– Claro, estaré allí dentro de una hora -dijo Richard, y no tardó en ponerse en camino en su nuevo y ostentoso Cadillac El Dorado blanco, para reunirse con Roy. Roy y Richard habían desarrollado y perfeccionado aquella manera clandestina sencilla de ponerse al habla. Roy llamaba a Richard por su «busca» y le marcaba el número de una cabina de teléfonos de Brooklyn. Richard salía a una cabina próxima a su casa para devolverle la llamada, y así conseguían hablar sin miedo a los teléfonos intervenidos por el FBI, un temor constante y muy realista entre la gente de la Mafia. Estaban cayendo mafiosos como moscas por culpa de la ley de Organizaciones Corruptas e Influidas por el Crimen Organizado (OCICO), de reciente creación y que se aplicaba con habilidad. Para ser condenados bajo la ley OCICO e ir a la cárcel bastaba con hablar de cometer un delito, conspirar, como lo definía el texto de la ley; no era preciso haber llegado a cometer ningún delito.
Camino de su reunión con Roy, Richard se preguntaba qué trabajo tendría este entre manos. Desde el día que Richard había volado la cabeza al hombre que paseaba con el perro en el Village, había sufrido una metamorfosis radical. Se había comprometido por entero al asesinato, a matar por dinero.
Frío, desapegado y muy calculador, y ya abstemio, Richard se disponía a embarcarse en un viaje violento que dejaría a docenas de personas muertas, destrozadas, torturadas, enterradas y quemadas vivas, arrojadas a pozos sin fondo, arrojadas estando todavía vivas a ratas hambrientas, arrojadas a los cangrejos de los muelles abandonados del West Side de Manhattan.
Fueran los que fueran los asesinatos que estuviera cometiendo Roy DeMeo con su cuadrilla de asesinos en serie, guardaba su promesa y no complicaba nunca a Richard en ninguno. No; DeMeo utilizaría a Richard para los «encargos especiales», como los consideraba él. DeMeo se había convertido en el asesino principal al servicio de la familia Gambino. Realizaba encargos a diestro y siniestro, para esta familia y para otras, varios por semana. Su reputación de asesino eficiente y brutal había adquirido proporciones monumentales. Hasta los célebres hermanos Gene y John Gotti evitaban a DeMeo y a sus asesinos en serie. Su bar, el Gemini Lounge, había adquirido el sobrenombre bien merecido de «el matadero».
Richard y Roy se reunieron en el aparcamiento de una casa de comidas muy frecuentada, junto al puente Tappan Zee, en la orilla de Westchester. Se saludaron dándose un abrazo y besándose en la mejilla, según la costumbre italiana. Roy había elegido aquel lugar porque la mayoría de la gente que se pasaba por una casa de comidas de carretera iba camino de alguna parte y probablemente no volvería allí, y aquel lugar estaba fuera del terreno habitual de la gente de la Mafia; era muy poco probable que los viera juntos alguien de «la vida». Su negocio era el negocio del asesinato, una empresa seria en la que estaba en juego la vida y la muerte de todos los que participaban. No había lugar para los errores ni para los descuidos, para los tropiezos ni para los deslices.
– Tengo un trabajo para ti -le dijo DeMeo-. Nada extraordinario; pero procura que se haga deprisa y que nadie se entere… ¿entendido?
– Entendido.
DeMeo entregó a Richard una fotografía que llevaba escrita al dorso una dirección en Queens.
– Es este. Siempre va armado; ten cuidado.
– Me encargaré de ello -dijo Richard. Roy le entregó un sobre. El sobre contenía veinte mil dólares en billetes. No había nada más que decir. Cuanto menos se dijera, mejor. Se despidieron con un abrazo y un beso y se fueron cada uno por su lado.
Pero Richard seguía recordando en lo más hondo de su mente la paliza que le había dado Roy.
