Max Aub - Crímenes ejemplares

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`¡Es que lo mataría!` ¿Quién no ha deseado matar a ese vendedor pesado, a ese conocido impertinente, al desconocido inoportuno, a la pareja que no te deja escuchar la película en el cine, al que no deja de pisarte o acosarte en el autobús, a la señora cuyo perrito deja sus excrementos en el sitio inconveniente…?
Max Aub nos da la oportunidad de liberar adrenalina en estos microrrelatos. Breves, directos, muchas veces sorprendentes, los cuentos se hacen eco de los deseos confesados o inconfesables que todos tenemos alguna vez

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¡Yo quería un hijo, señor! A la cuarta hembra me la eché.

Fue por pura tozuda. No le costaba nada hacerlo. Pero que no, que no y que no. Ustedes no se pueden dar cuenta. Las hay así. Pero cuantas menos haya, mejor.

Entró en aquel preciso momento. Había esperado la ocasión desde hacía un mes. Ya la tenía acorralada, ya estaba vencida, dispuesta a entregarse. Me besó. Y aquel sombrío imbécil, con su cara de idiota, su sonrisa de pan dulce, su facultad de meter la pata cada día, entró en la recámara, preguntando con su voz de falsete, creyendo hacer gracia:

– ¿No hay nadie en la casa?

Para matarlo. El primer impulso es siempre el bueno.

Lo maté porque me lo dijo mi mamá.

La verdad es que me porté mal con él. Me dejé llevar por un arrebato y lo insulté. El tenía la razón, pero yo soy así. No hubo más. Nos seguimos viendo, sin hablarnos. Pero, para mí, era muy molesto. Claro está que podía haberle pedido perdón, y todo hubiese seguido como antes. Pero yo no soy de ésos. El no me hacía caso: como si no existiera. Pero estaba ahí. Había que acabar. Lo dejé seco. No dijo ni ¡ay! Estoy seguro de que ni siquiera le dolió. Los dos hemos quedado tranquilos.

Me insultó sin razón alguna. Así, porque se le subió la sangre a la cabeza. Estábamos jugando rommy, hizo una trampa, se lo advertí. Decidí no jugar más. Lo resintió como un bofetón. No nos volvimos a hablar. El era el culpable. Lo malo es que teníamos que vemos a diario en la oficina. Yo esperaba que me pidiese perdón. Pero ¡ca!, no era de ésos. Su presencia me molestaba cada vez más hasta que aquel día le vacié la pistola. Ni modo.

Lo maté sin darme cuenta. No creo que fuera la primera vez.

Estaba tan furioso que cuando quise abalanzarme había desaparecido. Si la rematé con tanta saña fue por eso.

¿Qué culpa tengo, señor, de que el machete estuviese bien afilado? Fue casualidad. Por eso no se castiga a nadie. Le juro que no lo sabía. No fue por furia, ni como Julito, que destroncó a su papá de un golpe, la verdad es que estaba a su lado, de rodillas, arreglando no sé qué y el chamaco no había cumplido los nueve. No es más que por ver si cortaba -dijo-. Y como era verdad, lo creyeron. Y lo mandaron con su mamacita, y él bien que lo sabía. ¿Y yo que no estaba enterado voy a tener que pagar toda una vida porque el Nicho lo mandó amolar? El amolado, señor juez, un servidor. Bien dicen que la ignorancia es la madre de todos los males. Y no me malmodié.

¡Me aseguró que no había comprado aquel tomo III en su librería: y le faltaba de la página 161 a la 177!

– Sí, le falta un pliego.

– Menudo pliego le metí.

Sí, señor juez: no intento justificarme sino explicar, darle noticia. Soñé que mi socio me estafaba. Lo vi tan claro, tan evidente, que aunque al despertar me di cuenta de que era una imagen de la modorra, tuve que degollarle. Porque no podía deshacer nuestra sociedad sin razón valedera y no podía aguantar verle cada día teniendo presente la sombra del sueño que llegó a quitármelo.

¡Cómo iba a permitir que se acostara con una mujer a la que le habían trasplantado el corazón de María!

Lo maté porque bebí lo justo para hacerlo.

Llegó, echó un ojo, ganó. No se pueden hacer las cosas demasiado aprisa. No, señor, no fue con el as de espadas, con el siete del mismo palo para no perder -por lo menos- la tradición.

¡Tenía el cuello tan largo!

