Lorenzo Silva - El alquimista impaciente

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Un cadáver desnudo, sin rastros de violencia, aparece atado a una cama en un motel de carretera. ¿Se trata o no de un crimen? El sargento Bevilacqua, atípico investigador criminal de la Guardia Civil, y su ayudante, la guardia Chamorro, reciben la orden de resolver enigma. La investigación que sigue no es una mera pesquisa policial. El sargento y su ayudante deberán llegar al lado oscuro e inconfesable de la víctima, a su sorprendente vida secreta, así como a las personas que la rodeaban, en su familia, en la central nuclear donde trabajaba.

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Escuchar a aquel hombre le inundaba a uno de paz. Si era él quien pilotaba la nave, parecía inconcebible que dejaran de tomarse todas las precauciones necesarias. Su falta de retórica, la pulcritud con que se ceñía a lo concreto, hasta el austero afecto que parecía sentir por aquel peligroso ingenio que manejaba, inspiraban una confianza casi irresistible.

– Entonces, el humo… -dudé aún.

– Agua -declaró, risueño-. Nada más que vapor de agua.

Capítulo 4 ALGUIEN DE SU LADO

Mientras la silueta gris de la central nuclear se iba haciendo cada vez más pequeña en el retrovisor del coche patrulla, le pregunté a Chamorro:

– ¿Qué opinas?

Mi ayudante se tomó unos segundos para meditar su respuesta.

– Pues que no hemos avanzado un milímetro -dijo.

– ¿Por qué?

– Si hemos de creerles, todo estaba y está demasiado en orden. Eso puede consolarlos a ellos, pero nosotros seguimos teniendo un cadáver.

– Quizá sea cierto que todo está en orden -sugerí.

– ¿Ésa es tu conclusión?

– Vayamos por partes -propuse-. Sobredo es el hombre al que pagan por dar una cara asequible y cordial, así que podemos prescindir de todo lo que nos ha dicho. El que interesa es el jefe de operación, por lo que hace, y porque lleva jersey, lo que quiere decir que entre sus prioridades no se cuenta la de ofrecer una imagen. Y la verdad es que parece un individuo bastante sólido. Si así es la gente que aprieta los botones, no creo que haya razones para pensar que estén haciendo funcionar ese trasto atómico de forma irresponsable. La única temeridad que podemos imputarles, por ahora, es la de tener a ese abogado para representar sus intereses. Si hubiera representado los de María Goretti, habría logrado que la acusaran de ir provocando.

– Mira que eres bestia -me afeó Chamorro, que tenía conocimientos sobre vidas de santas, algo inusual para su edad.

– Mujer, es una broma -me excusé-. El caso es que tampoco hay que condenarlos por el abogado. Será hijo de alguien.

– O sea, que tu hipótesis es que la central nuclear no tiene nada que ver.

– Lo era antes de venir, y lo seguirá siendo hasta que aparezca algo que me obligue a rectificar -admití-. Simplemente, Chamorro, no puedo imaginarme a la clase de personas que trabaja ahí organizando un crimen, y ejecutándolo de la forma en que habría sido ejecutado éste. Resulta demasiado estrambótico, aunque comprendo que a alguien se le caliente la boca delante de la grabadora de un periodista. Es una central nuclear, de acuerdo, ¿y qué? Los que la llevan son empleados, como cualquier otro, con la única diferencia de que están un poco mejor pagados. Y en cuanto a eso, estoy de acuerdo con Marchena. Razón de más para pensar que preferirán disfrutar en paz de sus BMW y viajar al Caribe, en vez de planear asesinatos.

– ¿Entonces qué? ¿Pasamos?

No, Chamorro. En este negocio nuestro no se puede pasar de nada. No estaría de más que tratásemos de enterarnos mejor de ese historial problemático de la central. Dedicaremos a ello la tarde, por ejemplo.

Eso fue lo que hicimos. Regresamos a Madrid y buceamos durante unas horas en la hemeroteca. De todos y cada uno de los hechos de los que había sido protagonista la central nuclear en los últimos años había profusa información. Primero la noticia, después los comentarios, y por último las comparecencias de las autoridades de seguridad nuclear en el Parlamento. También se reseñaban las marchas de los ecologistas, las manifestaciones y las protestas de toda índole. Por lo que Chamorro y yo pudimos deducir, los problemas habían sido bastante leves, como nos había asegurado Sobredo. Alguna avería de maquinaria eléctrica, algunos errores menores de diseño, algunos fallos en procedimientos y manuales. En sus explicaciones a los parlamentarios, las autoridades minimizaban siempre su importancia, e insistían machaconamente en que jamás había habido riesgo para los trabajadores de la planta y mucho menos para la población en general.

