– ¿Qué significa eso?
– El padre de Begoña no es don Jaime, sino el novio que había tenido antes su mujer. Ésa fue la razón de que él se vengara enviándole a la cárcel y seguramente a la muerte. Porque no tengo la menor duda de que lo supo desde el primer momento. Es posible que ante usted haya aparecido como un padre solícito y amante, pero es todo fachada. Si la ha mantenido junto a él hasta hoy es porque no quiere que la gente se entere, para no quedar en vergüenza ante los demás, no porque la haya aceptado como hija.
– ¿Begoña lo sabía?
– Sí, se enteró hará tres meses más o menos. Se lo conté yo.
– ¿Por qué se lo dijo después de tanto tiempo?
– Al principio no quería decírselo, pero no tuve más remedio. Hubiera preferido olvidar toda la historia y eso es lo que habría hecho si don Jaime se hubiera comportado con ella como un auténtico padre o, por lo menos, la hubiera aceptado de algún modo, pero él la odia y no lo oculta. Por eso al final me decidí a contarle toda la verdad. Creía mejor decírselo para que no viviera angustiada por el rechazo de quien consideraba que era su padre. Y supongo que por eso se marchó.
– Sí, parece que es un buen motivo.
– Quisiera pedirle una cosa, señor Artetxe.
– Usted dirá.
– Si localiza a Begoña no le diga nada a don Jaime. Al señor Arróniz sí, es una buena persona y seguramente la hará feliz, pero a su falso padre, no.
– Si se trata de eso puede usted estar tranquila, mi cliente es don Carlos Arróniz y por tanto sólo estoy obligado a informarle a él. Pero me gustaría conocer otra cosa: por lo que me ha parecido entender, Begoña tardó dos meses en abandonar el hogar desde que usted le contó toda la historia. ¿A qué se debe esa tardanza?, ¿hubo algún hecho especial que sirviera de catalizador para tomar esa decisión?
– Que yo sepa no. Tan sólo puedo decir que cada día que pasaba se encontraba más nerviosa e intranquila. Supongo que un día llegó al límite y explotó, decidiendo marcharse.
– ¿Habló con usted antes de hacerlo?
– No, no lo hizo, pero si me hubiera pedido consejo la habría animado a escaparse. Me duele lo que estará sufriendo, pero pienso que ha hecho lo correcto. Y ahora, señor Artetxe, si no desea nada más de mí, me gustaría despedirme.
– Sólo una cosa más, por favor. Alguien me ha dicho que quizá pudiera haberse ido con otro hombre que no fuera Carlos Arróniz.
– ¿Quién le ha insinuado eso? Seguro que ha sido la zorra de Alicia, esa mala pécora que de doncella no tiene nada. Ella sí que es más puta que las gallinas, y que la Virgen Santísima me perdone, pero si usted quiere encontrarla no la busque en la cocina, sino en la cama de don Jaime. Mi Begoña es una muchacha íntegra, se lo aseguro, señor Artetxe; íntegra y muy honrada. No niego que como joven que es tiene una mentalidad diferente a la que había en mi época, pero de ahí a decir lo que acaba de decir usted hay una gran diferencia. Si se ha escapado de casa es por lo que le he dicho y por nada más -finalizó con una no disimulada indignación antes de irse apresuradamente, sin esperar siquiera a que Iñaki Artetxe la acompañara hasta la puerta.
Cuando Karmele Ugarte salió dejó tras de sí a un pensativo Iñaki Artetxe. Cada persona con la que contactaba le mostraba una pieza diferente del rompecabezas, algunas de ellas contradictorias. ¿Cuál era la auténtica Begoña: la ninfómana, la rebelde, la joven rica y frivola, la chica formal y honrada? Posiblemente todas juntas, pero seguía como al principio: sin ningún indicio sobre su actual paradero.
El bar era un local lóbrego y oscuro, decorado con envejecidos carteles de grupos de rock duro y ambientado con una música capaz de derribar nuevamente las murallas de Jericó en caso de ser estrictamente necesario. Pese a ello, el inspector jefe De Dios se encontraba allí a sus anchas, como si ése fuera su auténtico habitat natural, pensaba en esos momentos su acompañante, el también inspector de policía Manuel Rojas. Hacía tan sólo media hora que se habían reunido en los locales de la Jefatura Superior y ésa era la tercera taberna que visitaban.
