Llegó a considerar a Barbara como un medio valioso para alcanzar un fin; estaba seguro de que ella podría enseñarle una cara de la vida de la que él no sabía nada. También estaba seguro de que podría conocer el amor verdadero si hacía suya a Barbara. No es que viera en ella a una mujer inteligente e independiente; la veía, más bien, como una posesión en potencia, como una cosa que podía adquirir, poseer y controlar, como un trofeo que se cuelga en la chimenea. Como un trofeo valioso que todos admirarían.
Externamente, Richard era el perfecto caballero, de palabra suave, educadísimo… por dentro se agitaba como un volcán, estaba decidido a tener y a poseer a Barbara Pedrici, costara lo que costara. Su esposa, Linda, estaba olvidada. Era cosa del pasado.
Todos los días, cuando Barbara salía del trabajo, Richard estaba allí. Ella se acostumbró enseguida a su presencia, de tal modo que llegó a darla por supuesta, a aceptarla; no le decía que tenía otros planes; no le decía que quería ir de tiendas con sus amigas, salir y hablar con las chicas y pasarlo bien con ellas. No quería herir sus sentimientos. En realidad, Richard ni siquiera le daba ocasión de protestar; se limitaba a estar siempre allí, con esa cara guapa suya y esos ojos intensos de forma de almendra, con flores, con su sonrisa tímida y solitaria, con sus modales educados. ¿Cómo iba a decirle ella que no? ¿Cómo iba a resistírsele? De hecho, empezó a apreciar su atención constante. Al fin y al cabo, era un hombre de más edad, atractivo, que evidentemente estaba loco por ella, y ella se sentía… bueno, se sentía halagada. Aquellas atenciones y aquella admiración le alimentaban el orgullo; ninguna amiga suya tenía un tipo mayor, muy guapo, que estuviera a su servicio, siempre ahí, abriéndole las puertas, educado, un caballero atento y considerado que pretendía agradar.
Poco a poco, Barbara iba apreciando más a Richard. Su labor de seducción daba sus frutos. Ahora le dejaba besarla; de hecho, ella le devolvía los besos… con pasión. Pero nada más. Se negaba a acostarse con él. Su madre le había advertido muchas veces a lo largo de los años que no tuviera relaciones sexuales nunca, nunca, antes de casarse. Aquello se lo habían inculcado a Barbara desde que era niña.
Pero cuanto más se resistía a las súplicas apasionadas de Richard, más la deseaba él. Tenía que poseerla. Empezó a burlarse de Barbara sobre el tema de la virginidad, le decía que si no quería acostarse con él era porque en realidad no era virgen, porque quería «ocultar la verdad». Al principio lo decía en broma, jugando con ella; pero cuanto más lo negaba ella, más se burlaba él, y más la retaba a enseñárselo. A demostrarlo.
Barbara, que era una joven de carácter fuerte e independiente por naturaleza, cedió por fin a los ruegos de Richard, más para hacerlo callar y demostrarle que era virgen que por cualquier otra cosa. La primera vez que tuvieron relaciones íntimas fue en un motel de Jersey City, y la experiencia no resultó especialmente agradable para Barbara. De hecho, le hizo daño. Pero Richard había llegado a la cima del Everest, y Barbara le había demostrado allí, en el motel, que era virgen, en efecto, pues allí estaba su sangre para demostrarlo. Por esto, Richard la deseó todavía más. Barbara era la única virgen que había conocido, y estaba empeñado en hacerla suya.
Estaba empeñado en casarse con ella.
La tía Sadie
Sadie, la tía de Barbara, era más una madre para ella de lo que lo había sido nunca Genevieve. Genevieve, fría y distante, no era persona de trato fácil. No parecía que apreciara a nadie. Iba a trabajar, volvía a su casa, comía, veía un poco la televisión y se iba a acostar: aquella era su vida, aquello era la vida para ella.
