Napoleón I, cuya carrera fue una especie de duelo contra la Europa entera, desaprobaba los lances de honor entre los oficiales de su ejército. El gran emperador militar no era un espadachín y tenía bien poco respeto por las tradiciones.
Sin embargo, la historia de un duelo, que adquirió caracteres legendarios en el ejército, corre a través de la epopeya de las guerras imperiales. Ante la sorpresa y la admiración de sus compañeros de armas, dos oficiales -como dos artistas dementes empeñados en dorar el oro o teñir una azucena- prosiguieron una lucha privada en medio de la universal contienda. Eran oficiales de caballería, y su contacto con el brioso y altivo animal que conduce a los hombres a la batalla parece particularmente apropiado al caso. Seria difícil imaginar como héroes de esta leyenda a dos oficiales de infantería, por ejemplo, cuya fantasía se encuentra embotada por las marchas excesivas, y cuyo valor ha de ser lógicamente de una naturaleza -más laboriosa. En cuanto a los artilleros e ingenieros, cuya mente se conserva serena gracias a una dieta de matemáticas, es simplemente imposible imaginarlos en semejante trance.
Se llamaban estos oficiales Feraud y D'Hubert, y ambos eran tenientes de un regimiento de húsares, aunque no del mismo destacamento.
Feraud se encontraba ocupado en el servicio del cuartel, pero el teniente D'Hubert tenía la suerte de hallarse agregado a la comitiva del general comandante de la división como officier d'ordonnance . Esto sucedía en Estrasburgo, y en esta agradable e importante guarnición disfrutaban ampliamente de un corto intervalo de paz. Y aunque ambos eran de carácter intensamente guerrero, gozaban de este periodo de calma, durante el que se afilaban las espadas y se limpiaban los fusiles; quietud grata para el corazón de un militar y sin desmedro para el prestigio de las armas, especialmente porque nadie creía en su sinceridad ni en su duración.
Bajo estas históricas circunstancias, tan favorables para la justa apreciación del solaz militar. en una hermosa tarde, el teniente D'Hubert se dirigió por una tranquila callejuela de los alegres suburbios hacia las habitaciones del teniente Feraud, que residía en una casa particular con un jardín al interior, propiedad de una anciana solterona.
Su llamado a la puerta fue instantáneamente contestado por una joven ataviada con traje alsaciano. Su tez lozana y sus largas pestañas, bajadas con modestia ante el apuesto oficial, obligaron al teniente D'Hubert, siempre sensible a las emociones estéticas, a suavizar la fría y severa, gravedad de su rostro. Al mismo tiempo, observó que la muchacha llevaba sobre el brazo un par de pantalones de húsar, azules, con raya roja.
– ¿Está el teniente Feraud? -preguntó con suavidad.
– No, señor. Salió esta mañana a las seis.
La hermosa criada trató de cerrar la puerta. Oponiéndose a su movimiento con suave firmeza, el teniente D'Hubert entró al vestíbulo haciendo tintinear las espuelas.
– Vamos, querida. No me va a decir usted que no ha vuelto desde esta mañana a las seis.
Al decir estas palabras, el teniente D'Hubert abrió sin ceremonias la puerta de un cuarto tan ordenado y confortable que sólo la presencia delatora de botas, uniformes y accesorios militares lo convencieron de que se encontraba en el dormitorio del teniente Feraud. Al mismo tiempo adquirió la certidumbre de que éste no se encontraba en casa. La veraz criada lo había seguido y elevaba hacia él sus cándidos ojos.
– ¡M, m! -farfulló el teniente D'Hubert muy desconcertado, pues ya había visitado todos los lugares -donde pudiera encontrarse un oficial de húsares en una hermosa tarde.
– De manera que ha salido. ¿Y sabe usted, por casualidad, querida, dónde fue esta mañana a las seis?
– No -contestó ella rápidamente-. Anoche llegó muy tarde, y lo sentí roncar. Lo oí trajinar cuando me levanté a las cinco. Se puso su uniforme más viejo y salió. Asuntos de servicio, supongo. -¿De servicio? De ninguna manera -exclamó el teniente D'Hubert-. Sepa, usted, ángel mío, que esta mañana salió a hora tan temprana a batirse en duelo con un civil.
