– Pues se ha equivocado. No sabemos nada de nada, ni queremos saberlo -apostilló, siempre con gesto hosco y agresivo.
– ¿Usted tampoco puede decirme nada, señora? -preguntó Artetxe a la mujer, pero fue el marido quien contestó de nuevo.
– Ella tampoco sabe nada, acabo de decírselo.
– De acuerdo, de acuerdo, pero por lo menos quizá tengan alguna sospecha sobre el motivo de su desaparición.
– Por qué va a ser, por lo que se van hoy en día todos los jóvenes de sus casas, porque son unos golfos y unos desagradecidos. Mucho vicio es lo que hay, eso es lo que pasa. La señorita Begoña, con todos los respetos, es una golfa. Es lo que le ocurre a toda esta gente de dinero, que no sabe qué hacer y se dedica a la golfería. Si tuvieran que trabajar para ganarse la vida seguramente actuarían de otro modo, o quizá no, esta juventud lleva la maldad en la sangre. Antes había un respeto por los padres, pero ahora todo se ha perdido. La gente joven quiere vivir sin trabajar, estar todo el día de juerga y así está España, que nos estamos yendo a la mierda. Eso es lo que pasa.
Artetxe, viendo que no iba a sacar nada en limpio, intentó aplacar el chaparrón verbal que le estaba viniendo encima. Le faltaba entrevistar a la cocinera, pero al no hallarse en ese momento en la residencia optó por despedirse. Sorprendentemente cuando ya se iba habló la mujer.
– Nosotros también tenemos una hija que desapareció -dijo con una voz increíblemente dulce-, pero nunca hemos tenido el dinero suficiente para contratar a un detective.
Esa misma tarde, en su domicilio, Artetxe tuvo la oportunidad de entrevistarse con el miembro que quedaba del servicio doméstico de González Caballer. Fue la propia cocinera quien le llamó por teléfono para concertar la cita, que fue fijada para las siete de la tarde.
Doce minutos antes de la hora acordada, una señora de unos setenta años de edad, baja y encorvada, con el pelo recogido en un moño, vistiendo un abrigo marrón desgastado por el uso y apretando un gran bolso negro contra su pecho, tocó el timbre de la puerta. Artetxe la hizo pasar a la sala, donde tomaron asiento. La visitante no perdió el tiempo y antes de que Artetxe le hiciera alguna pregunta empezó a hablar.
– Me llamo Karmele Ugarte y trabajo como cocinera en la residencia de don Jaime González Caballer. Me ha dicho el señor que quería usted hablar conmigo. Bueno, pues aquí estoy, aunque no entiendo qué es lo que usted desea de mí.
– Supongo que ya se lo habrán dicho: estoy buscando a Begoña. Me gustaría saber si puede ayudarme a encontrarla.
La señora Ugarte no contestó directamente a Artetxe, sino que se lo quedó mirando fijamente durante unos cuantos segundos hasta que, de modo brusco, rompió su silencio.
– ¿Por qué está buscando a Begoña?
– Porque me han contratado para que la encuentre.
– ¿Quién le ha contratado?
– El novio de Begoña, Carlos Arróniz.
– ¿Y don Jaime qué participación tiene? ¿También le ha contratado?
– No, el señor González Caballer no me ha contratado, yo sólo tengo un cliente: el señor Arróniz. Es verdad que su jefe me ha ofrecido ayuda y dinero, pero sólo he aceptado lo primero, no lo segundo. Por cierto, creo que se están invirtiendo nuestros papeles, es a mí a quien corresponde hacer las preguntas -añadió sonriendo, con la intención de distender el ambiente.
– ¿Cómo puedo estar segura de que usted trabaja para el señor Arróniz y no para don Jaime? -dijo Karmele Ugarte con el tono de quien no se deja convencer fácilmente.
– Si usted conoce lo que sucede en casa de su patrón sabrá seguramente que una joven que fue allí por indicación mía para averiguar si Begoña aún vivía en el chalet fue golpeada brutalmente por orden del señor González Caballer.
– Algo de eso he oído, sí.