De Dios se acercó a la barra. Un joven, al que entre la poblada barba y la inmensa melena que lucía era imposible verle la cara, acudió a preguntarle qué deseaba tomar.
– Dos cañas y un poco de conversación.
El camarero manipuló un barril de cerveza y extendió sobre el mostrador dos jarras que contenían más espuma que líquido.
– Aquí están las cañas. Son cuatrocientas pesetas. Para la conversación tendrá que ir a otro local. En esta cafetería no nos gusta intimar con los clientes.
– ¿Cuatrocientas pesetas por dos vasos de espuma con un poco de cerveza? ¿Y te atreves a llamar cafetería a este tugurio infecto? No me hagas reír, Angelito, que no estoy de buen humor. Por cierto, ¿desde cuándo no te gusta dar palique a los clientes? Yo pensaba que te encantaba, sobre todo con los de tu mismo sexo.
– ¿Y eso a usted qué cojones le importa, inspector? Cada uno puede hacer con su cuerpo lo que quiera. ¿No dicen ustedes que ahora se estudia la Constitución en la Escuela de Policía? Vivimos en una democracia, no en un Estado policial, y los derechos a la plena realización sexual están reconocidos y son totalmente respetables.
– Veo que me has reconocido pero, por favor, no te marques el mitin reivindicativo conmigo, Angelito. Me importa un bledo con quién te lo montes, y si por casualidad te salen almorranas pues miel sobre hojuelas, ¿vale? Por mí puedes hacer con tu hermoso culo lo que te plazca, como si se te ocurre subastarlo para conseguir fondos en pro de la obra benéfica de la madre Teresa de Calcuta. No he venido para oírte decir chorradas, sino para otros asuntos.
– ¿De qué asuntos se trata, inspector? -preguntó el camarero tras decidir, inteligentemente, no volver a replicar los comentarios del inspector.
– ¿Sigues enrollado con el Gabacho?
– ¿Con ese degenerado? Con el Gabacho no iría ni a heredar. No sabe usted lo que dice, inspector. Le prohibí incluso que pusiera los pies en el bar.
– Al menos sabrás por dónde para actualmente.
– Ni lo sé ni quiero saberlo.
– Pues es una verdadera lástima porque yo sí quiero saberlo, y no me creo que no estés al tanto de sus andanzas. Ya conoces el dicho: los grandes amores siempre dejan huella.
– No me molesta que se burle de mí, señor inspector, pero le juro por mi madre que no sé dónde anda ese julái.
– Deja en paz a tu madre, Angelito, que bastante desgracia le ha caído en suerte teniendo un hijo como tú. Ya sabes que siempre me he portado bien contigo y me imagino que querrás seguir teniendo el mismo trato.
– Ahora las cosas son diferentes, inspector. Usted me ha ayudado, de acuerdo, pero yo le he correspondido siempre. Ya no le debo nada. Además, tanto yo como mi bar estamos totalmente limpios, así que no puede chantajearme.
– Eres más gilipollas de lo que pareces. ¿Cuándo he necesitado chantajearte para que me cuentes lo que quiero saber?
– No se atreverá a incriminarme con pruebas falsas.
– Angelito, coño, no vayas de virgen inocente por la vida, que ningún director de cine con dos dedos de frente te daría nunca ese papel. Pues claro que lo haría si lo considerara imprescindible, pero no es mi estilo aunque, ¿qué te parecería si tu posmoderno y posmugriento chiringuito empezara a llenarse continuamente de maderos, como decís vosotros? No te molestarían para nada, se limitarían a tomar sus consumiciones tranquilamente, sin meterse con nadie. Claro que en este mundo no hay nada perfecto y, como se suele decir, nunca llueve a gusto de todos, así que es posible que tu selecta clientela habitual se retrajera ante esta situación. Debes creerme que lamentaría desde lo más profundo de mi alma que eso sucediera pues siempre he sido un acérrimo defensor del pequeño comercio.
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