Los ojos de Tully fueron de ella hacia las demás y luego volvieron a Pyanfar.
—¿Tratas con él?
—No, Quiero algo a cambio de las vidas hani y el cargamento perdido. Quiero a ese gran hakkikt. ¿Me has oído, Tully?
—Sí —dijo Tully de pronto—. Yo quiero lo mismo.
—Tía… —protestó débilmente Hilfy.
—Quieres trabajar —dijo Pyanfar, ignorando la inquietud de su sobrina—. Ya habrá ocasión para ello. Pero debes esperar, Tully. Debes descansar. Cuando cambie la guardia te volveré a llamar. Comerás con nosotras. Comida, ¿entiendes? Pero antes debes descansar un poco, ¿me has oído? Si quieres trabajar en mi nave deberás obedecer antes mis órdenes. Seguir mis instrucciones. ¿Entendido?
—Sí —dijo él.
—Entonces, vete. Haral y Hilfy te llevarán otra vez abajo. Vete.
Con un gesto de asentimiento el intruso se dejó llevar por Hilfy y Haral sin que ninguna de ellas se volviera a mirarla mientras se iban. Tampoco el intruso la miró. Pyanfar se quedó viendo cómo se marchaban y de pronto descubrió que se estaba frotando inconscientemente la mano que él le había tocado.
Los gemidos de la canción knnn resonaron de nuevo en el comunicador. Los knnn eran vecinos de los kif, y eso valía la pena tenerlo en cuenta. Éste en particular resultaba más comunicativo de lo normal. Nadie había llegado a estar nunca demasiado seguro de cuántos sentidos tenían los knnn ni de qué les impulsaba a ir de una estrella a otra.
Pyanfar se volvió hacia la consola del comunicador y conectó la tecla de Grabación, haciendo pasar otra vez la canción por el traductor. No obtuvo más información que la vez anterior. La canción se detuvo de pronto, quedando sólo el incesante susurro del polvo. El sistema de Urtur se había vuelto repentinamente muy silencioso.
En el traductor se oía todavía algo de estática: la voz de Haral o la de Hilfy. Pero el Extraño permanecía callado mientras le conducían de nuevo a su camarote. La ponía algo nerviosa el no tenerlo delante para vigilarlo: quizás estaba loco después de todo. Quizá pensara suicidarse y dejarlas sin nada que enseñar del hallazgo, salvo un litigio con los kif. Y, después de todo, el único modo de impedirle que se matara sería tomar medidas que no aumentarían precisamente su buena voluntad hacia Pyanfar.
Pero la venganza era un buen propósito, algo que hacía la vida digna de ser vivida. Y Pyanfar le había ofrecido precisamente eso.
Recordó el rostro que había tenido tan cerca: sus ojos brillantes y algo enloquecidos, esa mano tan fría como algo que llevara una hora muerto, y se obligó a no olvidar que esa criatura había luchado sin ayuda contra un enemigo capaz de convertir a los stsho en gelatina temblorosa.
En sus rasgos se dibujó algo parecido a una sonrisa: un leve arquearse de los labios y un fruncimiento de nariz mientras contemplaba pensativa la imagen del telescopio.
No era posible evitar el enfrentamiento. No con ese príncipe kif, ese hakkikt Akukkakk cuya supervivencia personal dependía del Extraño: todos sus seguidores se volverían contra él si perdía la dignidad a causa del asunto. Era él quien había dejado que se le escapara el Extraño; quizás algún pequeño descuido, el viejo juego kif de atormentar a sus víctimas con promesas y amenazas, destrozando lentamente su voluntad. Un viejo juego; un juego que la raza hani entendía; algo irresistible para un kif, que se alimentaba con el miedo infligido a sus víctimas.
Akukkakk debía borrar ese molesto descuido cometido en Punto de Encuentro. Habría estado igualmente obligado a vengarse sólo con que le hubieran robado una baratija en el muelle, pero Tully, el Extraño, era mucho más. Una especie capaz de comunicarse y viajar por el espacio, desconocida hasta ahora, en tal posición que se había topado con los kif sin pasar antes por regiones más civilizadas… Los kif tenían nuevos vecinos.
