Philip Carlo - El Hombre De Hielo. Confesiones de un asesino a sueldo de la mafia

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Durante más de cuarenta años, Richard Kuklinski, «el Hombre de Hielo», vivió una doble vida que superó con creces lo que se puede ver en Los Soprano. Aunque se había convertido en uno de los asesinos profesionales más temibles de la historia de los Estados Unidos, no dejaba de invitar a sus vecinos a alegres barbacoas en un barrio residencial de Nueva Jersey. Richard Kuklinski participó, bajo las órdenes de Sammy Gravano, «el Toro», en la ejecución de Paul Castellano en el restaurante Sparks. John Gotti lo contrató para que matara a un vecino suyo que había atropellado a su hijo accidentalmente. También desempeñó un papel activo en la muerte de Jimmy Hoffa. Kuklinski cobraba un suplemento cuando le encargaban que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo con dedicación y con fría eficiencia, sin dejar descontentos a sus clientes jamás. Según sus propios cálculos, mató a más de doscientas personas, y se enorgullecía de su astucia y de la variedad y contundencia de las técnicas que empleaba. Además, Kuklinski viajó para matar por los Estados Unidos y en otras partes del mundo, como Europa y América del Sur. Mientras tanto, se casó y tuvo tres hijos, a los que envió a una escuela católica. Su hija padecía una enfermedad por la que tenía que estar ingresada con frecuencia en hospitales infantiles, donde el padre se ganó una buena reputación por su dedicación como padre y por el cariño y las atenciones que prestaba a los demás niños… Su familia no sospechó nada jamás. Desde prisión, Kuklinski accedió conceder una serie de entrevistas.

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Todo era poco para Lady.

Barbara amaba a su manera, en silencio, a este Richard, al Richard bueno. Pero había llegado a odiar al otro Richard, y los malos sentimientos que albergaba hacia este pesaban con frecuencia mucho más que los buenos. Los sentimientos de Barbara oscilaban como un péndulo: amor, odio; amor, odio.

Cuando se vestían y salían, Richard solía ser amable, se portaba como un caballero. Pero tenía unos celos obsesivos. Si un camarero o cualquier otro hombre prestaba demasiada atención a Barbara o la miraba mucho, a Richard se le congelaba la cara y no tenía el menor reparo en volverse grosero, agresivo, violento incluso. Veía a Barbara, más que nunca, como una posesión personal, como un juguete favorito, y prestarle demasiada atención era peligroso.

Un sábado por la noche fueron al cine a Dumont. Cuando salían, Richard se apartó bruscamente de Barbara, se acercó a un tipo en el que esta no se había fijado siquiera y le preguntó bruscamente por qué miraba así a Barbara. El hombre dijo a Richard que estaba loco; que no la estaba mirando; que lo dejara en paz. Richard dio un puñetazo al hombre y lo dejó sin sentido.

– ¿Por qué, Richard? -le preguntó Barbara cuando salieron a la calle.

– Vi que te estaba mirando de manera irrespetuosa.

– ¿A mí?

– Sí.

– Yo ni lo había visto. -Era una cosa entre él y yo -dijo él.

Barbara aborrecía ir en el coche con Richard, pues este solía discutir con los demás conductores, y las discusiones, inevitablemente, le hacían perder los estribos, bajarse del coche, insultar a la gente, romper parabrisas con sus puños inmensos. Barbara sabía que cuando Richard estaba así, ella no podía hacer nada para hacerle entrar en razón. Ni ella, ni nadie. Ni siquiera un policía con una pistola en la mano. Era mejor quedarse callada, porque la furia de Richard podía volverse de pronto contra ella. Richard era una bomba de relojería andante. Cuando estaba furioso, casi se podía oír el tictac. Podía estallar en cualquier momento. Esta era la realidad. Esto era con lo que tenía que convivir ella. Hasta cuando iba en el coche con sus hijas, se enzarzaba en esas discusiones tontas, sin sentido, violentas, con otros conductores y conductoras. Una vez hasta lo detuvieron por romper el parabrisas del coche de una mujer mientras iban con él sus hijas. Pero la mujer no quiso presentar denuncia. Tenía un miedo mortal a Richard, y con razón. Verlo en uno de sus arrebatos de rabia era una experiencia temible. Nadie que lo veía lo olvidaba fácilmente. Dwayne era todavía demasiado pequeño para comprender del todo lo loco que podía volverse su padre; pero tanto Merrick como Chris conocían su carácter variable y violento, y ambas le tenían terror, estaban asustadas hasta lo más hondo de sus pequeños seres. Merrick solía temblar cuando Richard perdía los estribos. Pero Richard no puso jamás la mano encima a ninguna de las niñas. Aún hoy, después de tantos años, tanto Merrick como Chris palidecen y tiemblan con solo oír la voz de su padre.