– Y tal vez sepa que Andrés Ramírez, el chófer que golpeó a mi colaboradora, fue pagado con la misma moneda.
– Sí, también lo sé.
– Bueno, pues yo fui quien le endosó ese cheque al portador. He aceptado la colaboración del señor González Caballer porque conviene a mis intereses, pero no olvido lo que ha hecho; no ha conseguido ganarse mi simpatía. Por otra parte, si es ése su deseo, puede llamar al señor Arróniz y le confirmará que trabajo para él.
– No será necesario, le creo -dijo Karmele Ugarte con el tono de quien hace algo a disgusto, pero sabe que no tiene más remedio que hacerlo-. Sobre la desaparición de Begoña lamento decirle que no sé dónde se encuentra en este momento, pero sí sé el motivo de su huida.
– Eso podría ser importante.
– ¿Sabe usted cómo hizo su fortuna don Jaime?
– Me temo que lo desconozco por completo.
– Pues es fundamental en esta historia; si tiene tiempo se lo contaré.
– En estos momentos tengo todo el tiempo del mundo.
– La historia empieza unos años después de acabar la guerra civil. Don Jaime no participó en la guerra porque era un niño, pero algunos familiares suyos habían luchado junto a Franco, por eso consiguieron ciertos privilegios, y cuando su pariente se hizo mayor le hicieron entrar en las filas de la policía. Una vez dentro, don Jaime consiguió relacionarse con gente influyente y fue adquiriendo cada vez más poder. En realidad estuvo trabajando muy poco tiempo como policía porque en seguida pasó a tener un alto cargo en lo que entonces era la Falange, que luego se llamó el Movimiento, creo recordar, el partido de Franco, para que me entienda. Usted es muy joven y no conoció aquello, pero fue una época muy dura. Yo nunca he entendido de negocios, pero sí me enteré de lo suficiente para saber que los de la familia Larrabide, a cuyo servicio yo estaba también en aquellos tiempos, iban muy mal, se encontraban al borde de la ruina. Por esos días don Jaime estaba destinado en Bilbao, como ayudante del jefe provincial del Movimiento, aunque se decía que era él quien tenía el mando efectivo. Y vio su oportunidad. Él podía lograr que desaparecieran todas las dificultades con las que se encontraban los negocios de la familia Larrabide e incluso con sus influencias obtener sustanciosas ventajas, pero impuso dos condiciones. La primera fue el participar al cincuenta por ciento en todas las empresas familiares. Era una condición muy dura, pero no aceptar significaba la quiebra, así que el difunto señor Larrabide aceptó. La segunda condición fue todavía peor. Don Jaime pidió la mano de Begoña Larrabide, la hija de mi jefe, a la que yo había visto nacer y que era casi veinte años más joven que él. Aunque el señor Larrabide se resistía a admitir esa condición no tuvo más remedio que aceptarla también, y don Jaime y la madre de la señorita Begoña se casaron. Fue una boda por todo lo alto, aunque no hizo feliz a casi nadie.
– Es una historia interesante y conmovedora, lo reconozco, pero me gustaría saber qué relación tiene con la desaparición de Begoña.
– Déjeme continuar, por favor. Begoña Larrabide no estaba enamorada de don Jaime, sino de otro hombre. Su marido lo sabía y con falsos pretextos lo mandó arrestar ya que seguía teniendo influjo y mando en la policía. Luego nos enteramos de que murió en prisión.
– ¿Adonde quiere llegar contándome todo esto?
– La madre de Begoña murió al nacer su hija. No tenía voluntad de vivir. Yo la quería muchísimo, señor Artetxe, y el amor que tenía por la madre lo volqué en la hija, por eso no quiero que le pase nada malo y tampoco quiero que si la encuentra se lo comunique a don Jaime, porque él… -titubeó durante unos breves instantes antes de proseguir- porque él no es su padre, señor Artetxe.
Al oír estas últimas palabras, Iñaki Artetxe no pudo evitar hacer esa pregunta estúpida que siempre se hace cuando se ha entendido bien, pero se pretende ganar tiempo para reordenar las ideas.
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