Naturalmente, Richard oyó estos tambores que sonaban con fuerza en la selva del hampa.
La investigación del detective Pat Kane no conducía a nada. No encontraba por ninguna parte a Danny Deppner. Barbara Deppner no había recibido ninguna noticia suya, y repetía a Kane que debía de estar muerto, que Richard Kuklinski lo habría matado, sin duda. Pero no había ninguna prueba de esto, ningún cadáver, nada.
Pero el detective Kane seguía creyendo que Richard era un frío asesino a sueldo, un maestro del crimen capaz de cometer asesinatos impunes. Todo esto afectaba mucho al joven Kane. Aquello estaba derrumbando su fe en los conceptos del bien y de la justicia. Empezaba a beber más de lo conveniente. Sus relaciones con su esposa, Terry, se estaban volviendo tensas. Hasta sus colegas opinaban que «daba más importancia a aquel asunto de la que tenía en realidad».
Pero Kane no estaba dispuesto a rendirse. Siguió trabajando en el caso sin descanso, siguió estudiando la mentira descarada, insidiosa, que era, según creía, la vida de Richard Kuklinski. Kane sabía que a Richard lo apreciaban sus vecinos, que lo consideraban un buen padre de familia. Sabía también que iba a misa todos los domingos, que hasta ejercía de sacristán en la iglesia. Pero estaba convencido de que Richard era un monstruo, un agente del mismo diablo, disfrazado de padre de familia. Kane era hombre religioso, creía fervorosamente en la Iglesia católica y en todas sus enseñanzas y preceptos. Estaba seguro de que Dios le había encomendado la misión de poner fin a la carrera sangrienta de Richard Kuklinski, una misión en la que él no podía fracasar.
Kane no podía dejar de acordarse de cómo había matado Kuklinski a Gary Smith con una hamburguesa envenenada porque este había ido a ver a su hija pequeña. ¿Qué diablo de hombre era capaz de hacer una cosa así? Recordaba también cómo había roto de un puñetazo los parabrisas de los coches de un adolescente y de una mujer por discusiones de tráfico sin importancia.
En vista de que no podía acudir a ninguna otra parte, Kane volvió a empezar por el principio y fue a visitar a Percy House. House seguía en la cárcel, seguía sin poder salir bajo fianza.
Percy House era un forajido brutal, un matón bravucón que abusaba de los que eran más débiles que él. Solía pegar a Gary Smith y a Danny por no cumplir sus órdenes; pegaba a Barbara Deppner; hasta pegaba a los hijos de esta.
A Richard no le caía bien en absoluto Percy House. Había visto a Gary después de que Percy le hubiera dado una paliza, y parecía que lo había atropellado un camión. Richard habría matado a Percy House sin dudarlo si no hubiera sido porque la hermana de este estaba casada con Phil Solimene. House llevaba ya muchos meses metido en la cárcel, y se le había amargado todavía más el carácter, si cabe. Cuando Kane habló con él, fue directamente al grano.
– Quiero a Kuklinski. Sé quién es y a qué se dedica. Si me ayudas a atraparlo, me encargaré de que puedas llegar a un acuerdo de alguna manera, para que puedas salir de esta. Si tú me ayudas, yo te ayudaré a ti. Te doy mi palabra de honor. Si no, ¡me encargaré de que te pudras en la cárcel! ¡De que te pudras de verdad! -añadió.
Percy House tenía miedo a Richard. Sabía lo peligroso que era Richard, sabía que para él matar era tan natural como rascarse. Pero no le gustaba nada estar en la cárcel; quería salir libre, y sabía que la única manera de salir sería hablar, contar lo que sabía, llegar a un acuerdo. Sin embargo, la perspectiva de tener que entendérselas con Richard era temible, aterradora. Respiró hondo, y dijo por fin:
– Mire… puedo darle algunos nombres. No digo que los matara Richard, el Grandullón… pero hay quien dice que los mató él.
Y House habló a Kane de los asesinatos de tres personas: Louis Masgay, George Malliband y Paul Hoffman. Había oído hablar de estas muertes porque se las había contado su cuñado, Phil Solimene; y así cobró nueva vida de pronto la investigación sobre Richard Kuklinski.
