Joseph Conrad - El Duelo

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Llevada hace unos años al cine, Los duelistas es una de las obras capitales de Conrad, la historia de una interminable contienda entre dos oficiales de la Grande Armée, enzarzados en una insensata guerra privada, en los intervalos y escenarios de las guerras napoleónicas. El relato, que llega a adquirir caracteres legendarios, convierte sutilmente a ambos duelistas en `dos artistas dementes, empeñados en dorar el oro o teñir una azucena`. La lucha contra el otro, para acabar con el otro, será así, sin paradojas, el verdadero fin de toda existencia.

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CAPITULO IV

Ningún hombre triunfa en todo lo que emprende. En este sentido somos todos unos fracasados. Lo importante es no desfallecer en el intento de organizar y mantener el esfuerzo de nuestra vida. Y en esto, lo que nos empuja adelante es la vanidad. Nos precipita a situaciones en las cuales resultamos perjudicados, y sólo el orgullo es nuestra salvaguardia, tanto por la reserva que impone sobre la elección de nuestra conducta, como por la virtud de su poder de resistencia.

El general D'Hubert era orgulloso y reservado. No lo habían alterado sus diversas aventuras amorosas, triunfantes o no. En su cuerpo lleno de guerreras cicatrices, conservaba a los cuarenta años un corazón intacto. Habiendo aceptado con reserva los proyectos matrimoniales de su hermana, se sintió de pronto irremediablemente enamorado, tal como se cae de un tejado. Era demasiado orgulloso para experimentar temor. En realidad, la sensación que lo embargaba era tan deliciosa que no podía alarmarlo.

La inexperiencia de un hombre de cuarenta años es mucho mas peligrosa que la inexperiencia de un muchacho de veinte, pues no la impulsa el entusiasmo de una sangre ardiente. La joven era misteriosa, como lo son las adolescentes, nada más que a causa de su recatada ingenuidad; pero el enigma de la muchacha se le antojó a él excepcional y fascinante. Sin embargo, no existía el menor secreto en las disposiciones del matrimonio que Madame Leonie había convenido. Tampoco tenían nada de particular. Era una unión muy apropiada, considerada con muy buenos ojos por la madre de la joven (.su padre había muerto), y muy tolerable según la opinión del tío de ésta, un anciano emigré que recientemente regresara de Alemania, y vagaba, bastón en mano, como un escuálido fantasma del ancien régime , por los floridos senderos de la mansión ancestral de la joven prometida.

El general D'Hubert no era hombre que se conformara sólo con una mujer y su fortuna, llegado el caso. Su orgullo (y este sentimiento exige siempre un triunfo auténtico) no estaría satisfecho más que con la certidumbre de un amor correspondido. Pero como el verdadero orgullo prescinde de la vanidad, no podía imaginarse que existiera alguna razón por la cual esta misteriosa criatura, con sus profundos y resplandecientes. ojos color violeta, pudiera experimentar hacia él un sentimiento más cálido que la simple indiferencia. La joven (cuyo nombre era Adela) rechazaba toda tentativa destinada a aclarar este punto. Es verdad que estas maniobras eran tímidas y torpes, pues en ese entonces, el general D'Hubert había adquirido una aguda conciencia de sus años, sus heridas, sus muchas imperfecciones morales, su secreta insignificancia, e incidentalmente había aprendido por la experiencia el significado de la palabra miedo. Hasta la fecha sólo le parecía percibir que, con una ilimitada confianza en el amor y la sagacidad de su madre, ella no experimentaba una insuperable aversión hacia su persona y que esto era muy suficiente en una joven bien educada para iniciarse en la vida matrimonial. Este punto de vista hería y atormentaba el orgullo del general D'Hubert. No obstante, se preguntaba, con una especie de dulce desesperación, ¿qué más podía esperar? Ella poseía una frente serena y luminosa. Sus ojos violeta reían mientras la línea de sus labios y el mentón conservaban una admirable gravedad. Todo esto se encontraba coronado por tan magnífica cabellera rubia, por una tez tan maravillosamente pura, por tal gracia en la expresión, que el general D'Hubert no tuvo jamás oportunidad de considerar con la suficiente lucidez las nobles exigencias de su orgullo. En realidad, lo sobrecogió una especie de temor a esta clase de investigaciones desde que, una o dos veces, lo arrastraron a crisis de solitaria pasión en las qué comprendió claramente que la amaba tanto, que estaba dispuesto a matarla antes que renunciar a ella. De tales accesos -bien conocidos por los hombres de cuarenta años-, emergía destrozado, agotado, lleno de remordimientos y bastante desalentado. En

