Philip Carlo - El Hombre De Hielo. Confesiones de un asesino a sueldo de la mafia

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Durante más de cuarenta años, Richard Kuklinski, «el Hombre de Hielo», vivió una doble vida que superó con creces lo que se puede ver en Los Soprano. Aunque se había convertido en uno de los asesinos profesionales más temibles de la historia de los Estados Unidos, no dejaba de invitar a sus vecinos a alegres barbacoas en un barrio residencial de Nueva Jersey. Richard Kuklinski participó, bajo las órdenes de Sammy Gravano, «el Toro», en la ejecución de Paul Castellano en el restaurante Sparks. John Gotti lo contrató para que matara a un vecino suyo que había atropellado a su hijo accidentalmente. También desempeñó un papel activo en la muerte de Jimmy Hoffa. Kuklinski cobraba un suplemento cuando le encargaban que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo con dedicación y con fría eficiencia, sin dejar descontentos a sus clientes jamás. Según sus propios cálculos, mató a más de doscientas personas, y se enorgullecía de su astucia y de la variedad y contundencia de las técnicas que empleaba. Además, Kuklinski viajó para matar por los Estados Unidos y en otras partes del mundo, como Europa y América del Sur. Mientras tanto, se casó y tuvo tres hijos, a los que envió a una escuela católica. Su hija padecía una enfermedad por la que tenía que estar ingresada con frecuencia en hospitales infantiles, donde el padre se ganó una buena reputación por su dedicación como padre y por el cariño y las atenciones que prestaba a los demás niños… Su familia no sospechó nada jamás. Desde prisión, Kuklinski accedió conceder una serie de entrevistas.

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Estos jodidos sí que están metidos en el asunto, pensó Richard, y salió del baño.

– ¿Has visto al tipo que se está duchando? -le preguntó Roy, riéndose ruidosamente de su propio chiste. Los otros se rieron también.

– No; no he visto nada -dijo Richard; y se sentaron a comer spaghetti olio y broccoli rabe. A Roy le gustaba cocinar y le encantaba comer. Mientras comían y bebían vino tinto (con aquel tipo colgado sobre la bañera), hacían bromas, hablaban de deportes, de una chica a la que se habían tirado Joey y Anthony la noche anterior.

Después de tomar café espreso, Chris y Anthony extendieron en el suelo una lona de plástico azul. Sacaron al tipo del baño y se pusieron a cortarlo en «trozos manejables», como decía Roy.

– Así es más fácil deshacerse de él -dijo a Richard. Tenían instrumentos profesionales para autopsias, con sierras y cuchillos afilados como navajas de afeitar y que se habían construido especialmente para diseccionar cadáveres. En cuestión de minutos lo habían cortado en cinco trozos. Envolvieron cada trozo en papel de estraza y los metieron en sendas bolsas de basura negras de las más gruesas. Richard contemplaba todo aquello divertido, pensando: Estos tipos son otra cosa, admirando la facilidad y la habilidad con que descuartizaban el cadáver. Saltaba a la vista que tenían mucha práctica y que sabían lo que hacían. Chris Goldberg daba especiales muestras de disfrutar diseccionando el cuerpo.

Cuando Richard se disponía a marcharse para volver con su familia, pidió hablar a solas con Roy. Salieron a la calle. El sol ya se estaba poniendo. Llegaba una brisa agradable de Jamaica Bay.

– Mira, Roy -dijo Richard-; no me entiendas mal, pero el caso es que yo preferiría trabajar a solas contigo en los trabajos especiales.

– Me has leído el pensamiento -dijo Roy-. Grandullón, tú eres mi arma secreta. No voy a hacer que te trates con mi cuadrilla. No te preocupes. Son todos muy buenos, unos tipos legales de cojones; Chris es como si fuera hijo mío; pero no voy a hacer que te trates con ellos.

– De acuerdo -dijo Richard. Se abrazaron y se besaron en la mejilla, y Richard se volvió a Nueva Jersey con su familia. Y, de este modo, Richard Kuklinski se convirtió en el «arma secreta» de Roy DeMeo.

La Policía no pudo encontrar ningún testigo del asesinato del hombre que paseaba a su perro en el Village; ningún sospechoso lógico, ningún motivo para el asesinato: un nuevo homicidio sin resolver en Nueva York que había sido obra de Richard Kuklinski.

29

Cabeza de familia

Richard procuraba escrupulosamente ocultar sus actividades a su familia. Barbara no tenía idea de a qué se dedicaba en realidad; ella no se lo preguntaba, y él no se lo decía.