La bendición de las autoridades era reconfortante, pero no disipaba todas las dudas. Aunque Chamorro conocía la diferencia entre la fisión y la fusión nuclear, ambos éramos profanos en la materia. Por eso, nunca podríamos saber si los detalles que discutían los peritos en su jerga impenetrable, y que a nuestros ojos no tenían mayor relevancia, podían generar en alguien avisado alguna intranquilidad. Tampoco podíamos estar seguros, por otra parte, de que no hubiera otros incidentes que no hubieran trascendido, y en los que Trinidad Soler hubiera podido verse envuelto. El jefe de operación había denegado con presteza y convicción esa posibilidad, pero mi simpatía por Dávila no me llevaba a concederle un crédito ilimitado.

Sin embargo, el investigador es, ante todo, un gestor de probabilidades. Por mucha capacidad y mucho entusiasmo que se tenga, no puede correrse en todas direcciones a la vez. La única técnica factible consiste en desperdiciar la menor cantidad posible de esfuerzo, sin dejar de sondear todas las pistas que ofrecen alguna perspectiva. Así que resolvimos dejar en aquel punto, por el momento, el asunto de la central nuclear, y volvimos nuestros ojos hacia algo importante que aún no habíamos atendido.

La voz de la viuda de Trinidad Soler, cuando aquella noche hablé con ella, no me pareció la de una persona apocada. Sonaba amarga, como correspondía, pero a la vez diáfana y llena de vigor. Era bastante grave, lo que siempre me afecta un poco, tratándose de una mujer. Las mujeres de voz grave me recuerdan infaliblemente a Lauren Bacall en El sueño eterno. Lo que más me admira del Marlowe que en esa película compone Humphrey Bogart, algo deficitario en ciertos aspectos, es que sea capaz de aguantarle la mirada y el pulso a una hembra de tal calibre.

Según mis notas, la mujer de Trinidad se llamaba Blanca Díez. Me dirigí a ella muy respetuosamente, anteponiéndole el doña y demás. Cuando le propuse ir a verla a la mañana siguiente, me respondió:

– Mentiría si dijera que tendré mucho gusto en recibirle. Lo único que quiero, sabe usted, es poder dejar de pensar en todo esto. A veces siento que me va a estallar La cabeza, de tanto pensar. Pero venga cuando le parezca; quiero decir, cuanto antes. Cuanto antes mejor.

Le prometí que estaríamos allí hacia media mañana, que me pareció una hora no demasiado incorrecta. Así se lo comuniqué a Chamorro, a quien llamé a su casa para organizar la jornada siguiente.

– Muy bien -tomó nota-. ¿De uniforme otra vez?

– No -decidí-. Vamos a empezar a ser un poco menos visibles.

De acuerdo.

A través del teléfono escuché la música que Chamorro tenía puesta de fondo. Era un disco de Chet Baker que yo le había regalado por navidades, porque de vez en cuando no está de más que los jefes tengan algún gesto hacia sus subordinados (o ése era el camelo que había tratado de venderme a mí mismo como justificación). Reconocí la canción que sonaba. Era, cómo no, But not for me. Cuando interrumpí la comunicación, aquella melodía se me quedó dando vueltas dentro del cráneo. Nunca había estado en el piso de Chamorro, y nada me inclinaba a creer en la conveniencia de intentar que eso cambiara. Pero comprobar que mi viejo amigo Chet no sólo estaba allí, sino que se las había arreglado para hacerse un hueco en su corazón, me produjo a la vez una íntima satisfacción y una turbia envidia.

Cuando llega la noche y me noto a merced de sentimientos contradictorios; cuando, de noche o de día, me doy cuenta de que me tropiezo con dificultades insalvables para resolver mi tarea; o sencillamente, cuando no entiendo qué demonios pinto en el mundo, nada me alivia más que una dosis de trabajo manual. Según leí en alguna parte, los antiguos hebreos siempre enseñaban a sus hijos un oficio, incluso si aspiraban a que cultivaran su intelecto, o sobre todo en ese caso, porque creían (no sin perspicacia) que todo hombre instruido que no supiera trabajar con las manos acabaría convirtiéndose en un bribón. Por mi parte, y no debe achacarse a la negligencia de mi madre, sino a su situación algo apurada, nunca aprendí un oficio. A decir verdad, tampoco recibí una instrucción exquisita, pero como de un modo u otro me gano la vida con el cerebro, hube de ocuparme de buscar por mi cuenta algo que pudiera hacer con las manos. Y lo encontré.

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