– Voy para allá -dijo Roy-. ¡Espérame! -añadió.
– ¿Estás loco? -replicó Richard; pero Roy colgó. Enfadado, Richard se volvió a su furgoneta. Se quedó allí sentado, sacudiendo la cabeza con desagrado, mientras veía a Rothenberg leer el periódico. Sabía que cuando volviera a salir de la tienda la mujer de Rothenberg, habría pasado el momento. Él no pensaba matarlo delante de su mujer. Rothenberg estaba aparcado hacia el extremo izquierdo del gran aparcamiento, cerca de un callejón entre dos edificios de bloques de cemento donde se descargaban mercancías de los camiones.
En efecto, Richard vio que el Lincoln blanco de DeMeo entraba en el aparcamiento a toda velocidad, con chirrido de neumáticas. Richard levantó los ojos al cielo en gesto de consternación. En el coche venían tres tipos, Freddie, Drácula y Chris. Richard vio que Freddie se fijaba en su furgoneta y la señalaba con el dedo. Se dirigieron hacia donde estaba Richard. Roy se bajó del coche y se acercó a la furgoneta.
– ¿Dónde está? -preguntó Roy.
– Allí; pero, no entiendo… ¿a qué viene todo esto? ¿Para qué te has traído a tu ejército?
Antes de que Roy hubiera tenido tiempo de responder, Richard vio que Rothenberg se bajaba de su coche y se dirigía al callejón, moviéndose aprisa, mirando atrás, con cara de susto.
– Os ha visto -dijo Richard, fastidiado. Se metió el 38 en los pantalones, se bajó de la furgoneta y siguió a Rothenberg, que echó a correr por el callejón. Cuando Richard llegó al callejón, sacó la 38, apuntó con cuidado, disparó dos veces y abatió a Rothenberg. Ocultó la pistola y se volvió hacia la furgoneta.
Roy se acercó a él.
– Un tiro estupendo, Rich -dijo, sonriendo.
– Ya -dijo Richard, subiendo a su furgoneta, conteniendo la ira.
– ¿Estás enfadado, Rich?
– Venga, Roy; acabo de cargarme a un tipo, quiero largarme de aquí echando leches -dijo Richard; y se puso en marcha.
Richard se perdió, pero pudo llegar al rato a la carretera Belt Parkway y se dirigió a su casa, pensando que Roy DeMeo estaba majareta, que había visto demasiadas películas de gánsteres. Y tampoco le gustaba que otros tres tipos hubieran visto el golpe: era una cosa más que tenía en contra de Roy DeMeo. La lista se alargaba.
Cuando Richard volvía para reunirse con su familia, un hombre que llevaba un Mustang rojo le cortó el paso. Richard se puso junto al Mustang rojo y empezó a insultar al tipo, le amenazó con el puño. El conductor del Mustang hizo a Richard la seña de levantar el dedo medio. Richard, irritado, lo siguió hasta que salió de la carretera y lo alcanzó en un semáforo. Estaban los dos solos. El tipo saltó de su coche. Richard lo mató de un tiro, cambió de sentido y lo dejó ahí tirado, junto a su coche, un nuevo asesinato sin resolver cuyo autor era Richard. Sin testigos y sin motivos apreciables, la Policía no podía hacer nada. Al poco rato, Richard tiró la 38 en un arroyo, pero conservó el silenciador. Había utilizado aquella pistola para matar a dos personas en un plazo de cuarenta minutos.
Richard llegó a su casa, se comió un emparedado de pavo con pan de centeno, se sentó en el cuarto de estar y se puso a ver la televisión con Barbara. Los niños estaban dormidos.
Unos detectives muy serios y enfadados fueron inmediatamente a buscar a Roy DeMeo y lo interrogaron sobre el asesinato de Paul Rothenberg. Él no quiso decirles nada más que su nombre y su dirección. Anthony Argrila, para suerte suya, estaba de excursión en barca cuando Richard había asesinado a su socio. Juró que no sabía nada de Roy DeMeo, nada de nada, dijo que su socio tenía «muchos tratos con gente de la que yo no sé nada».
– La verdad -dijo a los detectives incrédulos- es que tenía tratos con gente que yo ni conocía. La verdad es que creo… no creo, estoy seguro de que me estaba robando, ¿saben? -dijo.
Pero la Policía vigiló a Tony Argrila, y lo vieron reunirse varias veces con DeMeo, con lo que demostraron que mentía como un bellaco; pero tampoco podían hacer gran cosa al respecto de momento.
