Ni su familia.
Ni la Policía.
Ni el propio Jesucristo.
Richard estaba indignado. ¿Cómo podía Barbara querer dejar de verlo, sentirse acorralada por él? Siempre había sido amable y delicado con ella. ¿Qué había hecho mal? ¿Qué podía hacer para volver a ganársela? La mente le daba vueltas como un tiovivo descontrolado. Se sentía mareado; el corazón le palpitaba con fuerza. Decidió que, si lo abandonaba, la mataría y la enterraría en South Jersey. Estando muerta, no podría hacerle daño. La solución, para él, era el asesinato, como siempre.
Al día siguiente, cuando Barbara salió del trabajo, Richard la estaba esperando en la puerta. Tenía flores para ella, un osito de peluche muy mono, buenas palabras en abundancia. Le dijo cuánto lo sentía; que el problema era que la quería demasiado.
– Barbara, nunca había sentido esto con nadie. La idea de perderte… es que me vuelve, sabes… me vuelve loco. Lo siento.
– ¿Y las amenazas?
– Sencillamente, no puedo perderte. No… no podría aguantarlo -le dijo-. Me volvería loco. Por favor, vamos a hacer que esto salga adelante. Vamos a intentarlo. Te quiero. Quiero casarme contigo.
– ¡Richard, ya estás casado, tienes hijos!
– Me voy a divorciar. Te lo prometo. Te lo juro. Te doy mi palabra.
Y, así, Richard convenció a Barbara, que era joven y crédula, de que tendrían un futuro maravilloso juntos. La verdad era que Barbara quería tener hijos, quería tener una familia y un marido atento y cariñoso, y sabía que ninguno podría ser más atento que Richard.
Si Barbara hubiera sido mayor, más madura, si hubiera visto algo más de mundo, si se hubiera conocido a sí misma mejor, habría encontrado la manera de poner fin a aquello allí mismo. Pero creía de verdad que Richard haría daño a las personas que ella más quería, y cedió a las súplicas incansables de Richard, aparentemente sinceras y sentidas.
Richard cenó aquella noche en casa de la Nana Carmella. Se había aficionado a los platos de la Nana Carmella y le gustaba mucho comer allí. En cierto sentido, estaba haciendo de la familia de Barbara su propia familia; los estaba asimilando como suyos, llenando un gran vacío que tenía dentro. La madre de Barbara había llegado a aceptar a Richard, y él se sentía en paz y como en casa cuando estaba allí.
A lo largo de las semanas y de los meses siguientes, mientras se acercaba la primavera, Barbara se sentía atrapada en una especie de telaraña pegajosa de la que no podía salir. Cuanto más se revolvía, más se enmarañaba. Richard era casi siempre bastante agradable, amable hasta caer en el servilismo. Podía ser muy divertido y de trato agradable. Pero no dudaba en pegarle, en apretarle la garganta, en amenazar con matarla a ella y a su familia. Barbara adoptó la postura de pensar: Mejor que me haga daño a mí que no a nadie de mi familia.
Cuenta que en un momento dado fue a hablar con la Policía, y le dijeron que si lo detenían por agredirla, saldría de la cárcel al poco tiempo, y ella creía que saldría con intención de matarla. Ya sabía que llevaba encima pistolas, además de un cuchillo.
Barbara pensó muchas veces en decírselo a su tío Armond y al hermano de la Nana Carmella, que era jefe de Policía de North Bergen, pero estaba absolutamente convencida de que si les contaba los malos tratos que le aplicaba Richard, le plantarían cara sin falta, y también sin falta Richard acabaría matándolos y enterrándolos en alguna parte. Él le decía abiertamente que haría eso. Ella lo creía. Calló y soportó los malos tratos, que no hicieron más que empeorar.
Barbara llegó a descubrir que Richard podía llegar a ser francamente sádico en grado sumo, frío como el hielo, según lo cuenta ella. Richard tenía, de hecho, todas las cualidades peores de su padre y de su madre, pero multiplicadas. Tenía la capacidad de Stanley para la crueldad repentina y prolongada, y la indiferencia de Anna ante los sentimientos de las personas. Richard había llevado esos sentimientos hasta altaras vertiginosas; era mucho más peligroso y cruel que lo que había sido nunca Stanley Kuklinski.
