– A mis efectos, tanto da. Yo no busco ruido informativo, sino hechos. Y sólo me interesan los que me ayuden a entender mejor lo que ha ocurrido.
– Desde luego -intervino Sobredo, sonriendo precariamente-. Le ruego que nos disculpe si en algún momento parecemos hipersensibles. Es la costumbre de andar recibiendo leña todo el día, ya puede hacerse cargo.
– Por lo que a mí respecta, este negocio tiene licencia y funciona con arreglo a la ley -aclaré-. Y si abrigara alguna idea personal sobre el asunto, les aseguro que me la guardaría para mejor ocasión.
– Me sorprendería mucho que fuera usted inmune a la propaganda antinuclear -porfió el abogado-. Hoy cualquiera piensa que somos unos desalmados a los que no les importa arriesgar la vida de la gente para ganar dinero.
Comenzaba a preguntarme para qué habían llevado a aquel imbécil sabiondo a provocarme, y o mucho me equivocaba o lo mismo se preguntaba Sobredo. En cuanto a Dávila, el hombre del jersey, escuchaba aparentemente impasible, pero pude advertir cómo fruncía el ceño de vez en cuando.
– Centrémonos en Trinidad Soler, si no tienen inconveniente -rogué, evitando mirar al abogado-. ¿Cuál era su concepto de él?
Hubo un momento de duda. Al fin, Sobredo hizo un gesto a Dávila, el jefe de operación, y éste tomó la palabra.
– Como persona, de lo mejor que me he encontrado jamás -afirmó, con voz sosegada y rotunda-. Y como profesional, intachable. Tal vez no era un fuera de serie, pero no se puede formar un equipo sólo con supermanes. En mi opinión, vale más un grupo de gente sensata y eficaz. Y él lo era.
– Deduzco de lo que me dice que no imagina que pudiera andar envuelto en alguna cosa extraña -dejé caer.
– No lo imagino en absoluto -confirmó Dávila, sin pestañear.
– Ni había notado en los últimos tiempos ninguna anomalía en su comportamiento. No estaba más apagado, o más alegre, o más susceptible…
– No -rechazó el jefe de operación-. Bueno… Acababa de mudarse y andaba rematando la obra de su casa. Ya sabe, peleando con el arquitecto, el constructor, los albañiles, proveedores diversos. Puede que eso le tuviera un poco más preocupado que de costumbre, pero nada más.
Yo no podía ni soñar lo que era pelear con un arquitecto, porque mi piso, en el dudoso supuesto de que lo hubiera diseñado alguno, ya lo había comprado hecho. Pero ya me figuraba lo molesto que debía de ser para los pudientes tener que bregar con operarios y menestrales.
– Así que acababa de construirse una casa.
– Sí.
– ¿Una casa grande?
– Bueno, sí, normal -vaciló por primera vez Dávila.
– ¿Cuánto es normal?
– Cuatrocientos metros, algo más tal vez.
– ¿De parcela?
– No, construidos.
– Caramba -exclamé, mirando a Chamorro, que compartió mi estupor.
– No me malinterprete -rectificó Dávila, percatándose del traspiés-. Vivo en el mundo y sé que ésa no es una casa que pueda comprarse cualquiera. Pero la verdad es que no tiene nada de extraordinario entre la gente de aquí con la misma categoría que Trinidad. Tenga usted en cuenta que en el pueblo el suelo no es caro. Está a ciento cuarenta kilómetros de Madrid y a seis de una central nuclear. Ya puede suponer que no abundan los compradores.
Es algo que me pasa pocas veces y que quizá no debería pasarme jamás mientras estoy investigando una muerte. Pero aquel Dávila mostraba una franqueza y un sentido común que me gustaban. Me predisponía mucho a su favor aquella forma de razonar, solvente y directa a la vez.
– ¿Sería entonces correcto decir que Trinidad Soler no vivía por encima de sus posibilidades? -pregunté, ya que habíamos llegado ahí.
– Si se ha informado, sabrá que tenía un BMW, y además la casa nueva, y el piso en el que vivía antes en Guadalajara -resumió Dávila, con una tenue sonrisa-. Pero debo admitir que todo eso estaba a su alcance.