Ella recibió la noticia sin un estremecimiento siquiera de sus obscuras pestañas. Era evidente que consideraba los actos del teniente Feraud muy por encima de toda critica. Sólo levantó un momento los ojos con mudó sorpresa, y el teniente D'Hubert dedujo, de esta ausencia de emoción, que ella había visto al teniente. Feraud después de su salida matinal. Recorrió el aposento con la mirada.
– ¡Vamos! -le dijo con confidencial familiaridad-. ¿No se encontrará por acaso en algún sitio de la casa?
Ella sacudió la cabeza.
– ¡Tanto peor para él! -comentó el teniente D'Hubert en un tono de absoluto convencimiento-. Pero estuvo esta mañana en la casa.
Esta vez la hermosa criada asintió levemente.
– ¡Estuvo aquí! -exclamó D'Hubert-. ¿Y volvió a salir? ¿Para qué? ¿Por qué no se quedó tranquilamente en la casa? ¡Qué loco! Mi querida niña…
Su natural bondad de espíritu y un fuerte sentido de solidaridad hacia el compañero agudizaban el poder de observación del teniente D'Hubert. Imprimió a su voz la más persuasiva suavidad y, observando los pantalones de húsar que la muchacha aun sostenía, explotó el interés que ella demostraba en el bienestar y la dicha del teniente Feraud. Fue enérgico y convincente. Empleó sus bellos ojos bondadosos con excelentes resultados. Su ansiedad por encontrar al teniente Feraud, por el propio bien del oficial, venció por fin la resistencia de la joven. Desgraciadamente no tenía mucho que decir. Feraud había regresado a la casa poco antes de las diez, se dirigió directamente a su dormitorio y se echó sobre la cama;para reanudar el sueño interrumpido. Lo había oído roncar más fuerte que antes, hasta muy avanzada la tarde. Luego se levantó, vistió su mejor uniforme y salió. Era todo lo que ella sabía.
Levantó los ojos y el teniente D'Hubert los escrutó con incredulidad.
– Es increíble. ¡Salir a pavonearse por la ciudad con su mejor uniforme! Mi querida niña, ¿no sabe acaso que esta mañana atravesó a ese civil de parte a parte con su sable? Lo traspasó como quien ensarta una liebre.
La hermosa criada escuchó la horrible noticia sin manifestar la menor aflicción. Pero apretó los labios con gesto pensativo.
– No anda paseando por la ciudad -observó en voz baja-. Lejos de ello.
– La familia del civil ha formado un tremendo escándalo -continuó el teniente D'Hubert siguiendo el curso de sus pensamientos-. Y el general está indignado. Se trata de una de las familias más influyentes de la ciudad. Feraud debió, por lo menos, permanecer a mano…
– ¿Qué le hará el general? -inquirió la joven con angustia.
– Puedo asegurarle que no le cortará la cabeza -gruñó D'Hubert-. Su proceder es perfectamente censurable. Esta clase de bravatas le acarreará un sinfín de complicaciones.
– Pero no anda pavoneándose por la ciudad -insistió la criada en un tímido murmullo. -Tiene razón. Ahora que lo pienso, no lo he visto por ninguna parte. ¿Pero qué se ha hecho?
– Fue a hacer una visita -sugirió la criada al cabo de un momento de silencio.
El teniente D'Hubert se sobresaltó.
– ¿Una visita? ¿Quiere usted decir que ha ido a visitar a una dama? ¡Qué desfachatez tiene este hombre! ¿Y cómo lo sabe, querida?
Sin disimular su femenino desprecio por la lentitud de la imaginación masculina, la bella criada le recordó que el teniente Feraud se había puesto su mejor uniforme antes de salir. También se había ataviado con su más flamante. dolmán, agregó en un tono que hacia pensar que esta conversación comenzaba a exasperarla, y se volvió bruscamente de espaldas.
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