– Te he encontrado -dijo él.
– Sí, ya lo veo.
– ¿Por qué huiste?
– ¿Por qué crees que hui?
– Estás preciosa. Has cambiado. Supongo que es verdad.
– ¿Que es verdad qué?
– Que las mujeres se ponen más guapas cuando están embarazadas.
– Eso lo dirás tú.
– ¿Puedo entrar?
– Si quieres que te diga la verdad, prefiero que no entres.
Se miraron el uno al otro, separados por el cristal de la puerta. Empezó a llover. Él seguía allí, bajo la lluvia.
– Me he divorciado -dijo, sacando los documentos del divorcio para enseñárselos-. Mira: tienen la firma de un juez.
Los papeles se están mojando.
– Me sorprende. No creí que lo hicieras.
– Te dije que lo haría, y lo hice. Te quiero, Barbara. Te quiero tanto, que me duele -le dijo. Y de esta manera, Richard consiguió acceder de nuevo a la vida de Barbara, con un cielo de tormenta rojizo y lleno de relámpagos a su espalda, como si la naturaleza intentara dar a entender algo a Barbara.
Cuando Barbara se enteró de que su madre había pagado el divorcio de Richard y le había dicho dónde estaba, llamó a su madre y se pasó un cuarto de hora riñéndola e insultándola sin parar. La respuesta de Genevieve fue la siguiente:
– No quiero que tengas un hijo sin marido. ¿Qué pensaría la gente? No está bien… No es… natural.
– ¿A mí qué me importa lo que piense la gente? No tenías ningún derecho a decirle dónde estaba. ¡Ningún derecho! ¡Ningún derecho!
Y le colgó el teléfono.
Barbara era joven e inexperta, y ahora se encontraba especialmente vulnerable con aquel embarazo repentino y no deseado, y no tardó en convencerse de que Richard cambiaría, de que el amor que le tenía lo arreglaría todo y que serían felices.
Al Pedrici aceptó con facilidad a Richard. Se daba cuenta de que Richard estaba loco por su hija, y decidió no estorbar a la pareja. Supuso que las cosas se arreglarían, que Barbara, cuyo embarazo resultaba más visible cada día, estaba mejor con un marido que sin ninguno. Al no tenía idea de lo violento que era Richard con Barbara, de sus amenazas homicidas, de la tranquilidad y la frialdad con que las profería, ni de que siempre iba armado. Barbara estaba segura de que incluso entonces Richard llevaba encima una pistola.
Barbara y Richard salieron a dar largos paseos y hablaron. Ella ya sabía que él tenía problemas con la bebida y con el juego y le hizo jurar que dejaría los dos vicios. Él lo juró de buena gana. Al consiguió encontrar a Richard un empleo de conductor de un camión de reparto, y él iba a trabajar con formalidad todos los días, sin quejarse, portándose bien, decidido a demostrar que podía ser un buen padre de familia. Un buen marido. Un hombre mejor. También tomó la resolución de dejar la vida delictiva. De dejar de matar a gente. De dejar la Mafia. Los días transcurrieron rápidamente, las semanas y los meses. Llegó el verano de Florida, que trajo todavía más humedad espesa y agobiante, así como más mosquitos gigantes. Al ir creciendo el vientre de Barbara, el calor y la humedad la molestaban cada vez más. Richard seguía insistiendo en que se casaran; Barbara accedió por fin, y cuando iba terminando el verano, Barbara y Richard se casaron ante un juez de paz en el ayuntamiento de Miami. Al y su esposa asistieron al acto. Aquella noche salieron todos a cenar bien en una marisquería. Se hicieron brindis. No hubo luna de miel; no había dinero para eso, y así, de pronto, Barbara Pedrici se convirtió en Barbara Kuklinski.
Aquel fue el peor día de mi vida, recordaba ella hace poco. Ahora que lo recuerdo, pienso que debería haberme tirado al mar y haberme ahogado, antes que casarme con Richard. Pero me casé con él, y mi suerte quedó echada.
Una noche, después de cenar, Richard vio que su nueva esposa se estaba fumando un cigarrillo, y tuvo una reacción desproporcionada: le arrancó el cigarrillo de la mano y lo aplastó con el pie.
– Si quiero fumar, fumaré -dijo Barbara, molesta.
La respuesta de Richard fue pisarle el pie derecho, cargando todo su peso y retorciendo, con lo que le rompió el dedo gordo del pie.
– ¿Estás loco? -preguntó ella haciendo un gesto de dolor-. ¿Qué le pasa?
