Otro breve borrón de migraciones, y ahora había una nueva raza de ancestros: todavía con el característico cabello rubio rojizo y los ojos azules, pero sin vestigios de la nariz aguileña. En torno de las caras titilantes, David pudo ver fugazmente campos, pequeños y rectangulares, trabajados con arados de los que tiraban bueyes o, en épocas de mayor pobreza, por seres humanos inclusive. Había graneros de madera, ovejas y cerdos, ganado vacuno y cabras. Más allá de los campos agrupados vio terraplenes hechos en obra de tierra, lo que convertía la zona en un fuerte… pero bruscamente, cuando se hundieron con mayor profundidad en el pasado, a las obras de tierra las reemplazó una empalizada más tosca de madera.
Bobby dijo:
—El mundo se está volviendo más simple.
—Sí. ¿Cómo fue que lo expresó Francis Bacon?… “Los buenos efectos forjados por los fundadores de ciudades, los legisladores, los padres del pueblo, los extirpadores de tiranos y los héroes de esa clase, no se extienden más que por lapsos breves; en tanto que la obra del Inventor, si bien es algo de menos pompa y apariencia, se siente por doquier y dura para siempre”. En este preciso momento se está librando la guerra de Troya con armas de bronce. Pero el bronce se rompe con facilidad, lo que explica por qué la guerra duró veinte años, relativamente con pocas bajas. Nos hemos olvidado de cómo fabricar hierro, así que no nos podemos matar los unos a los otros con tanta eficiencia como solíamos tener…
Continuaba el trabajo afanoso y con ahínco en los campos, prácticamente sin cambios de una generación a otra. Las ovejas y el ganado, si bien domesticados, se parecían mucho a las razas más silvestres.
Ciento cincuenta generaciones de profundidad, y las herramientas de bronce habían cedido el paso, por fin, a la piedra. Pero los campos que se trabajaban con piedra habían cambiado poco. Como el ritmo de cambios históricos había disminuido, David dejó pasar las imágenes con más rapidez. Transcurrieron doscientas, trescientas generaciones, las caras apenas vislumbradas convirtiéndose en forma borrosa en otras, lentamente moldeadas por el tiempo, el trabajo esforzado y la mezcla de genes.
Pero pronto eso significará nada, pensó David lúgubremente… nada, después del Día del Ajenjo. En esa oscura mañana, toda esta paciente lucha, el trabajo hasta deslomarse de miles de millones de vidas pequeñas, quedará arrasado. Todo lo que habremos aprendido y construido se perderá y hasta puede ser que ni siquiera queden mentes para recordar, para lamentar. Y la pared del tiempo estaba cercana, mucho más cercana que la primavera romana que habían llegado a ver. Podría quedar tan poco de la historia como para ponerse punto final a sí misma.
De pronto, ése fue un pensamiento insoportable, como si con la imaginación David hubiera absorbido la realidad del Ajenjo por primera vez. Tenemos que hallar una manera de empujarlo a un costado, pensó, por el bien de estos otros, de los antiguos que nos contemplan a través de la cámara Gusano. No debemos perder el significado de sus vidas ya desaparecidas.
Y entonces, de modo súbito, el fondo fue una mancha borrosa otra vez.
Bobby dijo:
—Nos volvimos nómadas. ¿Dónde estamos?
David pulsó un panel de referencia.
—Europa boreal. Nos hemos olvidado de cómo hacer agricultura. Las ciudades y los poblados se dispersaron. No más imperios, no más ciudades. Los seres humanos somos bestias bastante raras de hallar y vivimos en grupos y clanes nómadas, poblados que pueden durar una estación, o dos en el mejor de los casos.
Doce mil años más atrás detuvo la exploración.
