Philip Carlo - El Hombre De Hielo. Confesiones de un asesino a sueldo de la mafia

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Durante más de cuarenta años, Richard Kuklinski, «el Hombre de Hielo», vivió una doble vida que superó con creces lo que se puede ver en Los Soprano. Aunque se había convertido en uno de los asesinos profesionales más temibles de la historia de los Estados Unidos, no dejaba de invitar a sus vecinos a alegres barbacoas en un barrio residencial de Nueva Jersey. Richard Kuklinski participó, bajo las órdenes de Sammy Gravano, «el Toro», en la ejecución de Paul Castellano en el restaurante Sparks. John Gotti lo contrató para que matara a un vecino suyo que había atropellado a su hijo accidentalmente. También desempeñó un papel activo en la muerte de Jimmy Hoffa. Kuklinski cobraba un suplemento cuando le encargaban que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo con dedicación y con fría eficiencia, sin dejar descontentos a sus clientes jamás. Según sus propios cálculos, mató a más de doscientas personas, y se enorgullecía de su astucia y de la variedad y contundencia de las técnicas que empleaba. Además, Kuklinski viajó para matar por los Estados Unidos y en otras partes del mundo, como Europa y América del Sur. Mientras tanto, se casó y tuvo tres hijos, a los que envió a una escuela católica. Su hija padecía una enfermedad por la que tenía que estar ingresada con frecuencia en hospitales infantiles, donde el padre se ganó una buena reputación por su dedicación como padre y por el cariño y las atenciones que prestaba a los demás niños… Su familia no sospechó nada jamás. Desde prisión, Kuklinski accedió conceder una serie de entrevistas.

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En Florida se alojaron con el padre de Barbara. Este tenía ahora una casa junto al canal intercostero, y tenía una barca de pesca Chris-Craft de siete metros de eslora. Sacaba a los chicos de pesca con mucho gusto (Barbara no iba con ellos porque se mareaba) y pescaban con deleite pargos, jurel azul y peces globo que él mismo limpiaba y asaba por la noche. El padre de Hachara era un cocinero excelente, y siempre era un deleite comer cualquier cosa que hubiera preparado él. Según observó Chris hace poco: En aquellas excursiones de pesca mi padre no se enfadaba nunca, porque mi madre no estaba delante para alterarlo.

A veces veían tiburones en el mar, algo espectacular. Una vez, un tiburón tigre pequeño se apoderó de un pargo que estaba recogiendo Richard con el sedal. Los niños se quedaron horrorizados y fascinados. Los tiburones inspiraban a Richard ideas macabras.

A Barbara le gustaba mucho ir a buenos restaurantes de Naples, con terrazas al aire libre, cerca del mar, donde tomaban comidas exquisitas. Como a la mayoría de las mujeres casadas con tres hijos, le gustaba que le sirvieran. Los niños se comportaban maravillosamente, como tres personitas mayores, sin llamar la atención ni quejarse para nada. Richard se empeñaba siempre en encargarse de la cuenta. No consentía que Al se llevara la mano al bolsillo siquiera. Richard pagaba al contado, nunca con tarjetas de crédito. Llevaba encima un fajo de billetes de cien dólares que parecía un puñado de forraje. Por entonces ganaba su dinero de manera ilegal (no tenía ningún trabajo fijo normal) y no podía quedar ningún registro del dinero que gastaba con tanta alegría. Había un restaurante de lujo, el Phillipe's, que le gustaba más que otros a Barbara. Todos los camareros llevaban camisas blancas almidonadas, corbatas de pajarita y chalecos. Al conseguía que los niños dejaran de comportarse bien haciéndoles reír: se colgaba aros de cebolla en las orejas, les hacía cosquillas, les tiraba de los pies. Al Pedrici quería muchísimo a sus nietos y no se cansaba de su compañía.

Después de pasar unos días en casa de Al, los Kuklinski fueron en coche a Disney World y se alojaron en el hotel Contemporary, el mejor del complejo de Disney. Era caro, pero desde allí se podía tomar el monorrail que llevaba directamente a las atracciones, donde estaba lo más interesante. La familia madrugaba para poder disfrutar al máximo antes de que hiciera demasiado calor. Con todo lo que a Barbara le gustaba Florida (los largos baños de mar, ver a los niños jugar en la playa), no le gustaba aquel calor y aquella humedad. La dejaba cansada e irritable, y cuando Barbara estaba irritable, Richard y ella chocaban. A pesar de todo, aquellas vacaciones en Florida fueron muy divertidas.

Fueron de los mejores momentos de mi infancia -contaba Merrick-; pero no se sabía nunca cuándo podía estallar papá; de modo que era siempre… había siempre como una tensión al acecho.

32

El precio de la sangre

Para Richard Kuklinski, el dinero tenía importancia. Si tenías dinero, eras un triunfador; si no lo tenías, eras un fracasado, un don nadie muerto de hambre que tenía que privarse de las cosas buenas de la vida.