Además de distribuir pornografía, Richard tenía alquilado un almacén en North Bergen que le servía de base para vender artículos falsificados: jerséis, bolsos, pantalones vaqueros, incluso perfumes. Compraba grandes partidas de esos artículos a precio de saldo; tenía mujeres que les cosían etiquetas de marcas conocidas, y después los vendía en los mercadillos de todo el país. El dinero llegaba a espuertas. Richard seguía dedicándose a los asaltos a camiones, en calidad de intermediario entre los asaltantes y los compradores, obteniendo siempre un beneficio. Dejó de beber licores fuertes y procuraba no jugar. Quería mucho a su familia y no quería hacer nada que la perjudicara. Por una parte era marido y padre ideal, atento, cariñoso y generoso hasta la exageración. Llevaba con mucho gusto a sus hijas y a las amigas de estas a ver las películas que querían y a comer en los restaurantes que les gustaban; le encantaba comprar ropa bonita a sus hijas, siempre dos prendas de cada clase: todo era poco para sus hijas. Compraba constantemente para Barbara ropa, zapatos, joyas, abrigos de visón… lo que quisiera. Iban a restaurantes de lujo todos los fines de semana. Richard se encargaba siempre de que, cuando llegaran, ya les estuviera esperando en la mesa, en un cubo de hielo, el vino favorito de Barbara, el Montrachet. Le abría las puertas. Le sujetaba amablemente la silla cuando se iba a sentar.

Por otra parte, podía perder los estribos por cualquier tontería y volverse tiránico, maligno, una amenaza. La casa de los Kuklinski podía ser en un momento dado un edén apacible, para convertirse al cabo de un instante, en un islote azotado por los embates de un mar proceloso y turbulento.

Cuando mi papá estaba normal, tenía un corazón de oro. Cuando se enfadaba, era… era un maníaco, explicó hace poco su hija Chris.

Richard se compró un Cadillac blanco nuevo. La familia empezó a buscar una casa nueva en una parte mejor de Nueva Jersey. West New York, en el condado de Hudson, estaba cambiando; se instalaban allí miembros de muchas minorías, y Richard y Barbara querían mudarse a un barrio mejor.

Acabaron comprándose un dúplex, estilo rancho, en Dumont, Nueva Jersey, con tres dormitorios y garaje. Era un barrio agradable de clase media alta, un buen lugar para criar niños; un pedazo bastante jugoso del sueño americano hecho realidad. Barbara quiso tener una piscina y que el jardín se cubriera de buen césped, sano y de buen color. Ningún problema: Richard estaba deseoso y encantado de dar a Barbara todo lo que quería. Seguía sin tener una idea clara del valor del dinero, y se lo gastaba alegremente en cuanto le venía a las manos.

Los fines de semana los Kuklinski celebraban barbacoas espléndidas a las que invitaban a todos los vecinos de la manzana. Richard era en general un hombre abierto y amistoso, buen vecino, siempre dispuesto a echar una mano. Se ponía un delantal de cocinero y asaba alegremente hamburguesas y salchichas para sus hijas y para todos sus amigos. Los vigilaba cuando jugaban en la piscina, pendiente de que ninguno se hiciera daño. Repartía amablemente toallas y ayudaba a sus hijas a secarse; ordenaba con gusto el patio trasero después de que los chicos se hubieran pasado el día jugando. Barbara seguía queriendo tener más hijos; quería tener un chico; esperaba que tuvieran un hijo.

Pero cuando Richard se enfadaba, estallaba. Parecía incapaz de controlar su ira, y cuando se enfadaba, su crueldad no conocía límites, era como si se convirtiera en otra persona. Rompía los juguetes y las chucherías de sus hijas; destrozaba las sillas, las mesas y los objetos de a casa. Después de que Barbara hubo reformado la cocina, cuando estuvieron instalados todos los electrodomésticos y los armarios, Richard perdió los estribos y llegó a arrancar de la pared los armarios de cocina, además de sacar de su sitio el fregadero y arrojarlo por una de las ventanas de la cocina.

Después, siempre se sentía muy mal, hasta le repugnaba lo que había hecho. Se enfadaba tanto consigo mismo que no era capaz ni de mirarse al espejo. Cuando estaba así, en uno de sus arrebatos, lo único que podían hacer Barbara y sus hijas era apartarse de su camino, y eso era lo que hacían, en la medida de lo posible.

Además, cuando Richard estaba enfadado con Barbara, no dudaba en maltratarla delante de sus hijas. Era como si ni siquiera se diera cuenta de que estaban delante. Le daba bofetadas, empujones, golpes. Sus hijas, horrorizadas, contemplaban aquel espectáculo suplicándole que lo dejara, llorando, chillando y pidiéndole que no siguiera. Si no hubiera sido por la intervención de sus hijas, por sus súplicas, muy bien podría haber matado a Barbara en un ataque de rabia. Si la hubiera matado en uno de sus arrebatos, habría matado también a sus hijas.

– Si mamá muere, Merrick -llegó a decir a su hija mayor-, tendré que mataros a tu hermana y a ti, ¿sabes? No puedo dejar testigos… ¿lo entiendes?

– Sí, papá -dijo Merrick.

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