El le dijo que, en realidad, su matrimonio iba muy mal; que no veía casi nunca a su mujer ni a sus hijos; que se iba a divorciar: en esencia, todo aquello era verdad, y Barbara se lo creyó, le tomó la palabra. ¿Por qué no iba a creerlo? Richard no tenía ningún motivo para mentir. Además, Barbara no había conocido nunca las mentiras ni los engaños en su corta vida. Eran cosa ajena a ella. Cuando salieron de la pizzería, Richard no olvidó abrirle la puerta y se apresuró a abrirle también la portezuela del coche, un Chevrolet viejo. Cuando llegaron ante la casa de la Nana Carmella, no intentó darle un beso de despedida, era demasiado tímido para eso. Ella le dio las gracias por la velada y entró en la casa, sin saber si volvería a verlo.
En el camino de vuelta a Jersey City, Richard no podía dejar de pensar en Barbara, en su sonrisa, en sus ojos encantadores, en el contraste de su cabello oscuro con su piel clara. Era como si lo hubieran hechizado, como si Cupido le hubiera clavado una flecha, una flecha especialmente puntiaguda. Richard solo había conocido hasta entonces «mujeres de bar». Mujeres de vida airada, putas y perdidas, como las consideraba él. También había conocido a muchas mujeres casadas que follaban como conejas en celo cuando no estaban sus maridos, dice él.
Richard había llegado a considerar que la mayoría de las mujeres (incluida su propia madre, desde luego) eran unas putas. No olvidaría jamás la imagen de su madre tirándose al vecino de al lado, un tipo desaliñado que tenía tres hijos, en plena tarde. Aquella imagen de su madre desnuda con las piernas muy abiertas, con los pies en todo lo alto, la tenía grabada a fuego en su mente extraña.
Pero Barbara no; ella era distinta; era buena e inocente, pura como la nieve recién caída. Llegó a la conclusión de que la quería. Estaba dispuesto a revolver cielo y tierra para conseguirla. Pero ¿cómo? se preguntaba. ¿Cómo conseguir que ella se prendara de él? No tenía gran cosa que ofrecerle. He aquí el dilema. Pero quería tenerla, poseerla, hacerla suya.
Pero ¿cómo?
Aquella noche, en cuanto Barbara entró en su casa, su madre empezó a ponerle pegas a Richard: era demasiado mayor para ella; vivía en Jersey City; parecía un hombre tosco; no era italiano. Este último era el mayor de sus pecados. La Nana Carmella no tenía nada que decir. Si a Barbara le gustaba, a ella le parecía bien. Pero la tía Sadie sí que tuvo mucho que decir. Contrató a un detective privado para que le diera informes de aquel tal Richard Kuklinski, de Jersey City.
Era el domingo por la mañana, hacía un día muy frío para estar en otoño. A Barbara le gustaba quedarse hasta tarde en la cama los domingos. Seguía dormida del todo cuando su madre la sacudió para despertarla, con cierta premura.
– Ese hombre con quien saliste anoche está aquí -dijo, evidentemente nada contenta.
– ¿Aquí? ¿Dónde?
– ¡Abajo!
– ¿Richard? -Sí.
Barbara, sorprendida hasta la consternación, salió de la cama, se arregló y bajó. Se encontró a Richard sentado en el cuarto de estar. Se levantó de un salto en cuanto la vio. Llevaba en la mano izquierda un gran ramo de flores, y en la derecha un muñeco de peluche blanco: Casper, el fantasma simpático.
Barbara, sin habla, aunque conmovida, se quedó inmóvil, con la boca entreabierta. Ningún chico le había dedicado nunca tales atenciones. ¿A qué venía todo aquello?
– Lamento mucho haberte despertado -dijo él-. No pretendía…
– No… no tiene importancia. Es todo un detalle -dijo, tomando las flores y el muñeco de Casper mientras sonreía educadamente.
Richard no había cortejado a una chica en su vida y no tenía idea de cómo se hacía, de lo que estaba bien hecho y de lo estaba mal. Barbara le ofreció café y puso las hermosas rosas en un jarrón. También era la primera vez: ningún chico le había regalado flores nunca.
