—¿Ustedes saben lo que es un hijoputa? —inquirió el comisario Coronas como toda presentación del asunto.
Al tiempo que Garzón contestaba sin fisuras «Desde luego que sí», yo inicié una perorata de resultados inciertos.
—Hombre, pues no sé. En realidad es curioso que los mayores insultos dirigidos a los hombres acaben también cayendo sobre la cabeza de una mujer. Porque ya me dirá, comisario, si porque un tío sea malvado o cabrón hay que cargárselo también a su madre.
Coronas elevó una mano para que parara mi carro dialéctico.
—No saquemos la cosa del contexto, Petra, tómelo como si fuera una simple expresión. ¿Sabe usted lo que es un hijoputa?
—Sí.
—Pues ahí voy. Es el asesinato de un hijoputa lo que tienen que investigar. Apareció hace dos días muerto en su propia casa de un disparo. Y según el informe de la autopsia, fue degollado después. Un caso de ensañamiento singular.
—Así suelen morir los hijoputas —sentenció el subinspector.
Una vez más, aunque no me pareció oportuno confesarlo, estaba en desacuerdo con lo dicho. Es público y notorio que no siempre los hijoputas mueren como deberían morir. Incluso tengo observado que los auténticos hijoputas de raza presentan una tendencia alarmante a la supervivencia contra viento y marea, incluso me atrevería a decir a la longevidad.
—Se lo cargaron a las doce de la noche, y utilizaron el viejo truco del falso repartidor de pizzas para entrar en su piso. Un trabajo muy limpio, dentro de lo que cabe. Mínimos indicios de lucha, aunque el tipo se resistió, con resultado de una lámpara y un vaso por el suelo. Poco más. Ni una huella. Sin pistas que hayan podido aparecer aún. Hay un testimonio poco concluyente. Una vecina vio salir del portal a un hombre bien vestido que se alejó corriendo. Se reconoce incapaz de identificarlo porque vive en un cuarto piso y no tenía buena visibilidad. Un caso para gente muy competente, señores, y no exenta de imaginación y experiencia.
—Como Moliner y Rodríguez —apuntó Garzón con malicia.
—Ellos ya tienen otras cosas que hacer —contraatacó el comisario sin cortarse—. Pero si este caso les parece poco para su pedigrí, siempre puedo proponerles para una reyerta callejera entre borrachos que ha quedado sin aclaración.
—No, comisario, no me malinterprete. Me refería a que, personalmente, espero estar a la altura de tan buenos precedentes. Y supongo que a la inspectora Delicado le ocurre exactamente igual.
—Cualquier cosa que piensen sobre sus antecesores, prefiero que se lo digan de viva voz. Les esperan ahora mismo en el despacho de al lado para pasarles los trastos de matar.
Una metáfora muy poco afortunada tratándose de un crimen, como tampoco había sido agradable la indirecta de Garzón. En especial porque nuestros compañeros Moliner y Rodríguez no eran jactanciosos con su condición de detectives estrella de la comisaría. Y si se daban alguna importancia, este hecho quedaba explicado por su condición de policías auténticos. ¿Qué quiero decir con eso, que Garzón y yo somos polis de pega? No, pero algo me mueve a considerarnos como personas normales que, en sus horarios de trabajo, ejercen una profesión sin ir más allá. No así Moliner y Rodríguez, cuyo barro el día de la Creación fue sin duda insuflado con el aliento de lo policial. Nadie como ellos lleva la americana entre caída y marcial, ni nadie tantea con más estilo a los sospechosos infundiendo respeto con sólo su aparición. Y en cuanto a léxico y argot, mil veces me he preguntado qué determina que su jerga, que también utilizo yo, suene en sus labios como en los de un Humphrey Bogart en una consumada interpretación. Ni aun intentándolo con denuedo, obtengo yo los mismos resultados. Pero así es, y si hubiera que conservar dos policías de platino iridiado en el Museo de Sèvres para servir de patrón, ésos serían Moliner y Rodríguez y, si Noé hubiera incluido profesiones humanas además de especies animales en su Arca, Moliner y Rodríguez hubieran sido salvados de las aguas en el apartado policial.
