar estudiando a él y a su hermano aun ahora, cuando se convertían en los primeros seres humanos que se enfrentaban con sus propios ancestros provenientes de lo profundo de los tiempos? David suponía que nunca podría empezar a imaginar la forma de aquellos antecesores, las herramientas que usaban, sus pensamientos aun cuando esta abuela Neanderthal seguramente nunca podría haber previsto la existencia de este laboratorio, de este hermano seminvisible, ni de los chiches relucientes que había aquí.
Y más allá de esos observadores, todavía más adentro en el futuro, debía de haber otros que los observaban a ellos a su vez y así todo el tiempo, cada vez más adentro del aún más inimaginable futuro, en tanto la humanidad, o aquellos que sucedieran a los seres humanos, persistiera. Era un pensamiento escalofriante, aplastante.
Todo eso suponiendo que el Ajenjo perdonara a alguien, en primer lugar.
—…Oh —susurró Bobby. Parecía estar decepcionado.
—¿Qué pasa?
—No es culpa tuya. Yo conocía el riesgo. —Hubo un leve crujido de tela, una sombra borrosa.
David se volvió, Bobby se había ido.
Pero ahí estaba Hiram, irrumpiendo como una tromba en el laboratorio, haciendo tronar puertas y aullando:
—¡Los tengo! ¡Maldición, los tengo! —palmeó a David en la espalda—. Ese seguimiento por el adn funcionó de maravillas, Manzoni y Mary, las dos juntas. —Levantó la cabeza.
—¿Me oyes, Bobby? Sé que estás acá. Las tengo. Y si quieres volver a ver otra vez a cualquiera de ellas, tienes que venir a mí. ¿Entendiste eso?
David se quedó mirando los profundos ojos de su ancestro perdida, un miembro de una especie diferente, quinientas generaciones alejada de él mismo… y apagó la pantalla flexible.
27. LA HISTORIA DE LA FAMILIA
Cuando se la devolvió por la fuerza a la sociedad humana libre, Kate se sintió aliviada al descubrir que se la había declarado inocente de la sentencia penal que se le había impuesto. Pero quedó anonadada al descubrir que se la separaba de Mary, de sus amigos y que se la encarcelaba de inmediato… por disposición de Hiram Patterson.
La puerta que daba a la suite se abrió, tal como lo hacía dos veces por día.
Ahí quedaba parada una guardia: una mujer alta, esbelta y elástica, que iba vestida con un sobrio traje como de directivo empresario. Hasta era hermosa… pero con cara que carecía por completo de gestos y una mirada muerta que Kate encontraba escalofriante.
Su nombre, Kate se había enterado, era Mae Wilson.
Wilson empujaba un pequeño carrito a través de la puerta, arrastraba afuera el del día anterior, lanzaba una rápida mirada profesional por toda la habitación y después cerraba la puerta. Y eso era todo, terminaba su trabajo sin que se pronunciara una sola palabra.
Kate había estado sentada en el único mueble de la habitación, una cama. Ahora se paró y cruzó hacia el carrito; empujó hacia atrás la tapa blanca de papel que lo cubría: había carne fría, ensalada, pan, fruta y bebidas, un termo con café, agua en botella, jugo de naranja. En la bandeja inferior estaba el material que venía de la lavandería: ropa interior limpia, camisolas, sábanas para la cama. Las cosas de siempre.
Kate había agotado hacía mucho las posibilidades del carrito que venía dos veces por día: los platos de papel y los cubiertos de plástico eran inútiles para cualquier otra cosa que no fuera su propósito primordial, y casi inútiles para eso también. Incluso las ruedas del carrito eran de plástico blando.
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