Sucedió así: Estaban casados hacía cuarenta y seis años. Los hijos se les casaron, y se fueron; otros se quedaron a medio camino. Cayeron en los perros. Tuvieron siete, a lo largo de casi un cuarto de siglo. (Tenían una casa vieja, húmeda, larga y estrecha, con olor a albañal, que no percibían, oscura.) Ninguno de los canes les llegó tanto al corazón como Julio, un faldero blanco y sucio, cariñoso en extremo, que se pasaba el día lamiéndoles cuanto alcanzaba. Dormía a los pies de la cama y, tan pronto como asomaba la primera claridad descolorida, subía a despertarlos, a lengüetazos. Un día, le entraron celos a la vieja: creyó que el perro prefería a su cónyuge. Calló, padeció, trató de atraer al can con triquiñuelas y golosinas; pero Julio siguió lamiendo a su esposo en primer lugar y, sin duda, con predilección. La mujer envenenó, lentamente, a su marido. Se dijo que el perro murió el mismo día que el viejo, pero fue licencia poética: le sobrevivió tres años, para mayor felicidad de la buena señora.
Me sacó siete veces seguidas a bailar. Y no valían argucias: mis padres no me quitaban ojo. El imbécil no tenía la menor idea de lo que era el compás. Y le sudaban las manos. Y yo tenía un alfiler, largo, largo.
Lo maté porque tenía una pistola. ¡Y da tanto gusto tenerla en la mano!
Errata
Donde dice:
La maté porque era mía. Debe decir:
La maté porque no era mía.
Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y medía. Tengo un criterio amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante: un liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino hasta cierto punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya dije que hacía un frío espantoso. Y aquella condenada esquina está abierta a todos los vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo. Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los pies, me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el pelo. La verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera sucedido nada. Pero esas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
– ¡Hola, mano!
Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba. Triste casualidad.
Me gusta el menudo. Nada me gusta tanto como el menudo. ¿Hay algo más sabroso? ¿O no? A los nueve años ya se tiene conocimiento de eso. Y ese niño diciendo que no, y que no. Que no le gustaba. ¡Si ni siquiera lo había probado! Y molía, insistiendo, cerrada la boca, los labios apretados, penduleando la cabeza a derecha e izquierda.
No quería ni una probada. Cuando empezó a llorar, no me aguanté. Si se murió de la paliza, él tuvo la culpa. Ya sé que el que fuera hijo mío no es una atenuante. Pero un plato de menudo, bien en su punto, casi de puro libro, con ese color tan sabroso, y aquel niño imbécil, que no y que no, por pura tozudez…
Me la devolvió rota, señor. Y me dio una penada… Y se lo había advertido. Y me la quería pagar, la muy… Eso, sólo con la vida.
¡Y aquel jijo cerró a seises, cuando estaba tan claro como el día que yo tenía la última blanca! No lo volverá a hacer. Y se decía campeón de Tulancingo. ¿Para qué hablamos?
¡Si el gol estaba hecho! No había más que empujar el balón, con el portero descolocado… ¡Y lo envió por encima del larguero! ¡Y aquel gol era decisivo! Les dábamos en toditita la madre a esos chingones de la Nopalera. Si de la patada que le di se fue al otro mundo, que aprenda allí a chutar como Dios manda.
¡Era safe, señor! Se lo digo por la salud de mi madrecita, que en gloria esté… Lo que pasa es que aquel ampáyer la tenía tomada con nosotros. En mi vida he pegado un batazo con más ganas. Le volaron los sesos como atole con fresa…
Desde que nació aquel escuincle no hacía más que llorar, a mañana, tarde y noche. Cuando mamaba, cuando no mamaba, cuando le daban su botella, cuando no le daban su botella; cuando lo paseaban y cuando no, cuando lo dormían, cuando lo bañaban, cuando lo cambiaban, cuando lo sacaban de la casa, cuando lo volvían a meter. Y yo tenía que acabar ese artículo. Había prometido entregarlo a las doce. Era un compromiso ineludible con mi compadre Ríos. Y yo soy cumplidor. Y ese escuincle llora, y llora, y llora. Y su mamá… Bueno, de su mama mejor no hablamos. Lo tiré por la ventana. Les aseguro que no había otro remedio.
Había terminado la tarea, no crean que fue cosa fácil: ocho días para poner en limpio aquel plano. A la mañana siguiente eran las pruebas semestrales. Y aquel pendejo, que va, y viene a llenar su grafio en mi botella de tinta china y la deja caer sobre mi plano… Fue natural: le planté el compás en el estómago.
Era la séptima vez que me mandaba copiar aquella carta. Yo tengo mi diploma, soy una mecanógrafa de primera. Y una vez por un punto y seguido, que él dijo que era aparte, otra porque cambió un «quizás» por un «tal vez», otra porque se fue una v por una b, otra porque se le ocurrió añadir un párrafo, otras no sé por qué, la cosa es que la tuve que escribir siete veces. Y cuando se la llevé, me miró con esos ojos hipócritas de jefe de administración y empezó, otra vez. «Mire usted, señorita…» No lo dejé acabar. Hay que tener más respeto con los trabajadores.
Resbalé, caí. La corteza de una naranja tuvo la culpa. Había gente, y todos se rieron. Sobre todo aquella del puesto, que me gustaba. La piedra le dio en el meritito entrecejo: siempre tuve buena puntería. Cayó espatarrada, enseñando su flor.
Se le olvidó. Así por las buenas: se le olvidó. Era cuestión importante, tal vez no de vida o muerte. Lo fue para él.
– Hermano, se me olvidó.
¡Se le olvidó! Ahora ya no se le olvidará.
¿Para qué tratar de convencerle? Era un sectario de lo peor, cerrado de mollera como si fuese Dios Padre. Se la abrí de un golpe, a ver si aprende a discutir. El que no sabe, que calle.
Lo maté porque no pensaba como yo.
La culpa: del pito. Yo trabajo en casa y oigo el silbido tres calles más allá, lo veo crecer, acercarse, engrosar llevando las esperanzas a su colmo. Entra en todas partes: en el 5, en el 7, en el 9, no en el 11 porque no existe, resuena en el 13. Todos los días. Hacia las 11 de la mañana y cerca de las 4 de la tarde. Suplicio que no deseo al peor de mis enemigos, si es que los tengo. Sigue lo insufrible: se va alejando, cambia de acera y empieza el pito a menguar, a irse, a desaparecer, del 18, que está frente a mi casa, frente a su casa de usted, al 16, al 14, al 10 -no hay 12- al 8, al 4 -tampoco hay 6- así, hasta que dobla por Artes. Si estoy en el baño, que da a la parte de atrás, lo sigo oyendo, si presto atención, hasta que llega a Sullivan. Claro, usted no está en casa a esas horas; además, no espera cartas. Ni las escribe ni las recibe. ¿O me equivoco? Los que reciben cartas tienen cierta sonrisa que no engaña. Dirá que yo tampoco tengo cara de recibir cartas. Acierta, pero debiera recibirlas. Mi hija debiera escribirme como tiene obligación, y no me escribe. No tiene idea de lo que es esperar una carta y oír llegar la marea… Me dirá ¿qué culpa tenía el cartero? ¿Quién tocaba el pito? ¿Dios?
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