A las dos de la madrugada, Richard empezaba a creer que la chica se quedaba a dormir allí, pero a las dos y media se bajó del barco, se subió a un monovolumen rojo y se marchó. Richard bajó inmediatamente de su coche y se dirigió al barco, llevando en el bolsillo una 38 con silenciador que había comprado a La Motora. En silencio, con movimientos felinos, tan mortal como una bocanada de gas cianhídrico, subió al barco, llegó a la cabina y entró, empuñando la pistola. Cuando la víctima lo vio, tan grande, tan malo y tan serio, se quedó tan aturdido que estuvo a punto de caerse.
– ¿Qué coño pasa? -preguntó.
– Te has ganado enemigos -le dijo Richard-. ¿Cómo lo quieres: rápido, o lento? -preguntó a su víctima, atormentándolo sutilmente.
– Por favor, hombre, tengo hijos, mujer…
– ¿Esa que se acaba de ir es tu mujer? -le preguntó Richard.
– No, es la querida. Por favor, Rich… tengo dinero, te lo daré todo, por favor, Richie, por favor… tú me conoces, yo…
– Amigo mío -le dijo Richard con calma-, cuando me ves a mí, se acabó. Soy la parca, amigo mío -añadió, con una sonrisa sardónica en la cara fría como la piedra.
– Por favor, no, por favor -suplicó la víctima, poniéndose de rodillas, retorciendo las manos como si rezara con fervor.
– Te voy a hacer un favor -dijo Richard.
– ¿Cuál?
– Te mataré deprisa.
Y, dicho esto, le pegó un tiro en la frente, por encima de la nariz. Un dedo de sangre brotó del agujero repentino. Richard esperó a que la sangre dejara de manar, a que el corazón se le detuviera. Entonces, arrastró a la víctima hasta la cubierta, procurando no pisar la sangre, y arrojó el cadáver al agua, maldiciéndolo en silencio. Después se volvió a su coche.
A lo lejos, en alta mar, se desencadenó una tormenta eléctrica, y Richard pasó un rato sentado en su coche, contemplando la loca danza de los relámpagos sobre un cielo negro de terciopelo, amenazador, mientras deseaba que los peces y los cangrejos se comieran a la víctima pedazo a pedazo.
Tuvo suerte de que no lo torturara… Supongo que… me pilló de buen humor.
Un tipo dispuesto a todo
Corría el año 1959. Richard tenía veinticuatro y había empezado a tener graves problemas con la bebida. Solía emborracharse, y entonces se volvía desagradable y pendenciero (igual que su padre) y se enzarzaba inevitablemente en peleas que terminaban en muchos casos en un asesinato improvisado.
Estaba en un bar llamado Pelican Lounge, en Union City, bebiendo submarinos (güisqui puro seguido de un vaso de cerveza). Riñó con otro hombre que estaba en la barra, y el tipo asestó un puñetazo a Richard. Pero antes de que este hubiera tenido tiempo de hacer nada, el barman, al que Richard conocía, le pidió que «siguieran fuera».
– Vamos -dijo Richard para animar al otro. Mientras salían, Richard tomó su cuchillo de caza, que llevaba en el bolsillo del abrigo, y cuando llegaron a la acera se volvió rápidamente y con un solo movimiento veloz, como el ataque de una serpiente de cascabel, clavó la hoja en la garganta del hombre, hacia arriba, llegándole inmediatamente hasta el cerebro.
El hombre cayó muerto.
Richard se marchó andando tranquilamente. Cuando llegó la Policía y se puso a hacer preguntas, nadie sabía nada.
Richard estaba en el bar Orchid, en Union City, bebido y algo alborotado. Un portero enorme, corpulento, lo obligó a marcharse, lo echó a la calle, cosa que Richard aceptó; pero, cuando salía, el portero le dio una fuerte patada en el trasero. Esto indignó a Richard.
Pero sabía que estaba demasiado borracho para defenderse como es debido, y juró que volvería. El portero le escupió: este fue su segundo error. A Richard no le gustaban los porteros de los locales. Le parecía que eran unos matones, y Richard despreciaba a los matones. De hecho, era un matador de matones.