– No vas a fumar -dijo él-. ¡Harás lo que yo te diga!
Y aquella noche Richard ni siquiera permitió a Barbara que se acostara. Le obligó a pasarse toda la noche sentada en un taburete gris de metal en el patio cubierto.
– Si te mueves de ahí, mataré a tu padre delante de ti -le dijo con una seriedad mortal; y dejó allí a Barbara.
Barbara, convencida de que Richard mataría de verdad a su padre, se pasó sentada en ese duro taburete de metal toda la maldita noche, como lo cuenta ella. La temperatura cayó bruscamente, como era habitual, y Barbara tenía tanto frío que empezó a temblar. Sin duda, debía haber acudido corriendo a la Policía, debía haber contado lo que había hecho Richard, lo que le estaba obligando a hacer; pero tenía tanto miedo por su padre que se pasó allí toda la noche, temblando y helándose, maldiciendo en silencio el cielo y la tierra, y a su madre, por haber dicho a Richard dónde estaba ella.
Barbara perdió al niño algunos días más tarde. Estaba segura de que la causa había sido lo que le había obligado a hacer Richard. Cualquier afecto que hubiera sentido alguna vez Barbara hacia Richard estaba siendo sustituido inevitablemente por otro sentimiento muy distinto: por el odio.
El amor, el matrimonio y los hijos
El15 de octubre de 1962 Barbara y Richard Kuklinski regresaron a Nueva Jersey. Era una noche de frío terrible. El tío Arnold los fue a recibir al aeropuerto, lleno de sonrisas, abrazos y besos. Barbara se alegró mucho de ver a su tío y de haber vuelto a su casa. Cuando Barbara vio a la Nana Carmella, las dos lloraron de alegría y se dieron un abrazo larguísimo. Ahora que Barbara y Richard estaban casados, la familia estaba dispuesta a aceptarlo a él, para bien o para mal. El sueño de Richard de hacer de la familia de Barbara su propia familia se había hecho realidad. Era lo que había querido, y era lo que había conseguido. Al ver que los recién casados tenían poco dinero y no tenían donde vivir, Genevieve los invitó generosamente a alojarse con Nana y con ella hasta que «fueran saliendo adelante». Richard se había tomado muy en serio la tarea de hacer que su matrimonio con Barbara funcionara. Había jurado no volver a beber licores ni a jugar, y guardaba su palabra… en general. Barbara seguía sin tener una idea clara de lo implicado que había estado Richard en crímenes, en asesinatos, y Richard sabía que si quería tomarse en serio el matrimonio y tener una familia con Barbara, tendría que renunciar a todo aquello. Tenía que ser formal. Tenía que convertirme en un obrerete, en un hombre honrado, dice.
Como Richard no tenía estudios ni conocimientos especiales, sus oportunidades de encontrar trabajo estaban bastante limitadas. Pero Armond, el tío de Barbara, consiguió encontrarle un puesto de trabajo en los laboratorios cinematográficos 20th Century Deluxe, en la Octava Avenida, en Manhattan. A Richard no le gustaba tener que ir a la ciudad todos los días, pero tomaba obedientemente el autobús llevándose en una bolsa de papel de estraza el almuerzo que le había preparado Barbara. El trabajo consistía en mover y almacenar cajas y grandes rollos de película, en hacer recados y en recoger y tirar los trozos de película descartados. Estaba empezando por lo más bajo del escalafón. Los laboratorios cinematográficos 20th Century Deluxe producían copias de películas a partir de copias maestras, para distribuirlas por los cines de todo el país. Richard aprendía pronto, siempre estaba buscando nuevas oportunidades y estaba deseoso de subir en la empresa, de modo que empezó a fijarse bien en cómo hacían las copias los operadores con las máquinas. Había un operador con pelo de remolacha llamado Tommy Thomas que enseñó pacientemente el proceso a Richard, paso a paso. Al cabo de pocos meses, Richard empezó a trabajar de operador. Le subieron el sueldo, y empezó a ganar noventa dólares por semana. El trabajo empezaba a gustarle, y no tardó en encontrar el modo de ganarse algún dinero más haciendo copias piratas y vendiéndolas en el mercado negro. Los laboratorios hacían todas las copias de las copias maestras de Disney para la Costa Este, y Richard empezó a sacar copias piratas de La Cenicienta, Bambi y Pinocho, para las que siempre había un buen mercado. Estaban en primavera, y Richard convirtió en todo un negocio el pirateo de los dibujos animados de la Disney.
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