Ella pudo haber tenido quince años de edad y sobre la mejilla izquierda llevaba, toscamente tatuado, un sello redondo de alguna clase. Parecía estar con una salud vigorosa. Llevaba un bebé envuelto en cuero de animal —mi lejano bistío, pensó David distraídamente— y ella le estaba acariciando la redonda mejilla. La mujer llevaba calzado, calzas y una capa pesada de hojas entretejidas. A sus otras prendas parecía que se las había unido con costuras formadas a partir de tiras de piel. Tenía hierbas metidas dentro del calzado y debajo de su tocado, probablemente para obtener aislación contra el frío.
Mientras acunaba a su bebé caminaba detrás de un grupo de otros seres humanos: hombres, mujeres con bebés, niños. Se estaban abriendo camino hacia arriba en una lomada baja e inclinada. Caminaban con aire indiferente, a un ritmo que parecía destinado a llevarlos muchos kilómetros. Pero algunos de los adultos tenían lanzas con punta de pedernal prontas a entrar en acción, posiblemente para estar en guardia contra el ataque de animales, más que para enfrentar alguna amenaza de otros seres humanos.
La mujer alcanzó la parte superior de la lomada. David y Bobby, que se desplazaban sobre el hombro de su abuela, miraron con ella la tierra que estaba más allá.
—¡Oh, Dios! —exclamó David— ¡Oh, Dios!
Estaban mirando una planicie amplia y extensa. Muy a lo lejos, quizás al norte, había montañas, oscuras y que se cernían amenazadoras, veteadas con el brillo enceguecedor de los glaciares. El cielo era azul y límpido como un cristal; el Sol estaba alto.
No había humo ni división de campos ni vallados. A todas las marcas que habían hecho los seres se las había borrado de este mundo gélido.
Pero el valle no estaba vacío.
…Era como una alfombra, pensó David: una alfombra móvil de cuerpos parecidos a grandes bloques de piedra, cada uno recubierto con una pelambre larga color rojo amarronado que colgaba hasta el suelo, como la piel de un buey almizcleño. Se desplazaban con lentitud alimentándose al mismo tiempo; la manada más grande estaba constituida por grupos dispersos. En el borde próximo de la manada, uno de los ejemplares jóvenes escapó del lado de sus padres sin la menor cautela y empezó a tocar el suelo con la pata. Un lobo macilento, de pelambre blanca, avanzó sigilosamente hacia el animalito. La madre de la cría se separó de la manada, y mostró sus curvos colmillos destellantes. El lobo huyó.
—Mamuts —dijo Bobby.
—Debe de haber decenas de miles. ¿Y qué son ellos , una especie de venado? ¿Esos son camellos? Y… ¡oh, Dios mío… creo que es un tigre dientes de sable!
—Leones, tigres y osos —dijo David—. ¿Quieres continuar?
—Sí. Sí, continuemos.
El valle de la Edad del Hielo desapareció, como si lo hubiera hecho dentro de la niebla, y únicamente quedaron las caras humanas, cayendo y desapareciendo como las hojas de un almanaque.
David todavía pensaba que podía reconocer la cara de sus ancestros: redonda, casi siempre devastadoramente jóvenes cuando daban a luz y, aun así, conservando esa configuración de los ojos azules y el cabello rubio rojizo.
Pero el mundo había cambiado en forma espectacular.
Grandes tormentas martillaban en el cielo; algunas duraban años. Los ancestros luchaban para pasar por paisajes de hielo y sequía, incluso por el desierto, hambrientos, sedientos, nunca en buen estado de salud.
— Hemos tenido suerte —dijo David—. Tuvimos milenios de relativa estabilidad climática: tiempo suficiente para descubrir la agricultura, construir nuestras ciudades y conquistar el mundo. Antes de eso, esto.
—Tan tremendamente frágiles —añadió Bobby, maravillado.
Más de mil generaciones más atrás, las caras empezaron a ponerse oscuras.
—Estamos emigrando hacia el sur —señaló David—: estamos perdiendo nuestra adaptación a los climas más fríos. ¿Estamos volviendo a África?
—Sí —sonrió David—. Estamos volviendo a casa.
Y en una docena de generaciones más, cuando esta primera gran migración se deshizo, las imágenes empezaron a estabilizarse.
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