– Por aquí, general. Por favor, acérquese. Y bien, soy todo oídos.
Mientras el general D'Hubert, molesto como si a él mismo se le hubiese descubierto en una debilidad, exponga su demanda en la forma más rápida posible, el duque de Otranto continuó probando el ajuste del cuello, estirando las solapas ante el espejo y ciñéndose la espalda en un esfuerzo por mantener en su sitio las colas bordadas de oro de la casaca. Su rostro sereno, sus ojos escrutadores, no habrían podido expresar un mayor interés en estas cosas si hubiera estado solo.
– ¿Excluir de los juicios de la Corte Especial a un tal Feraud, Gabriel Florián, general de brigada en la promoción de 1814? -repitió en tono ligeramente sorprendido y en seguida se apartó del espejo-. ¿Por qué excluirlo a él precisamente?
– Me admira que Su Excelencia, tan competente en la valorización de los hombres de su época, haya considerado ese nombre digno de ser colocado en la lista.
– ¡Es un bonapartista fanático!
– Cada granadero y cada soldado del ejército es igual, como Su Excelencia lo sabe perfectamente. Y la personalidad del general Feraud no tiene más valor que la de cualquier granadero. Es un hombre de escasa capacidad mental, de ningún talento auténtico. Es inconcebible suponer que pueda tener alguna influencia.
– Sin embargo, tiene una lengua activísima -intervino Fouché.
– Es bullanguero, convengo en ello, pero de ningún modo peligroso.
– No deseo discutir con usted. No sé casi nada sobre el personaje. En realidad apenas conozco su nombre siquiera.
– Y, sin embargo, Su Excelencia es el presidente de la comisión encargada por el rey de indicar a aquellos que deben ser procesados -dijo el general D'Hubert con un énfasis que no pasó inadvertido del ministro.
– Sí, general -respondió dirigiéndose hacia la parte más obscura de la vasta sala y dejándose caer en una honda silla, que pareció engullirlo, dejando visibles sólo el suave fulgor del oro de los bordados y la mancha pálida del rostro-. Sí, general, siéntese allí.
El general tomó asiento.
– Sí, general -continuó el maestro en las artes de la intriga y la traición, cuya duplicidad (como si a veces a él mismo le resultara intolerable) se desahogaba en verdaderos estallidos de cínica franqueza-. Es verdad que me apresuré en la formación de la Comisión Proscriptiva y tomé su presidencia. ¿Pero sabe usted por qué? Sencillamente porque temía que si no me precipitaba a tomarla rápidamente -en mis manos, mi propio nombre encabezaría la lista de los condenados. Tales son los tiempos en que vivimos. Pero todavía soy ministro del rey y le ruego que me declare francamente por qué desea que saque de la lista el nombre de ese oscuro Feraud. Le sorprende a usted que se lo haya colocado allí. ¿Es posible que conozca tan poco a los hombres? Mi querido general, ya en la primera; sesión celebrada por la comisión, los nombres nos cayeron encima como la lluvia sobre el techo de las Tullerías. ¡Nombres! Teníamos miles para elegir. ¿Cómo sabe usted si el nombre de este Feraud, cuya vida o muerte no tendría ninguna importancia para Francia, no oculta alguna otra personalidad?
La voz que brotaba de las profundidades del sillón se detuvo. Enfrente estaba sentado el general D'Hubert, inmóvil, sombrío y callado. Sólo de vez en cuando se ola el metálico temblor de su sable. La voz en el sillón comenzó nuevamente:
– También debemos procurar satisfacer las exigencias de los soberanos aliados. Sólo ayer el príncipe de Talleyrand me dijo que Nesselrode lo había informado, oficialmente, del disgusto con que Su Majestad el Emperador Alejandro veía el escaso número de escarmientos que el gobierno del rey se proponía efectuar, particularmente entre los militares. Le refiero esto en forma confidencial.
