– ¡Desgraciado, traidor! -dijo Richard a James-. Te voy a romper todos los huesos del cuerpo menos uno: y si te vuelves a acercar a ella, te buscaré y te romperé el que falta.
Y Richard se puso a romper a golpes metódicamente casi todos los huesos del cuerpo de James, salvo el fémur de su pierna izquierda, subiendo repetidamente a la cama, saltándole encima, dándole patadas, pisotones, puñetazos.
Cuando hubo terminado con James, Richard dirigió su ira contra Linda. Sacó un cuchillo.
– Si no fueras la madre de mis hijos, te mataría -dijo-. Pero me limitaré a darte una lección que no olvidarás nunca.
Le asió el pecho izquierdo. Ella intentó resistirse. La dejó inconsciente de una bofetada, volvió a asirle el pecho izquierdo y le arrancó el pezón con el cuchillo. Hizo después lo mismo con el otro pecho y salió de la habitación como un huracán, dejándola así.
A partir de aquel día, Richard tuvo poco trato con Linda. Veía a sus hijos de vez en cuando; nada más. James se marchó de la ciudad y no volvió nunca a Jersey City.
Philip Marable era capitán en la familia Genovese del crimen organizado. Tenía un restaurante italiano popular en Hoboken y vivía en Bloomfield, allí cerca. El restaurante se llamaba Bella Luna. Servían buena comida del sur de Italia a precios razonables. En las mesas había manteles de hule amarillos y velas en botellas vacías de vino cubiertas de goterones de cera de varios colores.
Marable era un hombre que sabía vestir, siempre iba muy bien peinado, con pelo negro y espeso y ojos oscuros y amenazadores… todo un dandi. Hizo llamar a Richard y lo citó en el restaurante. Lo recibió calurosamente, lo invitó a sentarse, se empeñó en invitarlo a una buena comida. Richard se preguntaba qué querría de él. Cuando hubieron comido y se hubieron tomado un café exprés con anís, Marable dijo:
– Conoces a George West, ¿verdad?
– Claro -dijo Richard.
– Ese tipo nos está dando problemas. Ha estado atracando a mis corredores [los encargados de recoger las apuestas de la lotería clandestina], y quiero que desaparezca de la circulación -le explicó Marable.
– Se puede arreglar -dijo Richard.
– Asegúrate de que queda bien claro, ¿me entiendes?, que no se pueden consentir esas porquerías, ¿de acuerdo?
– Entendido -dijo Richard, satisfecho, viendo que se le abrían nuevos horizontes profesionales.
Dicho esto, Marable hizo deslizarse sobre la mesa un sobre blanco, con gran habilidad, como si fuera un truco que tuviera practicado. El sobre estaba lleno de dinero. Richard se lo guardó. La cena había terminado. Richard sabía que aquel encargo por parte de Marable era una gran oportunidad, y se puso a buscarlo inmediatamente. Buscó a West por todas partes, pero no lo encontraba. Vigiló su casa, los bares que frecuentaba, pero sin dar con él. Pero Richard estaba empeñado en cumplir el contrato pronto y bien, y siguió buscando a West como un tiburón que sigue el rastro de la sangre. Llevaba bajo el asiento delantero de su coche un rifle Magnum recortado del 22 con silenciador y cargador de treinta disparos. Era un arma pequeña y temible, una herramienta de asesino a sueldo, fácil de llevar, fácil de ocultar. Richard tenía una fuente cómoda e inagotable de armas. Conocía a un tipo llamado Robert, al que llamaban La Motora porque las orejas le asomaban demasiado, que vendía todo tipo de armas desde el maletero de su coche, armas de fuego nuevas, todavía en sus cajas de origen. Richard no mataba nunca a dos personas con una misma arma. En cuanto utilizaba una para un asesinato, se libraba de ella. Esta costumbre le daría muy buen resultado en los años venideros, pues así la Policía no llegó a detectar nunca sus actividades. También solía matar a la gente a tiros con dos armas de distinto calibre, a propósito, para que pareciera que los asesinos eran dos. La Motora, el vendedor de armas de fuego, tenía un Lincoln Continental grande y viejo lleno de pistolas, revólveres, rifles y silenciadores. Era un tipo alto y delgado con gafas gruesas de color rosado. También era mecánico y fabricaba silenciadores para casi todas las armas de fuego que vendía. Cuando a Richard le hacía falta algo, le bastaba con llamar a La Motora, y este aparecía con su amplio Lincoln. Richard compró hasta granadas de mano a este vendedor. El rifle recortado del 22 que iba usar con George West se lo había comprado a La Motora.