La tía Sadie, por su parte, era abierta, cálida y amistosa; le encantaban las películas; le encantaba la ópera; le gustaba salir; tenía ese carácter generoso y efusivo que es propio del sur de Italia. También era una mujer astuta y ladina, como también suelen serlo los italianos del sur, los napolitanos. Si Barbara, que sin duda era para ella más que una sobrina, una hija, quería tratarse con aquel hombretón polaco, a ella no le importaba. Pero la tía Sadie quería saber algo más de él… quién era, de dónde salía, cuál era su familia. Siempre que salía a relucir su familia, Richard cambiaba de tema. Sadie se preguntó por qué, y tomó la resolución de enterarse. Su hermano Armond era policía a tiempo parcial en North Bergen y, por mediación suya, Sadie localizó a un investigador privado que, cobrando los honorarios correspondientes, fue a Jersey City y a Hoboken y empezó a husmear y a hacer preguntas sobre Richard Kuklinski.
No tardó mucho tiempo en enterarse de que Richard era jugador, de que hacía daño a mucha gente, de que asaltaba camiones, de que tenía un genio terrible, de que tenía problemas con el alcohol y con el juego, y de que estaba relacionado con el crimen organizado. ¡Hasta le llegaron rumores de que Richard había matado a gente en riñas repentinas en los bares, o por dinero! Mamma mia! Richard no tenía antecedentes policiales, pero tenía fama de tipo peligroso: era un pendenciero, un malhechor que llevaba encima pistola y cuchillo. Armond resumió todo esto a Sadie. Esta, consternada, mandó inmediatamente a Armond a hablar con Richard, decidida a poner fin a aquella relación antes de que llegara más lejos. Armond encontró a Richard en un bar de Jersey City y le dijo que tenía que hablar con él.
– Claro -dijo Richard, desconfiando al ver que Armond había venido de pronto a Jersey City a hablar con él-. ¿Qué querías decirme?
– Barbara es una buena chica… -empezó a decir Armond.
– Sí; ya lo sé. Por eso me gusta -dijo Richard.
– Mira, me he enterado de todo lo tuyo, Richard. Sé quién eres. Y yo… la familia y yo queremos que no te acerques a Barbara.
– No me digas -dijo Richard, contrayendo los labios, entrecerrando los ojos.
– Exacto -le dijo Armond, haciéndose el duro.
– ¿Y si no, qué pasa? -le preguntó Richard.
– No será bueno para ti -dijo Armond.
– ¿Me estás amenazando? ¿Me estás amenazando, Armond?
– Te estoy diciendo que dejes en paz a Barbara. Es una buena chica.
– Mis intenciones hacia ella son completamente honradas.
– Estás casado y tienes dos hijos. ¿Cómo van a ser honradas?
– Me voy a divorciar.
– Ella no es para ti.
– ¿Quién lo dice?
– Yo. Lo digo yo. La familia quiere que no te acerques a Barbara. ¿Te enteras?
– Sí, bueno, pues no pienso hacerlo, ¿vale?
– Eso no sería… bueno para ti.
– Me estás amenazando. Mira, Armond: si quieres que llevemos esto por las malas, a mí no me importa, pero te digo ahora mismo, aquí mismo, como amigo, que solo quedará uno de nosotros, y que ese, escúchame bien, que ese no serás tú. Toma buena nota.
Richard esperó a que el otro asimilara sus palabras. Armond no era un tipo especialmente duro. Era alto y delgado, no fuerte. Pero había luchado en la Segunda Guerra Mundial, había ganado muchas medallas y había matado a muchos soldados japoneses; y solía ir armado. En ese momento iba armado, llevaba su revólver militar, un 38 con cañón de cuatro pulgadas. Richard llevaba encima dos pistolas. Se miraron fijamente el uno al otro.
– ¡Mi sobrina es una muchacha buena! -repitió Armond con firmeza-. ¿Es que no te das cuenta?
Si Armond no hubiera sido tío de Barbara, Richard quizá lo habría sacado a la calle y le habría pegado un tiro allí mismo, y se habría deshecho después de su cadáver. En vez de ello, le dijo:
– Como ya te he dicho, mis intenciones para con Barbara son completamente honradas. Dile eso a la familia; diles que me voy a divorciar; diles que quiero a Barbara y que no le haré daño nunca. Díselo… ¿vale?
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