¡ La nuez!, señor juez, ¡la nuez tan sólida, tan mal afeitada, con esa piel de gallina vieja, desplumada y papandujante y ese cartílago -¿la nuez es un cartílago?- subiendo y bajando, deglutiendo, hablando, roncando! No me lo recuerde. No vale la pena; debió pasar muy malos ratos mirándose en el espejo aunque sólo fuera para rasurarse.

Es que ustedes no son mujeres, y, además, no viajan en camión, sobre todo en el Circunvalación, o en el amarillo cochino de Circuito Colonias, a la hora de la salida del trabajo. Y no saben lo que es que la metan a una mano. Que todos y cualquiera procuren aprovecharse de las apreturas para rozarle los muslos y las nalgas, haciéndose los desinteresados, mirando a otra parte, como si fuesen inocentes palomitas. Indecentes. Y una procura hurtarse a la presión y empuja hacia otro lado. Y ahí otro cerdo, con las manos en los bolsillos rozándola a una. ¡Qué asco! Pero ese tipo se pasó de la raya: dos días seguidos nos encontramos lado por lado. Yo no quería hacer un escándalo, porque me molestan, y son capaces de reírse de una. Por si acaso me lo volvía a encontrar me llevé un cuchillito, filoso, eso sí. Sólo quería pincharle. Pero entró como si fuera manteca, puritita manteca de cerdo. Era otro, pero se lo merecía igual que aquél.

Aquel maldito perrazo amarillo, cada vez que yo pasaba frente al portal de la casa, surgía para olerme los fondillos de una manera vergonzosa, como si oliese lo peor -o lo mejor- pegado su hocico húmedo a mi as de oro, y yo sintiendo en mi centro su morro caliente y pegajoso, empujándome, impidiéndome andar, haciéndome tropezar; ridículo.

Y no tenía más remedio que pasar por allí. No había otro camino, a menos de dar una vuelta tremenda. Y no fallaba. Tampoco yo, el día que me decidí a partirle la cabeza con una varilla de hierro, que, de lejos, podía parecer bastón.

Entonces surgió el dueño del animal y me atravesó. Perdónesele.

Subirse sobre un montón de cadáveres para ver el campo a través de una tronera, esperar con cuidado, mirar con atención para ver si se descubre al enemigo; disparar a mansalva, sin errar el tiro, resentir el golpe en el hombro derecho, el golpe que arma caballero. Acabar de una vez con los que molestan para no volvérselos a encontrar mañana estorbando el paso. ¿O es que mis enemigos no son enemigos de Dios?

Esta corriente de aire, ¿cómo matarla? Están cerradas las ventanas, atrancada la puerta. Y sin embargo, el aire corre, se arrastra y espía. Me envuelve. Se mete por los adentros y me hiela. ¿Desde dónde y adonde? Matarla. Como si fuera el pabilo de una vela y dejarla retorcida, negra, en el suelo, como una serpiente muerta, machucada la cabeza con su sangre fría en un charco menudo, inmundo y viscoso. Un soplo que matara ese soplar frío que me atraviesa la espalda, hálito de afuera, del mundo que me oye, ese frío fabricado contra mí. Ese aire: asesinarlo. Soplar, y que se quede sin soplo. ¡Qué buen decir: matar una vela! Pero esa corriente de aire ¿cómo matarla, ella que me está matando?

De Suicidios

«No se culpe a nadie de mi muerte. Me suicido porque de no hacerlo, seguramente, con el tiempo, te olvidaría. Y no quiero».

A. R. Se suicidó porque C. habló mal de él.

«No se culpe a nadie de mi muerte». Mentira, siempre se suicida uno por culpa de alguien. «Nadie» siempre es alguien.

¿Quién es «nadie»? -clamaba el Comisario.

– ¿Hay más crímenes que suicidios?

– No lo sé.

– En el teatro ¿hay más crímenes que suicidios?

– Antes sí. A medida que la humanidad envejece asesina menos y se suicida más.

– Entonces la humanidad envejeció ya varias veces. El suicidio es paralelo a la decadencia de las civilizaciones.

– Hablamos de relaciones individuales -le explicaron al Arzobispo, que se acercaba. La gente se suicida por las mismas razones que asesina.

– No es cierto -dijo el Arzobispo- y sé algo de eso.

Suicidarse en seco.

Se suicida uno por todo.

¿Quién no se ha suicidado?

– Dormir es suicidarse un poco cada noche.

– Usted es soltero.

– ¿Cómo lo sabe?

Se suicidó porque no le salía lo que debía salirle.

Frente a tantos «Crímenes célebres», empastados y traducidos a todos los idiomas, nadie se ha atrevido a publicar tomos y tomos de «Suicidios célebres»

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