Richard volvió a los dos días, sobrio, mortal, dispuesto a matar. Esperó en su coche a que cerrara el bar, a que saliera el portero. Cuando lo vio salir, Richard se bajó de su coche con un martillo en la mano. Siguió al portero, que se subió a su coche y encendió el motor. Richard se le acercó.
– Eh, grandullón, ¿te acuerdas de mí? -le preguntó.
– ¿Qué coño quieres? -gruñó el portero.
En un abrir y cerrar de ojos, Richard blandió el martillo y le golpeó en la sien con tal fuerza que el martillo se le hundió en el cráneo. Volvió a golpearle una y otra vez. Cuando hubo terminado, el portero estaba muerto, destrozado, irreconocible. Richard le escupió y se marchó.
Por mucho dinero que ganara Richard, solía estar arruinado, pues tenía el vicio del juego y perdía casi siempre. También tenía la costumbre de jugar cuando estaba bebido, lo que solo le servía para perder más y agravar sus problemas…
No estaba satisfecho de su vida, del rumbo que llevaba. En esencia, Richard había llegado a odiar el mundo y a casi todos sus habitantes. Veía el mundo como una selva maligna, hostil, poblada de criaturas peligrosas, de depredadores, lleno de iniquidades brutales. Pero sí se daba cuenta de que la bebida y el juego se estaban convirtiendo en un problema, aunque no sabía cómo dejarlos. En los círculos en los que se movía Richard, todo el mundo bebía y todo el mundo jugaba, todo el mundo se empujaba, todo el mundo mentía, engañaba y robaba. No se fiaba de nadie. Por menos de nada, mataba. Para él, la ecuación era sencilla: o matas o te matan. O comes o te comen.
Corrían rumores inquietantes acerca de Joseph, el hermano menor de Richard. Este oía decir que Joseph tomaba drogas, que Joseph era gay… y aquello lo inquietó. Richard consideraba que las drogas eran un billete de ida a ninguna parte, a una tumba temprana.
Richard oyó decir que Joseph frecuentaba un bar gay llamado Otra Manera, en Guttenberg, Nueva Jersey.
¿Cómo era posible?, se preguntaba. Había visto a Joseph con chicas en muchas ocasiones. La idea de que su hermano fuera gay, un marica, le resultaba perturbadora. No se lo creía, y lo quiso ver con sus propios ojos. Fue al bar en cuestión un viernes por la noche. El local estaba abarrotado de hombres y de chicos que se daban abiertamente muestras de afecto entre sí, y alh estaba Joseph, besando a un hombre vestido de mujer. Richard enrojeció al ver tal cosa.
Pidió una cerveza sin vaso, pues en aquel lugar ni siquiera quería beber de un vaso. En aquellos tiempos -contó Richard más tarde-, lo de ser, ya sabe, homosexual, se consideraba una mancha muy grave, y yo no estaba nada cómodo en aquel local en que los hombres se besaban y se daban la mano abiertamente. Es muy posible que fuera por culpa mía, pero no podía evitarlo; no conocía otra cosa. O sea, sé que en realidad la gente apenas puede elegir eso, su propia sexualidad; pero, aun así…
Cuando Richard levantó la vista, su hermano y el amigo de este habían desaparecido de pronto. ¿Dónde se podrían haber metido en tan poco tiempo? Richard buscó por todas partes pero no encontraba a Joseph. Quería hablar con él, decirle que estaba obrando mal. Fue al baño, y vio por debajo de la puerta del retrete que dentro estaban dos personas. Oyó la voz de su hermano. Se le revolvió el estómago de pensar lo que estaba haciendo. Lo invadió una rabia extraña. Abrió de una patada la puerta cerrada con pestillo y se encontró allí a su hermano, haciendo una felación al otro tipo, aquella infamia ante sus propios ojos.
Joseph, asustado, se puso de pie. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de decir nada, Richard le dio un golpe y lo derribó al suelo sin sentido. Dio otro golpe al travestí, al que dejó también sin sentido. Ay, qué tentación sentía de cometer más violencia, de romper huesos, de hacer correr la sangre. Pero, en vez de ello, Richard se volvió y se marchó, enfurecido, mientras las consecuencias de todo aquello le daban vueltas en la cabeza.
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