Bobby y Kate se deslizaban con pasos suaves, inconspicuos, de un grupo a otro. Con habilidad que era producto de la práctica se unían a una multitud transitoria, se escurrían hacia el centro de ella y después, cuando el gentío se separaba, volvían a partir, siempre en una dirección diferente de aquella en la que habían venido. Si no había más alternativa, iban caminando para atrás inclusive, volviendo sobre sus pasos. Su avance era lento. Pero a cualquier observador con cámara Gusano le resultaba del todo imposible seguirles el rastro durante más que algunos pasos: una estrategia tan efectiva en verdad, que Bobby se preguntaba cuántos Refugiados más habría aquí hoy, desplazándose a través de las multitudes como fantasmas.
Resultaba evidente que, a pesar del colapso climático y de la pobreza general, Londres seguía atrayendo turistas. La gente todavía venía aquí, supuestamente para visitar las galerías de arte y ver los antiguos edificios y palacios que había dejado desocupados la familia real de Inglaterra, luego de trasladarse a un trono más soleado en la monárquica Australia.
Pero también era tristemente claro que esta ciudad había visto mejores días. La mayoría de las tiendas eran ferias de regateo ubicadas en locales sin fachada, y había muchos lotes vacíos, como dientes que faltaran de la sonrisa de un viejo. Así y todo, las aceras de esta ancha calle, una arteria que corría de este a oeste, y que fuera hace mucho una de las principales zonas de compras de la ciudad, estaban pobladas por ríos de gente que se desplazaban con tremenda lentitud… y eso la convertía en un buen lugar para ocultarse.
Pero Bobby no disfrutaba de la presión de la carne circundante. Cuatro años después de que Kate le hubiera apagado el implante, sabía que todavía se sobresaltaba con demasiada facilidad, y sentía repulsión al primer contacto no deseado con las personas.
Le disgustaban de especial manera los vientres y las fofas nalgas de los muchos japoneses de edad madura que pululaban por aquí: Japón parecía ser una nación que había reaccionado a la cámara Gusano con una conversión masiva al nudismo.
En ese momento, por encima del bullicio de las conversaciones que se producían en derredor, Bobby pudo discernir un grito:
—¡Ea! ¡Abran paso!
Delante de ellos, la gente se separó, dispersándose como si algún animal salvaje los hubiera estado obligando a dejarle lugar. Bobby tiró de Kate y se metieron en el portal de una tienda.
A través del molesto río de gente venía un rickshaw tirado por un londinense gordo con el torso desnudo hasta la cintura, con grandes manchones de sudor debajo de sus carnosas tetillas. La mujer que iba arriba del vehículo, y que estaba hablándole a su implante de muñeca, podría haber sido estadounidense.
Cuando el carro pasó, Bobby y Kate se unieron a la corriente de peatones que se estaba formando de nuevo. Bobby deslizó la mano, de modo que los dedos rozaran la palma de Kate, y empezó a decir, usando el alfabeto de señales táctiles:
— Un tipo encantador.
— No es su culpa —respondió Kate del mismo modo—. Mira a tu alrededor. Probablemente un tipo de rickshaw otrora ministro de Hacienda…
Se apresuraron aún más, abriéndose camino hacia la intersección de la calle Oxford con Tottenham Court Road. Las multitudes se hicieron un poco menos espesas cuando dejaron atrás Oxford Circus, y Kate y Bobby se desplazaron con mayor cautela y velocidad, conscientes de que estaban expuestos. Bobby se aseguró de estar al tanto de las rutas de escape, definida por varias avenidas disponibles en cualquier momento.