Roy DeMeo deseaba, más que nada en el mundo, ingresar en la Mafia como «hombre hecho», y tenía la esperanza de que aquel asesinato le sirviera para ello. Con una gran sonrisa en su cara regordeta, de ojos oscuros, Roy fue a visitar a Nino Gaggi en casa de este, en la avenida Cropsy, en Bensonhurst, y contó orgullosamente a su jefe (que esperaba que fuese su patrocinador, que lo hiciera ingresar en la familia Gambino) que Rothenberg había muerto y que él lo había visto caer. Gaggi quiso conocer todos los detalles, y Roy se los refirió con mucho gusto.
– ¡Buen trabajo, muy buen trabajo! -dijo Nino a Roy, orgulloso de él y de cómo se había quitado de encima aquel problema que podía haber sido grave. Abrazó y besó a Roy, según la costumbre. Poco se figuraba Nino Gaggi que Roy DeMeo no tardaría en hacer que el mundo se le viniera encima de la cabeza calva.
Richard no pidió ni recibió pago alguno por este golpe. Era un favor. Pero Roy le dijo más tarde: «Tú y yo estamos en paz», perdonando a Richard cincuenta mil dólares que le debía por entregas de pornografía. Parecía que todo estaba arreglado, limpio y en orden.
Lady y Puilly-Fuissé
Barbara Kuklinski esperaba los fines de semana con ilusión y, al mismo tiempo, los temía. Aunque nunca sabía cuándo estaría en casa Richard (solía salir de casa sin previo aviso, por menos de nada, a cualquier hora del día o de la noche), ella procuraba hacer planes contando con él. A Barbara le gustaba vestirse e ir a restaurantes buenos; le gustaba la buena comida, la buena compañía, la buena conversación. A diferencia de su madre, Genevieve, Barbara era una persona abierta y sociable y le gustaba salir con amigos y con otros matrimonios los viernes y los sábados por la noche. En esto era igual que su padre.
Cuando salían, Richard pedía siempre lo mejor de lo mejor, costara lo que costara. Por lo que a él respectaba, el dinero servía para gastarlo, y lo gastaba como si tuviera en el jardín de su casa un árbol que diera billetes de cien dólares nuevecitos cada vez que se regaba. Chateaubriand, langosta, botellas de vino de trescientos dólares: eso era lo habitual. También a Richard le gustaba ponerse trajes hechos a la medida, corbatas de seda, zapatos italianos caros. Barbara le elegía casi toda la ropa. Él confiaba en su buen gusto; tenía confianza en su elegancia y en su buen hacer social. Si salían con otro matrimonio, como solía suceder, Richard se hacía cargo de la cuenta. No consentía que pagara nadie más. Barbara intentaba explicarle que no era indispensable que pagara él todas las cuentas, que bien podían pagar a medias o dejar que pagaran los otros. Pero él no lo veía así, y hacía oídos sordos.
Barbara no sabía de dónde salía todo ese dinero. Se figuraba que Richard había salido adelante por fin en los negocios, y no le hacía preguntas. Si le hubiera preguntado algo, la respuesta habría sido una mirada inexpresiva, una cara de piedra, como si él no la hubiera oído.
Barbara aprendió a aceptar como una cosa más los labios cerrados de su marido… y su generosidad. Cuando Barbara y Richard salían de noche por el centro, él solía estar callado, no hablaba mucho. Se quedaba allí sentado escuchándolo todo. Pero Barbara hablaba por los dos, cosa que a él le parecía bien. Hasta respondía las preguntas que le hacían a él. Richard ya no bebía más que un poco de vino. Sabía que los licores fuertes lo volvían violento, y tenía el buen sentido de evitarlos. Ya era lo bastante maligno de por sí.
Richard no solo era generoso, sino que podría ser increíblemente atento, un romántico incorregible. Por ejemplo, había dado a Barbara el nombre de Lady, y solía llamarla así, y encargaba que estuvieran tocando la canción de Kenny Rogers Lady cuando entraban en sus restaurantes favoritos: el Palosadium, el Archer's, el Over Rose's Dead Body, el Le Chateau y el Danny's Steakhouse, y encargaba también que ya estuvieran preparados los vinos favoritos de Barbara, Montrachet y Pouilly-Fuissé, enfriándose en cubos de hielo elegantes junto a su mesa. Hasta encargaba que adornaran la mesa con rosas rojas de tallo largo.
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