– ¡Dios mío! -exclamó el general D'Hubert con los dientes apretados-. Si Su Excelencia piensa honrarme con alguna otra información confidencial, no sé lo que haré. Lo que acaba de decirme es suficiente para que uno sienta deseos de quebrar la espada sobre la rodilla y tirar los pedazos…
– ¿A qué clase de gobierno se había Imaginado usted estar sirviendo? -lo interrumpió con brusquedad el ministro.
Al cabo de un corto silencio, el general D'Hubert respondió con voz abatida:
– Al gobierno de Francia.
– Acalla usted su conciencia con simples frases vacías, general. La verdad es que usted está sirviendo a un gobierno de desterrados que regresan, de hombres que durante veinte años carecieron de patria. De hombres que también se reponen ahora de un terrible y humillante temor… No tenga ninguna ilusión sobre ellos.
El duque de Otranto calló. Se había aliviado y lograba su objeto al rebajar un tanto el amor propio de un hombre que lo había sorprendido en ridículos pavoneos, con bordado traje de corte, ante un espejo. Pero estos militares eran tipos testarudos y reflexionó que sería poco conveniente que un general de cierta influencia, recibido en audiencia bajo la recomendación de uno de los príncipes, procediera con escandalosa precipitación después de haber celebrado una entrevista privada con el ministro. Con un tono diferente planteó esta pregunta:
– ¿Es pariente suyo este Feraud?
– No, de ninguna manera.
– ¿Un amigo íntimo?
– Intimo…; si. Existe entre nosotros una relación de tal naturaleza que convierte para mí en un punto de honor el tratar de…
El ministro tocó una campanilla sin esperar la terminación de la frase. Cuando el criado se hubo marchado, después de colocar sobre la mesa escritorio un par de pesados candelabros de plata, el duque de Otranto se levantó, el pecho deslumbrante de dorados reflejos acentuados por la luz más potente, y sacando una hoja de un cajón, la sostuvo ostentosamente en la mano mientras decía con persuasiva dulzura:
– No debe usted hablar de quebrar su espada sobre la rodilla, general. Es muy probable que jamás consiguiera otra. Esta vez el Emperador no regresará… Diable d'homme ! Hubo un momento aquí en París, inmediatamente después de Waterloo, en que realmente me asustó. Parecía dispuesto a comenzar todo de nuevo. Afortunadamente, es ésta una hazaña que nunca se cumple. No debe pensar en quebrar su espada, general.
Con la vista baja, el general movió ligeramente las manos en un desesperado gesto de renunciación. El ministro de policía apartó de él los ojos y examinó detenidamente la hoja que desde hacía un rato tenía levantada.
– Sólo se ha elegido a veinte generales para que sirvan de escarmiento. Veinte. Un número redondo. Y veamos, Feraud… ¡Ah! Aquí está. Gabriel Florian. Parfaitement . Este es su hombre. Bueno, entonces sólo habrá diecinueve escarmientos.
El general se levantó con la sensación de haber padecido una grave enfermedad infecciosa.
– Debo rogar a Su Excelencia que guarde el más profundo secreto sobre mi intervención. Doy la mayor importancia al hecho de que siempre Ignore…
– ¿Y quién podría informarlo, dígame?-preguntó Fouché escrutando con curiosidad el rostro tenso y demacrado del general D'Hubert-. Coja una de esas plumas y borre usted mismo el nombre. Esta es la única lista que existe. Si cuida usted de mojar su pluma con suficiente tinta, nadie podrá averiguar jamás cuál fue el nombre borrado. Pero, par exemple , yo no soy responsable de lo que Clarke haga en seguida con él. Si persiste en su fanatismo, el Ministerio de la Guerra lo obligará a residir en algún pueblecito de provincia, bajo vigilancia policíaca.
Pocos días más tarde, el general D'Hubert decía a su hermana, después de los primeros saludes de bienvenida:
– ¡Ah! Mi querida Leonie, no sabes qué prisa tenia en abandonar París.
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