Al día siguiente, Richard estaba aparcado en una calle residencial de Queens, a dos manzanas del cementerio Calvary. La víctima vivía en una casa de ladrillo de dos viviendas, en el piso bajo. Advirtió enseguida que tenía una esposa bonita y dos niños pequeños. Que la víctima tuviera familia no importaba a Richard, no tenía nada que ver con el encargo que tenía entre manos; pero no quiso matarlo delante de su familia. Al cabo de cierto tiempo, la víctima salió de su casa, se subió a su coche y se puso en camino. Richard lo siguió hasta un aparcamiento urbano de cuatro pisos en el Queens Boulevard, y aparcó su coche en la plaza contigua al coche de la víctima. En primer lugar, pinchó la rueda delantera izquierda del coche de la víctima; después, dejó abierta la cerradura del maletero de su Cadillac, se sentó en su coche y se puso a esperar tranquilamente a que regresara la víctima. Richard tenía una paciencia fuera de lo común en aquellas situaciones. Era capaz de pasarse horas y horas sentado, dando vueltas a muchas cosas en la cabeza pero sin dejar de prestar atención a su tarea. En esta ocasión, la víctima volvió al poco rato, con unos paquetes. Cuando vio la rueda pinchada, torció el gesto y abrió el maletero de su coche. Era el momento ideal. Richard reaccionó rápidamente, salió de su coche en silencio.
– ¿Tiene un pinchazo? -preguntó Richard a la víctima, deteniéndose y haciendo ver que aquello le importaba, como si fuera un buen samaritano dispuesto a ayudar.
– Sí -dijo la víctima; y cuando quiso darse cuenta, Richard ya le había apoyado una pistola en la cabeza y le había obligado a meterse en el maletero del Cadillac, tumbado sobre el vientre. Acto seguido, lo esposó, lo amordazó con cinta adhesiva y le advirtió que estuviera callado. Cerró el maletero, puso el coche en marcha y salió del aparcamiento. Llevaba una pistola bajo el asiento y otra en el bolsillo. Si un policía le hacía parar, lo mataría… así de sencillo.
Richard tomó el camino de los pozos de mina sin fondo de Pensilvania, escuchando música country. Cuando llegó allí, a una zona desierta que él conocía bien, sacó al hombre del coche, lo obligó a caminar hasta un pozo de mina, le pegó un tiro en la cabeza y lo dejó caer por la honda sima, que pareció tragarse al desventurado. Richard lo había tirado con toda tranquilidad, como quien tira una bolsa de basura. Se volvió a su coche y regresó a su casa, con su mujer y sus hijos… como cualquier hombre que volvía a su casa después de un día de trabajo.
La gente del crimen organizado no tardó mucho tiempo en enterarse de que Richard estaba disponible para hacer trabajos, de que funcionaba bien y era de fiar. El hecho de que no era italiano y, por lo tanto, no podía ingresar en la Mafia como «hombre hecho», era un punto más a su favor que le permitía trabajar para cualquiera de las siete familias del crimen organizado de la Costa Este: los Ponti y los de Cavalcante de Nueva Jersey y los Gambino, Lucchese, Colombo, Genovese y Bonanno de Nueva York, sin conflictos, sin problemas y sin tener que dar explicaciones a nadie. No tenía que pedir permiso a nadie para llevar a cabo un contrato. Trabajaba por libre, y no tardó en recibir contratos de los «capitanes» afiliados a diversas familias.
Richard llevaba a cabo cada golpe con gran cuidado, con paciencia y astucia, sin prisas. No decía a nadie lo que hacía, ni cuándo, ni dónde ni cómo; aquello era asunto suyo, y no hablaba de sus asuntos. No andaba con gente de la Mafia, y siempre se volvía a su casa, con su famlia.
Barbara no tenía idea de dónde iba Richard cuando salía de casa. Había aprendido a no hacer preguntas a su marido, con su humor tan variable. Barbara había aprendido a vivir con Richard, a aceptarlo como era, a sobrellevar estoicamente sus cambios de humor, su mal genio, hasta sus malos tratos. En realidad, no le quedaba otra opción. Aceptaba los malos tratos, con tal de que no pegara a sus hijos. A Barbara ya le saltaba a la vista que Richard estaba resentido contra Dwayne; no era tan afectuoso con él, ni mucho menos, como lo había sido con Merrick y Chris cuando eran pequeñas, y esto preocupaba mucho a Barbara. Sabía que Richard era muy capaz de hacer daño a Dwayne en uno de sus ataques de rabia… partirle el cuello accidentalmente.
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