Después de matar a Paul Rothenberg, Richard estaba en buenas relaciones con DeMeo, pero, lo que era más importante, gozaba del favor de Nino Gaggi y, por mediación suya, de la familia Gambino. Roy invitó a Richard a cenar en un restaurante italiano llamado Villa, en Bensonhurst. Estaba en la Avenida Veintiséis, en una casa de estilo antiguo con grandes columnas en la entrada principal. En aquel restaurante servían cocina napolitana casera de primera categoría, la favorita de Nino. Allí todos sabían quién era Nino, y le servían como si fuera de la familia real italiana: ponían a su disposición inmediatamente lo mejor de lo mejor, comida, vino, servicio. Richard estaba impresionado. Habría sido difícil no estarlo. Saltaba a la vista que Nino estaba encantado de que Richard hubiera quitado de en medio a Paul Rothenberg, y había prometido que Richard «ganaría con nosotros».

DeMeo se comportaba como si él hubiera sido el creador y el artífice de Richard… como si este fuera una especie de monstruo de Frankenstein creado para matar, dispuesto a llevara cabo cualquier contrato sin hacer preguntas y sin que ninguna tarea fuera demasiado peligrosa para él.

Gracias a DeMeo, Richard pasaría a formar parte integral del brazo asesino de la familia Gambino del crimen organizado. El hecho de que Richard no fuera italiano y no se relacionara con otros mafiosos resultó muy beneficioso para él, y gracias a ello acabaría participando en las ejecuciones de los jefes de dos familias diferentes del crimen organizado, cosa de la que nadie más puede jactarse.

Después de la suntuosa cena con Gaggi y DeMeo en el Villa, Richard se volvió a Dumont con su familia. De Dumont a Bensonhurst había una diferencia como del día a la noche. En Dumont, Richard podía envolverse en un manto de respetabilidad: era un buen vecino, era el tipo que llevaba a todas partes a los amigos de sus hijas, que hacía de sacristán fiel y sufrido en la misa de los domingos. A Richard no le interesaba nada la Iglesia ni sus enseñanzas hipócritas, pero Barbara se empeñaba en que todos sus hijos asistieran a escuelas parroquiales privadas, bastante caras, y en que la familia asistiese en pleno a misa todos los domingos. En esas cuestiones, Barbara mandaba. Richard no tenía nada que decir al respecto. Asentía a todas sus exigencias e instrucciones en lo que se relacionaba con los niños: a qué escuelas iban, cómo vestían, qué amigos tenían, cómo se comportaban en la mesa.

La semana siguiente, DeMeo avisó a Richard por el «busca», y este fue a reunirse con él en la casa de comidas próxima al puente Tappan Zee.

– Hola, Rich -le saludó DeMeo; y los dos asesinos de piedra se abrazaron y se besaron efusivamente y empezaron a pasearse por el aparcamiento.

– Tengo un trabajo especial para ti. Un mamón cubano, allá en Miami, pegó y violó a la hija de catorce años de un socio nuestro. Ella no pudo reconocerlo en una rueda de reconocimiento porque el cabrón llevaba un pañuelo en la cara, pero sabemos quién es. Trabajaba de encargado de mantenimiento en el complejo residencial donde tienen ellos la casa. Se llama el Castaway, en el mismo Miami, en la avenida Collins. Richie, vete a verlo y asegúrate de que sufre, joder… ¡de que sufre de verdad! ¿Entendido?

– Será un placer -dijo Richard; y lo decía de verdad.

– Esto es de nuestro socio -dijo Roy, y dio discretamente a Richard un sobre que contenía veinte mil dólares. Los mafiosos ganan el dinero a espuertas, y veinte mil dólares era una menudencia, pero fue suficiente para que Richard saliera al día siguiente camino de Miami. En esta ocasión no se detuvo a comer ni a pasar la noche en un buen hotel. Hizo todo el viaje de un tirón. La gasolina y el aceite los pagaba al contado. Aunque tenía tarjeta de crédito, no quería usarla, porque no quería que quedase ningún rastro de aquel viaje. No había loto de la víctima, pero DeMeo le había dicho cómo era su coche y que lo aparcaba en las plazas reservadas para empleados del hotel adjunto; hasta le había dado el número de la matrícula.

Solo había unas personas a las que Richard odiaba más que a los matones, y eran los violadores. Por el camino iba pensando cómo se sentiría si una de sus hijas sufriera un ataque así… la rabia y el odio que lo invadirían. A pesar de lo frío e indiferente que podía ser Richard ante el sufrimiento, una joven violada le producía una gran compasión. Aquella ejecución la haría con gusto. Era un trabajo que no le habría importado nada hacer gratis.

Como siempre, Richard procuró cuidadosamente no superar los límites de velocidad, a pesar de que tenía prisa, impaciencia incluso, por hacer aquel trabajo. Llevaba una 38 cargada con balas de cabeza hueca y un cuchillo de caza muy afilado, de hoja curva y mango de madera dura. En el mango había cuatro muescas: a Richard le gustaba hacer muescas a sus cuchillos cuando los había utilizado para matar a alguien. No sé cómo tomé la costumbre -contaba-, pero siempre me gustó hacer muescas en mis cuchillos. Como las que hacían los pistoleros del Oeste. Con el paso de los años tenía docenas de cuchillos que había usado para matar. En algunos había de diez a quince muescas. Después, me deshacía de ellos sin más.

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