A Genevieve le saltaba a la vista que aquel tipo polaco de Jersey City, que, como era bien sabido, era un sitio indeseable lleno de malhechores, andaba detrás de su hija… de su única hija; y aquello no le gustaba. Su hija era una buena chica, virgen… ¿cómo se atrevía aquel tipo a aparecer un domingo por la mañana, temprano, con flores y con ojos de enamorado? Genevieve creía que un hombre crecido como era él solo buscaba una cosa, el sexo, y eso no lo iba a conseguir de su hija, de su Barbara.
Genevieve trataba a Richard con frialdad e indiferencia, y Barbara comprendió que era mejor sacarlo de la casa, apartarlo de su madre, lo antes posible. Se duchó y se vistió, y Richard y ella salieron. Fueron a la plaza Journal, de Jersey City, una de las principales zonas comerciales, llena de bonitos cines con fachadas modernistas, el Loews y el Stanley, y de muchas tiendas agradables. Almorzaron en un restaurante italiano llamado Guido y se pasearon por las anchas calles mirando los escaparates y charlando.
Richard se sentía muy cercano a Barbara, como si la conociera de mucho tiempo. Por algún motivo inexplicable… confiaba en ella. Aquel día hasta hablaron de sexo, y Barbara le dijo que era virgen y que se sentía orgullosa de ello. Aquello dejó a Richard verdaderamente estupefacto. ¿Cómo era posible que una chica tan atractiva, tan sexi y tan deseable, fuera todavía virgen? Pensó que aquello no tema sentido, y se lo dijo.
– Bueno, pues lo soy -dijo ella con firmeza, molesta porque él había dudado de su palabra; pero en realidad sí que la había creído, y aquello le hizo quererla todavía más. Estaba más seguro que nunca de que era verdaderamente una buena chica, una persona en la que podría confiar. Vieron otra película, Éxodo, de Otto Preminger, y Richard volvió a llevar a Barbara a su casa. Esta vez intentó darle un beso de despedida, pero ella no se lo consintió. Tampoco lo invitó a pasar a la casa, pues quería mantenerlo apartado de su madre.
Aquel lunes, cuando Barbara salió del trabajo, Richard la estaba esperando en la puerta, y le traía flores otra vez.
Esto la pilló desprevenida, la dejó… algo intranquila. No habían quedado, pero ahí estaba él, empeñado en llevarla a su casa; y, naturalmente, ella tuvo que subirse a su coche; al fin y al cabo, él solo pretendía ser amable. ¿Cómo iba a negarse? Había quedado con una amiga para ir juntas a la tienda de discos, pero ahora tendría que dejarlo.
Barbara explicó hace poco: Si yo hubiera tenido algo de sentido común, habría visto entonces el aviso del cielo y habría puesto fin a aquello. Pero no había conocido nunca a nadie como Richard… tan… tan atento, y no tenía ningún punto de referencia, en realidad.
Barbara fue con Richard a la tienda de discos de North Bergen, y él se empeñó en comprarle los discos que quería. Ella quiso pagar, pero él no se lo consintió.
– Deja, quiero pagar yo -le dijo él.
Cuando la llevó a su casa, la Nana Carmella los vio y lo invitó a pasar y a cenar con ellas. Barbara tuvo que aceptarlo, aunque tenía la sensación de que se le estaba imponiendo la presencia de Richard. Genevieve se pasaba el día trabajando y no tenía verdadera afición a la cocina, pero la abuela Carmella era una gran cocinera y les sirvió una berenjena a la palmesana, nada extraordinario, pero Richard manifestó con entusiasmo lo mucho que le gustaba.
A Genevieve no le encantaba precisamente que estuviera allí… sabía lo que andaba buscando; pero lo toleraba y lo trató con relativa cortesía. Después de cenar tomaron unos pasteles que había hecho la Nana Carmella, se sentaron en el cuarto de estar y vieron el programa de Sid Caesar; todos salvo Genevieve se reían con ganas. Aunque Richard era tímido y no sabía cómo comportarse, sentía una extraña tranquilidad, se sentía como en casa. Nunca en su vida había tratado con una familia que no fuera gravemente disfuncional, y admiraba el calor de hogar que había en casa de Barbara. Quería tener él eso mismo. Nada le impediría tener a Barbara… tener su propia familia con Barbara.
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