Kane, provisto de esta información, se puso a investigar las tres muertes. No apreciaba a Percy House, ni confiaba en él, pero le parecía que estaba diciendo la verdad; aunque necesitaría pruebas tangibles para presentarlas ante un tribunal. Kane no tardó mucho tiempo en enterarse de que Richard Kuklinski había sido interrogado brevemente tras los asesinatos de Hoffman y de Masgay, y que había negado conocer a ninguno de los dos. La cosa había quedado así en ambos casos. Kane comprendió enseguida que el hecho de que los crímenes hubieran sucedido en jurisdicciones policiales distintas estaba impidiendo el avance de una investigación seria. Kane expuso lo que había descubierto al fiscal del Estado, Ed Denning.
– Espere un momento -dijo Denning-. Kuklinski… ese apellido me suena. Pero no en relación con esos asesinatos. Hace algún tiempo hubo un asesinato macabro, mataron a un sujeto llamado George Malliband. Este era uno de los nombres que dijo Percy House. Lo encontraron en Jersey City, metido en un bidón. Le habían pegado cinco tiros y lo habían descuartizado, le habían cortado una pierna para meterlo en el bidón. Era un hombre grande. El día que lo asesinaron había dicho a su hermano que iba a verse con ese tipo… con ese tal Richard Kuklinski.
– ¿Lo dice en serio? -dijo Kane, atónito.
– Pero nadie había visto a Kuklinski con Malliband -prosiguió Denning-, y la investigación no condujo a ninguna parte.
Ahora seguirá adelante, pensó Kane, y se prometió a sí mismo que no descansaría, pasara lo que pasara, hasta haber llegado hasta el fondo de aquel asunto. Todo lo que tenía importancia en su vida, sus hijos, su mujer, los demás casos de que se ocupaba, pasarían a un lugar secundario.
De vuelta en su despacho, Pat Kane escribió un informe en el que detallaba meticulosamente todo lo que había descubierto. El expediente de Richard Kuklinski iba creciendo. Por primera vez, un agente policial estudiaba las piezas, las sometía a un análisis detallado, intentaba encajar una con otra.
Pero cuando Kane contó a sus superiores y a sus compañeros lo que tenía, lo que creía, sencillamente no le creyeron. De hecho, se burlaron de él, se reían a sus espaldas, hacían bromas a costa de Kane. Al expediente que llevaba Kane sobre Kuklinski lo llamaban con sarcasmo «el proyecto Manhattan», que era el nombre que había recibido el proyecto de creación de la bomba atómica, por lo grueso que se había vuelto el archivador, lleno ya por entonces de fotos de los lugares de los crímenes y de los cadáveres, de mapas y de atestados policiales procedentes de muchas jurisdicciones.
Kane estaba en lo cierto, pero lo tomaban por tonto.
– Pat -le dijo con condescendencia uno de sus jefes-, estás diciendo que andas detrás de un tipo que envenena a sus víctimas, que las mata a tiros y las estrangula, y que también les corta las piernas. Eso no tiene consistencia. Vamos, Pat, ¡abre los ojos!
Pero Pat Kane seguía creyendo con firmeza que Richard Kuklinski era un asesino en serie diabólico oculto pero a la vista de todo el mundo, un maestro del crimen, y él estaba decidido a demostrarlo. Pero ¿cómo?, ¿por dónde empezar?
Kane sabía también que si estaba en lo cierto respecto de Kuklinski, su familia y él podían correr peligro fácilmente. Estaba seguro de que Percy House era capaz de hablar a Kuklinski de él. Sabía que Percy House podía intentar servirse de Kuklinski para quitarlo de la circulación a él, a Kane. Si faltaba Kane, House lo tendría más fácil para salir del apuro. Había sido Pat Kane quien había preparado toda la acusación contra House, quien había recopilado todos los detalles.
El jefe de Kane, John Leck, estaba preocupado por el joven Kane. Creía que era víctima de una fantasía. Los recursos eran escasos, y Leck no podía permitirse tener dedicado a uno de sus investigadores a asesinatos que habían tenido lugar en otras jurisdicciones, sobre todo teniendo en cuenta que las víctimas eran ladrones y tahúres, la escoria de la sociedad. ¿A quién le importaba aquello? Leck atribuyó los errores de Kane a su juventud, y recomendó a este que se centrara en otros casos, que superara aquella «obsesión» que tenía.
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