– No está mal este invento de la energía nuclear -exclamé, sin poder contenerme-. Si pagan así a todos, creo que voy a pedir la baja en el Cuerpo y voy a pedirles que me dejen llevarles la garita de la puerta.
– Se lo debemos a los sindicatos -bromeó azoradamente Sobredo-. Por lo que se fajan al negociar el plus de peligrosidad. Algo bueno tenía que tener que los periódicos estén todo el día asustando con estas centrales. Pero tampoco hay que exagerar. Aquí nadie se hace millonario.
– Lo que me gustaría saber, sargento -intervino de pronto el abogado-, es lo que anda usted persiguiendo. Creía que la víctima era el pobre Trinidad. Parece que buscara meterle a él en la cárcel.
– Señor Sanz… -empecé a decir.
– Sáenz-Somontes.
– Eso, Sáenz. Mi compañera y yo hemos venido aquí esta mañana a pedirles sólo unas informaciones. Si necesitamos consejo sobre cómo llevar adelante una investigación criminal, no dudaremos en recabar su parecer.
– Lo que digo es que no debería olvidar a quién sirve insistió, arrogante.
– Puede estar usted seguro de que no me olvido, señor letrado -respondí, de mala gana-. Por eso no quisiera robarles más tiempo del indispensable. Así que, volviendo al meollo, hay otra cosa que necesitamos que nos expliquen. No terminamos de entender muy bien a qué se dedicaba el difunto.
– Eso de la protección radiológica -apuntó mi ayudante.
Sobredo volvió a invitar con un gesto a Dávila para que contestara.
– Básicamente -dijo el jefe de operación- se trata de cuidar de que el personal que trabaja en zonas expuestas o manipula residuos no reciba dosis de radiación superiores a las autorizadas. Tenemos una serie de sistemas para controlar y prevenir ese riesgo. Trinidad era responsable de esos sistemas.
– Un trabajo cualificado, por lo que veo -aprecié-. Y comprometido.
– Todos aquí lo son -constató Dávila, con naturalidad-. Hacemos funcionar una máquina un poco complicada.
– Ya me voy percatando. Debe de darles muchos quebraderos de cabeza.
– Alguno. Pero por suerte nunca hemos tenido un incidente grave.
– Sin embargo, no es eso lo que decía hoy la prensa.
– ¿Lo ve, sargento? -saltó el abogado, triunfal-. Está usted intoxicado.
– Me limito a citar lo que dicen los periódicos -repuse, imperturbable.
– La central ha tenido los problemas corrientes en la explotación de cualquier instalación de esta envergadura -aseveró Sobredo-. Todos han sido comunicados a las autoridades competentes en tiempo y forma y debidamente resueltos con arreglo a la legislación aplicable. Tenemos registros y nos someten a inspecciones continuas. No tenemos nada que ocultar.
– Aja. ¿Y afectó alguno de esos problemas al área del señor Soler?
– No -dijo Dávila, categórico-. En toda la historia operativa de la central nadie ha recibido nunca dosis que superaran lo permitido.
Alargamos la conversación con algunas otras preguntas, pero ninguna de ellas nos descubrió mucho más. Al fin nos levantamos y nuestros tres interlocutores nos acompañaron hasta la puerta. Desde allí Chamorro y yo nos quedamos contemplando durante unos segundos la central.
– Si quieren visitarla por dentro, no hay inconveniente -ofreció Sobredo.
– Verían que no es tan siniestra -aseguró el abogado.
– No, muchas gracias -decliné la invitación-. Tenemos trabajo. Pero hay algo que me pica la curiosidad y que no me voy a ir sin preguntarles. La humareda que sale de esas dos chimeneas anchas, ¿qué es?
– No son chimeneas -dijo Dávila, bajando un poco los ojos, como si no quisiera parecer pedante-. Son torres de refrigeración. Sirven para enfriar el agua del circuito abierto. Esa agua absorbe el calor de un circuito cerrado, que recibe a través de un tercer circuito la energía térmica producida en el núcleo del reactor. Resulta un poco enrevesado cuando se cuenta, pero así es como está organizado. Para evitar fugas de radiactividad.
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