Richard pasó nueve días sin encontrar a West por mucho que lo buscaba; pero sabía que West estaba en la ciudad porque la gente lo veía. Era a finales de abril de 1958 y llovía casi todos los días.
Una vez que Richard volvía en coche de un bar de Bayonne donde había cobrado un dinero de Carmine Genovese, pasó por delante de una casa de comidas de estilo antiguo, de las de color plateado y distribuídas como un vagón de ferrocarril, y allí estaba bien visible George West, comiéndose un emparedado. Richard, sin creer en su buena suerte, se quedó mirando a West con tal intensidad que estuvo a punto de chocar con el coche que tenía delante. Volvió atrás y entró en un aparcamiento junto a la casa de comidas, localizó el coche de West y aparcó el suyo de manera que lo tuviera bien a tiro. A Richard le gustaba matar con lluvia. Había menos gente. Todo el mundo iba con prisas y no atendía más que a su camino.
West salió de la casa de comidas al poco rato y se dirigió a su coche mientras se limpiaba los dientes con un mondadientes. Richard lo puso tranquilamente en el punto de mira, apretó el gatillo del rifle semiautomático del 22 y disparó varios tiros a West en un par de segundos. Gracias al silenciador, el arma producía solo una leve detonación, como la de un petardo de los pequeños, según explicó Richard. Para asegurarse de que West había muerto, Richard se bajó tranquilamente del coche y se acercó a él. Nadie se fijó en Richard. A nadie le importaba. West seguía vivo. Le manaba la sangre de un orificio de bala que tenía en el cuello. Richard se cercioró de que no lo miraba nadie y metió dos balas de revólver en la cabeza de West, se volvió a su coche y regresó a Jersey City. Le habría gustado torturar un poco a West, era lo que le habían encargado, pero las circunstancias no habían permitido esos lujos. Había tardado nueve días en encontrar a West, y no había querido darle ocasión de escapar. Richard no contó a Marable el golpe ni cómo había sido; sabía que ya se enteraría él bien pronto; de hecho, estaba mal visto hablar de un asesinato después de que se encargara y se cumpüera.
A Marable le gustó el trabajo de Richard y le dio varios contratos más a lo largo del año siguiente. Uno fue el de un hombre que debía a Marable más de cincuenta mil dólares por deudas de juego pero se negaba a pagarle y se jactaba por toda Jersey, que no pensaba pagar, que no le daba miedo Marable: «¡Que lo jodan!». Richard pinchó un neumático del coche del tipo y, cuando estaba cambiando la rueda, se acercó sigilosamente y le dio en la cabeza con un desmontable de neumático en forma de L, con tal fuerza que le abrió el cráneo y el cerebro de la víctima se esparció sobre el coche y en los pantalones de Richard. Vaya lata.
Richard empezó a llevar siempre ropa de repuesto, pues había llegado a descubrir que asesinar a gente podía ser un asunto sucio. El encargo siguiente para Philip Marable fue el de un hombre que tenía un yate en Edgewater. Richard no sabía por qué tenía que morir aquel tipo; no le importaba; no era asunto suyo. Pero ya conocía a la víctima desde hacía años y no le caía nada bien, le parecía un fanfarrón bocazas. Richard fue a verlo a mediados de julio, una noche de calor húmedo. El barco estaba amarrado en un puerto deportivo tranquilo, y Richard aparcó en el aparcamiento de tierra del puerto y encontró el barco al final de un embarcadero. Era un barco de motor pequeño, azul y blanco, con camarote. Eran las once de la noche. Richard se pudo asomar por los ventanucos del barco y vio a la víctima, que estaba haciendo el amor con una joven que, según sabía Richard, no era su esposa. Podría haberlos sorprendido fácilmente, pero no quería hacer daño a la chica, de modo que se volvió a su coche y esperó a que la víctima terminara. Pasó tres horas esperando, pensando: Más te vale pasarlo bien, porque va a ser la última vez que toques carne.
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