Joseph Conrad - El Duelo

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Llevada hace unos años al cine, Los duelistas es una de las obras capitales de Conrad, la historia de una interminable contienda entre dos oficiales de la Grande Armée, enzarzados en una insensata guerra privada, en los intervalos y escenarios de las guerras napoleónicas. El relato, que llega a adquirir caracteres legendarios, convierte sutilmente a ambos duelistas en `dos artistas dementes, empeñados en dorar el oro o teñir una azucena`. La lucha contra el otro, para acabar con el otro, será así, sin paradojas, el verdadero fin de toda existencia.

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Cualquier melancólico presentimiento de orden militar, cautelosamente manifestado, habría sido señalado nada menos que como alta traición por éste. Pero Leonie, la hermana del coronel D'Hubert, recibió la carta con profunda satisfacción, la dobló pensativa y observó para sí "que era muy probable que Armand resultara ser un hombre muy sensato". Desde su matrimonio, efectuado con un miembro de una familia meridional, se había convertido en una fervorosa creyente en el retorno del rey legítimo. Llena de esperanzas y ansiedad, mañana y tarde ofrecía oraciones a este efecto y en las iglesias encendía cirios por la salud y prosperidad de su hermano.

Tenía muchos motivos para creer que sus oraciones eran escuchadas. El coronel D'Hubert pasó por Lutzen, Bautzen y Leipzig sin sufrir mutilaciones y aumentando en cambio su excelente fama. Adaptando su conducta a las necesidades de aquella época desesperada, jamás manifestó sus decepciones. Las ocultaba bajo una alegre cortesía de tan agradable especie, que la gente se preguntaba asombrada si el coronel D'Hubert no se daba cuenta de los desastres. No sólo sus modales, sino su mirada misma, permanecieron imperturbables. La expresión siempre acogedora de sus ojos azules desconcertaba a todos los descontentos y aplacaba la desesperación.

Esta actitud fue favorablemente observada por el propio Emperador, pues el coronel D'Hubert, agregado ahora al servicio del general de Estado Mayor, se encontró varias veces dentro del radio visual imperial. Pero esta misma serenidad exasperaba el carácter más impetuoso -del coronel Feraud. Al pasar por Magdeburgo en actos del servicio, éste se permitió decir, refiriéndose al adversario de toda su vida, mientras permanecía tristemente sentado junto a la mesa del Comandant de Place :

– Ese hombre no ama al Emperador.

Y sus palabras fueron recibidas por los demás invitados en medio de un profundo silencio. Espantado en lo hondo de su conciencia por la atrocidad de su acusación, el coronel Feraud sintió la necesidad de apoyarse;en un poderoso argumento.

– Nadie puede conocerlo mejor que yo -exclamó agregando algunas maldiciones-. Cada cual estudia a su adversario. Como todo el ejército lo sabe, nos hemos enfrentado una media docena de veces en el campo del honor. ¿Qué más quieren? Si esto no es suficiente para que cualquier idiota conozca a su hombre, que el diablo me lleve.

Y miró en derredor con expresión sombría y obstinada.

Más tarde, en París, cuando se encontraba extraordinariamente ocupado en reorganizar su regimiento, el coronel Feraud supo que D'Hubert había ascendido a general. Fijó en su informante una mirada incrédula, en seguida cruzó los brazos y se alejó refunfuñando:

– Nada me sorprende ya de parte de ese hombre.

Y en voz alta agregó, hablando por encima del hombro:

– Le agradecería que advirtiera al general D'Hubert, en la primera ocasión posible, que su promoción lo libra temporalmente de un grave encuentro. Sólo estaba esperando que llegara aquí.

El otro oficial objetó:

– ¿Cómo puede pensar en ello, coronel Feraud, ahora que cada vida debería ser exclusivamente consagrada a la gloria y seguridad de Francia?

Pero la tensión de la desdicha causada por los reveses militares había agriado el carácter del coronel Feraud. Como a muchos hombres, la desgracia lo corrompía.

– No puedo atribuir a la existencia del general D'Hubert ningún valor relativo a la gloria o la seguridad de Francia -replicó cínicamente-. Supongo que no pretenderá conocerlo mejor que yo…, yo que me he batido con él en media docena de duelos…, ¿no es así?

Hombre joven, su interlocutor no contestó. El coronel Feraud empezó a pasearse por la pieza.

– No es época ésta en que se deban disimular las cosas -dijo-. No puedo creer que ese hombre haya amado alguna vez al Emperador, Recogió sus estrellas de general bajo las botas del mariscal Berthier. Yo obtendré la.5 mías en otra forma, y entonces liquidaremos de una vez este asunto, que se prolonga demasiado.