cambio, obtenía un considerable consuelo -sentado de vez en cuando junto a una ventana durante largas horas por la noche- en la práctica más serena de la meditación sobre el milagro de la vida de Adela, como un fervoroso creyente en la mística contemplación de su fe.

No se crea por esto que los cambios producidos en su ánimo fueran visibles al mundo externo. El general D'Hubert no tenía dificultad en mostrarse lleno de sonrisas. Porque en realidad era muy dichoso. Se sometía a las costumbres establecidas en su situación, enviando flores todas las mañanas (del jardín de su hermana y de los invernaderos), acudiendo más tarde a almorzar con su prometida, la madre y el tío emigré de ésta. Pasaban la mitad del día paseando o sentadas a la sombra. Una atenta deferencia, vacilante al borde de la ternura, era el carácter dominante de sus relaciones por parte de él, que ocultaba tras un alegre juego de palabras la profunda emoción que provocaba en todo su ser la inaccesible proximidad de la joven. A avanzadas horas de la tarde, el general D'Hubert se dirigía a su casa cruzando por los viñedos, sintiéndose a veces intensamente desgraciado, otras supremamente feliz, muchas veces sumido en pensativa tristeza; pero experimentando siempre una particular intensidad de vida, esa exaltación común a los artistas, los poetas y los amantes, a los hombres presas de una gran pasión, un noble ideal o una nueva visión de la belleza plástica.

El mundo externo no tenía para el general D'Hubert una existencia definida. Sin embargo, una tarde, al cruzar una colina desde la cual se divisaban las dos casas, el general D'Hubert distinguió la silueta de dos hombres al fondo del camino. El día había sido espléndido. Las galas exuberantes del cielo inflamado prestaban una luminosidad especial a las sobrias tonalidades del paisaje sureño. Las rocas grises, los campos terrosos, el púrpura, el horizonte ondulante, armonizaban en refulgentes gradaciones, exhalando ya los aromas de la noche. Las dos figuras al fondo del camino se destacaban como dos siluetas recortadas en madera, rígidas y negras sobre la cinta de polvo blanco. El general D'Hubert reconoció los largos y rectos capotes militares abrochados hasta los corbatines negros, los tricornios, los rasgos morenos, esmirriados, enérgicos; eran viejos soldados, vieilles moustaches . El más alto llevaba un parche oscuro sobre un ojo, y el rostro duro y seco del otro presentaba una inquietante y extraña peculiaridad cuyo origen se descubría, al acercarse, en la falta de la punta de la nariz. Levantando las manos para saludar al civil ligeramente cojo que caminaba apoyado en un grueso bastón, preguntaron por la casa donde vivía el barón general D'Hubert, y cuál sería la mejor manera de abordarlo para sostener una conversación privada.

– Si este lugar os parece lo suficiente reservado -les dijo el general D'Hubert, lanzando una mirada a los viñedos rodeados de un margen purpúreo y dominados por el nido de muros grises y pardos de una aldea prendida sobre el extremo cónico de una colina, de tal manera que la tosca torre de la iglesia parecía sólo una coronación de roca-: Si consideráis este lugar lo bastante discreto, podéis hablar con él al punto. Y os ruego, camaradas, que habléis francamente y con entera confianza.

Al oír esto, cavilaron un momento después de llevarse de nuevo las manos al sombrero con marcada ceremonia. Luego, el de la nariz amputada, hablando por ambos, dijo que se trataba de un asunto confidencial que había de tratarse con suma discreción. Su cuartel general se encontraba establecido en aquella aldea donde los endemoniados campesinos -¡malditos fueran sus traidores corazones monárquicos! – observaban con hostilidad a los tres modestos militares. Por el momento, sólo deseaba preguntar el nombre de los amigos del general D'Hubert.

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