Pero cuando Merrick tenía que ingresar en el hospital, cosa frecuente, Richard era atento y cariñoso a más no poder. ¡Cómo quería Merrick a ese papá, y cuánto temía al otro papá! En esos ratos tranquilos en el hospital, cuando Richard y Merrick estaban solos a última hora de la noche o de madrugada, Richard empezó a contar a su primogénita la historia de su infancia. Cómo su madre, su hermano Florian y él habían tenido que sufrir la brutalidad de Stanley; lo pobres que eran; cómo les faltaba siempre de todo; cómo robaba él para comer.

Nunca habló así a Chris; ni siquiera a Barbara: solo a Merrick. Ella lo miraba con sus ojos enormes de cervatilla, de color de miel, y lo escuchaba en silencio, comprendiendo más que lo propio de sus años. No es que Richard intentara explicar ni excusar de ninguna manera sus arrebatos de mal genio y su violencia contra Barbara. Solo pretendía que ella conociera la verdad. Que supiera cómo habían sido las cosas. Pero después de escuchar esas cosas, Merrick quería a su padre más todavía.

Había veces, en casa, en que Richard tenía uno de sus arrebatos y rompía cosas y, después, se encerraba en su despacho. Merrick iba a hablarle, le pedía que se tranquilizara, «relájate, por favor, papá». En esos episodios, Richard le explicaba como cosa normal: «Ya sabes que si… si mato a mamá, si pasa algo y se muere, tendré que mataros a todos. No puedo dejar testigos».

– Sí, papá. Ya lo sé, papá -decía ella.

Con todo lo extraño y terrible que era decir una cosa así a una niña, Richard intentaba hacer saber a Merrick por adelantado, por consideración hacia ella, lo que podía suceder. Quería que entendiera que si hacía una cosa así sería… por amor. Solo por amor.

Quería demasiado a Barbara.

Quería demasiado a sus hijos.

Aquel era el problema. La única manera en que podría superar su pérdida si mataba a Barbara sin querer, era matarlos. En esencia, aquel era el modo en el que Richard había resuelto todos sus problemas desde niño. Matando, problema resuelto. Richard tenía gran capacidad para confinar su dolor y su agitación emocional. Era como dos personas distintas que no se conocieran la una a la otra, como dos desconocidos en un mismo cuerpo.

– Pero a ti, Merrick… A ti será a la que más me costará matar, ¿lo entiendes?

– Sí, papá -decía ella, y lo entendía y lo aceptaba de buena gana. Sabía que era su favorita, y aquello valía mucho para ella.

Aquel mes de agosto, Richard y Barbara, junto con el primo de ella, Carl, y su esposa, Nancy, alquilaron una bonita casa en la playa, en el cabo Cod, durante dos semanas. Barbara seguía estando muy unida a Carl. Richard había llegado a aceptar a Carl, e incluso a apreciarlo, aunque, como era hombre, no toleraba que Barbara lo saludara con un beso, ni siquiera que lo abrazara. Solo podía darle un apretón de manos. Carl y Nancy tenían dos hijos, y a los chicos de ambos les encantaba jugar en la playa, hacer castillos de arena y divertirse en el agua. A Richard le gustaba jugar con los niños. Les ayudaba a hacer sus castillos y sus presas, les cavaba hoyos hondos, se dejaba enterrar en la arena, todo ello a pesar de que tenía la piel muy blanca y siempre acababa con quemaduras. Barbara le advertía que tuviera cuidado con el sol, como si fuera un niño, recordándole lo sensible que era; pero Richard disfrutaba tanto jugando con los niños que acababa siempre quemado, rojo como una langosta hervida.

Hacían barbacoas y asados en la playa, todos contentos, sonrientes y pasándolo bien. Al ver a Richard allí en la playa con los niños se le habría tomado por el mejor padre del mundo. Un padre de familia maravilloso y entregado, incapaz de matar a una mosca.

Aquel verano, la familia bajó también a Florida para visitar al padre de Barbara. El pequeño Dwayne no podía volar, porque la presión del avión le producía problemas de oído, y por eso la familia fue en coche. Se levantaron temprano, los chicos se subieron al coche emocionados por el viaje, por la visita a Disney World, por ver a su abuelo, y pusieron rumbo al sur por la autopista de peaje de Nueva Jersey. En todo este viaje a Florida, Richard no se enfadó ni una sola vez con otro conductor. Pararon a comer en un restaurante y siguieron adelante. Barbara y los niños cantaban y jugaban al póquer con las matrículas, a ver quién encontraba más números iguales en una matrícula, y a buscar nubes con formas de animales. Pasaron la noche en un hotel bueno donde los chicos jugaron en la piscina, y siguieron camino al día siguiente. Richard hasta cantaba con el resto de la familia por el camino.

Con todo lo bonito y divertido que estaba siendo el viaje, Chris y Merrick estaban recelosas y en guardia; no sabían nunca cuándo podía estallar su padre, cuándo podía decir Barbara algo que le molestara. Barbara tenía la lengua muy larga, y se servía de ella para herir a Richard si le apetecía. En cierto modo, era la manera que tenía de desquitarse de él por maltratarla.

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