Informado por vías indirectas de la actitud del coronel Feraud, el general D'Hubert esbozó un gesto como quien echa de lado a un personaje importuno. Su preocupación giraba alrededor de asuntos más graves. No había tenido tiempo de ir a visitar a su familia. Su hermana, cuyas esperanzas monarquistas crecían día a día, no obstante lo orgullosa que de él se sentía, lamentaba hasta cierto punto su promoción, pues ésta lo señalaba claramente con el favor del usurpador, lo que más tarde podría perjudicarlo en su carrera. El le escribió advirtiéndole que sólo un inveterado enemigo podría decir que había obtenido su ascenso por favoritismo. En cuanto a su carrera, 1e aseguraba que no veía en el futuro más allá del próximo campo de batalla.

Iniciando la, campaña de Francia en este lamentable estado de ánimo, el general D'Hubert fue herido en el segundo día de la batalla de Laon. Al ser trasladado fuera del campo, oyó que el coronel Feraud, ascendido a general en ese mismo momento, había sido enviado a reemplazarlo a la cabeza de su propia brigada. Maldijo impulsivamente su suerte, incapaz de comprender a primera vista todas las ventajas que le aportaría una grave herida. Sin embargo, por este medio enérgico, la Providencia se disponía a forjar su futuro. Dirigiéndose lentamente hacia la residencia campestre de su hermana, al cuidado de un fiel servidor, el general D'Hubert escapó a todas las humillaciones y cavilaciones que torturaron a los hombres del imperio napoleónico cuando se produjo el derrumbe. Tendido en su lecho, con la ventana de par en par abierta al sol de Provenza, percibió por fin claramente los indiscutibles beneficios que le aportó aquel dentado fragmento de obús prusiano que, al matar su caballo y rasgarle el muslo, lo salvó de un hondo conflicto de conciencia. Al cabo de catorce años transcurridos sobre la silla de montar y con la espada en la mano, y con ' un sentido del deber ampliamente cumplido, el general D'Hubert descubrió que la resignación era una virtud fácil. Su hermana se sentía encantada de su sometimiento. "Me pongo íntegramente en tus manos, mi querida Leonie", le había dicho él.

Convalecía aún cuando, gracias a la favorable influencia de la familia dé su cuñado, recibió del gobierno monárquico no sólo la confirmación de su rango, sino la seguridad de que continuaría en el servicio activo. A esto se añadía un ilimitado permiso -de convalecencia. La opinión desfavorable que de él se tenia en los círculos bonapartistas -aunque sólo se apoyaba en las declaraciones sin fundamento de Feraud fue directamente responsable de su permanencia en la lista activa. En cuanto al general Feraud, también se le confirmó en su rango. Era más de lo que había esperado, pero el mariscal Soult, entonces ministro de la guerra del rey restituido, favorecía a los oficiales que habían luchado en España. Pero ni siquiera la protección del mariscal era lo suficientemente poderosa para procurarles una ocupación. Feraud permaneció irreconciliable, ocioso y siniestro. En oscuros restaurantes buscaba la compañía de otros oficiales, a media paga, que conservaban con veneración, en el bolsillo del pecho, las ajadas pero gloriosas cocardas tricolores, y lucían en sus viejas chaquetas los botones con el águila imperial prohibida, resistiéndose al cambio prescrito bajo el pretexto de que su pobreza no les permitía el gasto.

El regreso triunfante de la Isla de Elba, hecho histórico tan maravilloso y sorprendente como las hazañas de algún semidiós mitológico, sorprendió al general D'Hubert demasiado débil aún para montar un caballo. Tampoco podía caminar bien. Estos impedimentos físicos, que Madame Leonie consideraba afortunadísimos, colaboraron a apartar a su hermano de todo peligro posible. Sin embargo, notó con desaliento que su estado de ánimo estaba muy lejos de ser razonable. Este general, amenazado aún de la pérdida de un miembro, fue una noche sorprendido en las caballerizas del castillo por un criado que, al divisar una luz, sembró la alarma temiendo una incursión de ladrones. La muleta yacía medio enterrada en la paja y el general saltaba en una pierna sobre un cajón vacío, esforzándose en ensillar un fogoso caballo. Tales eran los efectos de la fascinación imperial sobre el espíritu de un hombre de temperamento calmado y mente serena. Acosado, a la luz de los faroles de la caballeriza, por los llantos, las *súplicas, la indignación, las reconvenciones y reproches de su familia, salió de esta difícil situación desmayándose oportunamente:en los brazos del más próximo pariente, y en este estado se le condujo a su lecho. Antes que pudiera levantarse de nuevo, el segundo reinado de Napoleón, los Cien Días de febril agitación y supremo esfuerzo se desvanecieron como una terrorífica pesadilla. El año trágico de 1815, iniciado en medio de preocupaciones e inquietudes, terminó con vastos proyectos de venganza.

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