Por otra parte, cuando Richard era amable, era el tipo más agradable, simpático y generoso del mundo. Atento. Amable. Considerado. Muy romántico. Regalaba regularmente a Barbara rosas rojas de tallo largo, tarjetas de amor con frases románticas. Barbara se sentía como si estuviera en una montaña rusa. En una montaña rusa de la que quería bajarse con desesperación. Pero no sabía cómo.
La pareja mantenía ya relaciones íntimas con regularidad. Richard había alquilado un apartamento, y los dos se reunían allí para sus citas románticas. Richard no quería ponerse preservativo, Barbara no tenía acceso a ningún anticonceptivo, y pasó lo inevitable: Barbara se quedó embarazada. Parecía que aquello era lo que había querido Richard desde el principio: dejarla embarazada para obligarla a comprometerse más en su relación con ella.
Barbara estaba hundida. Ella, que solía ser una mujer animada, optimista, se sentía ahora deprimida, rodeada… acorralada, según explica.
Richard hablaba de casarse. Dijo que se alegraba de que estuviera embarazada, que siempre había querido tener hijos con ella, desde la primera vez que habían salido juntos. Barbara decidió que no quería casarse con Richard, que no quería tener a su hijo, y por fm, después de pasar mucho tiempo armándose de valor, acudió a su madre y le dijo la verdad…
– ¡Lo sabía! -dijo Genevieve con gesto severo, frío y airado-. Ya te lo dije. Ya te lo advertí. Eso era lo único que quería él, y tú se lo diste, a un hombre casado con hijos. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido consentir que pase esto? Tú tienes más sentido común. Yo no te crié así…
Barbara, asqueada, se apartó de su madre.
La Nana Carmella fue mucho más comprensiva. No sabía nada del pasado de Richard. Él se la había ganado con su timidez y sus buenos
modales. Era verdad que no era italiano, pero ella, aunque con reticen cias, había llegado a a ceptar esto también, a aceptar a Richard. La Nana Carmella abrazó a Barbara y la tranquilizó, diciéndole que todo saldría bien.
Pero Barbara sabía que no. Sabía que se estaba hundiendo rápidamente en arenas movedizas. Era buena católica y no era partidaria del aborto. Aunque lo hubiera sido, en aquellos tiempos era difícil conseguirlo. Tomó la decisión de tener el niño. Pero no quería tener nada más que ver con Richard. Estaba seguro de que eso sería un viaje sin retorno a un lugar donde ella no quería ir. Saldría de la mejor manera posible de aquella mala situación en que se había metido. ¡Qué razón había tenido Sol Goldfarb acerca de Richard! Ojalá le hubiera hecho caso, se repetía a sí misma una y otra vez.
Barbara fue al banco, retiró todos sus ahorros y se marchó, se fue de la ciudad sin decir nada a Richard. Acudió a la única persona del mundo que la entendería, que la protegería, que la quería pasara lo que pasara y que no la condenaría en ningún caso: a su padre, Albert Pedrici. El señor Pedrici vivía en Miami Beach, y cuando Barbara se subió al avión, cuando el avión salió a la pista y despegó, ella se sintió como si estuviera dejando atrás un mal sueño, una pesadilla. Poco se figuraba que en realidad volaba hacia la pesadilla en la que se iba a convertir su vida.
Traición
Al Pedrici era un veneciano alto, apuesto, que amaba la vida y sabía gozar de ella. Tenía facilidad para reírse, para hacer amigos, era hombre sociable por naturaleza: todo lo contrario que la madre de Barbara. El padre de Albert había llegado a los Estados Unidos pasando por la isla de Ellis en 1906 y se había comprado una casa en la población de mayoría italiana de Hoboken, en la misma manzana donde vivían los Sinatra. Los Pedrici abrieron una tiendecita de alimentación en Hoboken y la familia salió adelante bien sin que les faltara nunca de nada. Albert conoció a la madre de Barbara cuando él tenía veintidós años y ella diecinueve. Fue como un amor a primera vista que los condujo a un matrimonio mal conjuntado y que no dio resultado. Albert y Genevieve se divorciaron cuando Barbara tenía dos años.
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