Kate llevaba la capucha de su recubrimiento un poco abierta pero, debajo de eso, su máscara térmica era suave y anónima. Cuando se quedaba quieta, los proyectores de hologramas del recubrimiento, al lanzar imágenes del fondo que tenía en derredor, se estabilizaban y la volvían razonablemente invisible desde cualquier ángulo alrededor de ella… una buena ilusión, al menos, hasta que se iniciaba el desplazamiento otra vez y el retardo en el procesamiento hacía que la imagen falsa de Kate se deshiciera en fragmentos y se volviera borrosa. Pero, a pesar de las limitaciones, un recubrimiento inteligente podría descolocar a un operador descuidado o distraído de cámara Gusano, y por eso valía la pena usarlo.
Con esa misma intención, tanto Bobby como Kate hoy estaban usando sus máscaras térmicas, moldeadas de manera de brindar un anonimato sin fisuras. Las máscaras emitían diagramas térmicos infrarrojos y eran tremendamente incómodas, pues sus elementos incorporados de emisión de calor estaban directamente apoyados sobre la piel de quien las usaba. Era posible llevar máscaras corporales que cubrieran todo el cuerpo, las que funcionaban según el mismo principio; algunas tenían la capacidad, inclusive, de enmascarar el diagrama térmico infrarrojo característico de un hombre y hacerlo aparecer como de mujer, y viceversa. Pero Bobby, después de haberse probado el suspensorio masculino obligatorio que se sujetaba con alambres generadores de calor, se había echado atrás antes de llegar a esa situación particular de incomodidad.
Pasaron una casa residencial de la ciudad que, posiblemente, había sido una tienda transformada, cuyas paredes habían sido reemplazadas por hojas de vidrio transparente. Al mirar en las habitaciones brillantemente iluminadas, Bobby pudo ver que hasta los pisos y cielo rasos eran transparentes, lo mismo que muchos de los muebles… y hasta el baño. La gente se desplazaba desnuda por las habitaciones, aparentemente sin prestar la más mínima atención a las miradas de la gente en la calle. Este hogar era otra reacción más al efecto de observación de la cámara Gusano, una declaración en-la-propia-cara-de-los-fisgones, así como un recordatorio constante para los ocupantes en sí de que cualquier forma manifiesta de vida privada era ahora, y para siempre, ilusoria.
En la intersección con Tottenham Court Road se acercaron a las ruinas de Center Point: un bloque de torres, nunca ocupadas del todo y después destrozadas durante el peor momento del problema generado por el terrorismo de los separatistas escoceses.
Y fue aquí que Bobby y Kate se encontraron, tal como se lo habían prometido.
Un contorno que brillaba con luz trémula bloqueó la trayectoria de Bobby. Logró percibir una máscara térmica dentro de una capucha de recubrimiento inteligente y una mano se extendió hacia la de él. Le tomó unos segundos sintonizarse con la forma rápida y confiada de comunicación táctil en las manos.
—…25. 4712425. Soy 4712425. Soy…
Bobby dio un golpecito rápido con su propia mano y contestó:
—Te tengo. 4712425. 5650982 yo 8736540 otro.
— Bien fiuu bien por fin —llegó la respuesta, firme y segura—. Vamos ahora.
El extraño los condujo fuera de la calle principal y hacia un laberinto de callejones. Bobby y Kate, todavía tomados de la mano, se mantuvieron en los costados de la calle, ocultos en las sombras toda vez que les era posible. Pero evitaban los quicios, la mayoría de los cuales estaban ocupadas por pordioseros.
Bobby deslizó la mano dentro de la del extraño.
— Creo conocerte.
La otra mano, con una forma icónica, registró alarma.
— Y con eso se acaban los recubrimientos y los malditamente inútiles números. —El extraño se refería al número anónimo de identificación que a cada miembro de la red mundial informal de tribus de Refugiados se instaba a usar. Los números se proporcionaban a pedido desde una fuente central, accesible por cámara Gusano, de la que se rumoreaba que era un generador aleatorio de números que se hallaba sepultado en una mina fuera de uso de Montana y que trabajaba sobre la base de principios de mecánica cuántica, imposibles de descifrar.
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