—¿Así que un hijoputa, eso os ha dicho Coronas? —rió el inspector Moliner al comienzo de la reunión—. Pues no anda muy desencaminado, la verdad. ¿Vosotros qué opináis?
—¿Qué quieres decir? —pregunté sin entender ni una sola palabra.
—Pero si al muerto lo conocéis, ¡seguro que lo conocéis! Se trata de Ernesto Valdés.
—¡No! —dijo Garzón como si la sorpresa le atenazara el alma.
—¡Sí! —soltó Rodríguez encantado de haber ofrecido la primicia.
—¿Y cómo es que aún no se han hecho eco los medios de comunicación?
—¡Hombre, Fermín, sabes que contamos con recursos para demorar un poco la cosa! Pero la bomba no tardará en estallar. Lo cual lamento por vosotros puesto que...
Atajé con maleducada vehemencia.
—Un momento, un momento, ¿se supone que los tres conocéis al tal Ernesto Valdés?
Todos los ojos se fijaron en mí preguntándose quién había colado a una extraterrestre en aquella asamblea. Moliner tomó la iniciativa.
—Bueno, Petra, ya sabes, Ernesto Valdés, el periodista number one de la prensa del corazón.
—Pues no, no sé —objeté con la tranquilidad de espíritu que proporciona no estar ignorando a un filósofo trascendental.
Rodríguez se puso zumbón:
—¿Usted ve la tele alguna vez, o lee los periódicos... quizá ojea alguna revista en el salón de su peluquero?
—Ella sólo lee libros sesudos y escucha a Chopin —colaboró en la rechifla Garzón.
Moliner interrumpió el cachondeo incipiente de nuestros subalternos seguramente en honor a mi puesto y condición.
—Nos extraña que no lo conozcas porque sobre Ernesto Valdés se puede tener noticia no sólo a través de la prensa rosa. Es uno de esos periodistas agresivos y salvajes cuyos programas o artículos a menudo vienen comentados en todos los medios. Siempre trata temas escandalosos: bodas secretas, divorcios, líos de famosos, ya sabes por dónde voy.
—¿Es ese tipo que prácticamente insulta a la gente que entrevista?
—Ése es. Trabaja en televisión y en un par de revistas.
—¿Con qué le dispararon? —preguntó el subinspector.
—Con una semiautomática de nueve milímetros. Un tiro muy preciso en la sien que hace pensar en un profesional.
—¿Un sicario se hubiera entretenido en degollarlo?
—A veces se hacen encargos complicados.
—¿Le disparó primero?
—Eso parece indicar la autopsia.
—Entonces corrió un riesgo quedándose allí un rato más para rematarlo con arma blanca.
—Si alguien le pagó para que llevara a cabo una venganza...
—¿Ésa es vuestra hipótesis?
—Si he de serte sincero, no tenemos hipótesis aún, aunque el club de damnificados de ese tipo es amplísimo. Una venganza no sería impensable.
—Me lo puedo imaginar.
—Quizá te quedes corta. Ha sacado reportajes sin permiso. Ha publicado fotos comprometedoras. Se ha metido en intimidades de toda clase. Era un hombre... ¿cómo decirlo?, un tanto amoral en el ejercicio de su profesión.
—Me gusta más la definición del comisario —dijo Rodríguez.
—Pero ningún crimen está jamás justificado —concluyó Moliner sonriendo con ironía.
—¿Cómo describió el testigo al hombre que vio huir?
—Alto, bien vestido, de complexión atlética y zancada firme. No pudo añadir nada con más concreción; por lo tanto hay que ser cautelosos y tomar el testimonio de modo muy relativo.
—¿En qué punto de la investigación estáis?
—En punto muerto. Hemos recopilado los datos de la autopsia, los de balística y la declaración del hipotético testigo. Es ahora cuando hay que empezar.
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