Un posible peligro para ellos.
Una posible expansión de sus terrenos de caza en direcciones que nada tenían que ver con los mahendo’sat o los hani. Había mucho en juego, un premio increíblemente alto reposando sobre un pobre fugitivo solitario.
Antes de que esto hubiera terminado Urtur estaría a rebosar de kif.
Fue al armario de comunicaciones y empezó a buscar las piezas necesarias para montar un transmisor de cierta potencia. Luego despertó a Chur y la envió a las zonas más oscuras de la circunferencia de la Orgullo en busca de otras cosas.
Lo que estaban construyendo en las gélidas entrañas de la Orgullo bajo las luces de los focos era un monstruo, igual que Tully. Había empezado teniendo una forma vagamente hani y en su origen fue una cápsula para operar fuera de la nave a la que se le habían ido quitando partes y que nunca consiguieron endilgarle a otra nave hani. El artefacto se había ido haciendo más y más largo y ahora, cortado en secciones cubiertas de tubos y conductos, poseía un ruidoso y no muy fiable sistema de mantenimiento vital.
—Traed a Tully —dijo Pyanfar, colocando la última sólida dura que debía hacer funcionar el sistema—. Despenadle y traedle aquí. —Y Chur, cubierta como las demás con el polvo y la suciedad de su trabajo, fue a cumplir la orden.
Pyanfar siguió trabajando, sudando y lanzando una maldición cuando el sistema se estropeó de nuevo lanzando una nubecilla de humo. Quitó la pieza estropeada y buscó una nueva, colocándola en su lugar y felicitándose luego al comprobar que por fin funcionaba: con una vibración suave, una hilera de luces verdes se encendió y apagó a lo largo del cinturón y dentro del casco, Sonrió una vez más y se limpió las manos en los pantalones azules de faena que se había puesto para llevar a cabo esta sucia labor. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había llevado esa ropa azul llena de remiendos y había tenido las manos llenas de ampollas. En su juventud había hecho trabajos parecidos obedeciendo a otra capitana de la Orgullo, pero sólo Haral y Tirun podían recordar tales días. Se lamió la quemadura de un dedo y se acuclilló sobre la cubierta, observando satisfecha el funcionamiento de la unidad. Dejemos que trabaje un poco, decidió, para ver si puede aguantar. El traje parecía devolverle la mirada, rígido e inmóvil sobre sus enormes pies, reflejándola como una lejana miniatura sobre la curvatura del visor. Parecía un demonio mahendo’sat: le faltaban dos miembros para poder mantener con orgullo tal pretensión pero con todas las tuberías al descubierto y sus proporciones deformes resultaba bastante horrible recortado contra la oscuridad del taller. Al olor de la soldadura se mezclaba un débil aroma a sangre. Un cubo iba recogiendo las gotas de sangre que, de vez en cuando, caían en los despojos que colgaban bajo las luces, detrás del traje. Su tamaño era un poco superior al de una hani: lo habían suspendido con una cadena del riel superior del montacargas, con su flaca y alargada cabeza colgando de un cuello aún más prolongado, para que se descongelara y fuera goteando. El calor de las luces estaba empezando a conseguir que oliera mal. Los largos miembros ya habían recobrado casi la flexibilidad y el vientre abría su oscuro agujero. Uruus: una carne dulce y llena de grasa, cuyos mejores bistecs ya iban en dirección de la cocina. El despojo estaba lleno de cortes pero eso no hacía sino alargar los miembros y prolongar la línea de los cuartos traseros.
La puerta, perdida en la oscura lejanía, se abrió y volvió a cerrarse; luego se oyó el roce de unos pasos sobre el suelo metálico. Pyanfar preparó su traductor y no logró recibir nada pero podía ver cómo las luces se iban encendiendo en el vasto recinto oscuro, reflejándose de un modo espectral a causa de la curvatura de la cubierta superior que constituía el techo de la vasta cámara de almacenamiento. Pronto distinguió dos siluetas, una de ellas muy alta y pálida. Siguió esperando, sentada, mientras las luces iban encendiéndose y apagándose a lo largo de la cámara, como si la secuencia automática fuera acercando a ella cada vez más las dos figuras.
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