Lorenzo Silva - El alquimista impaciente

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El alquimista impaciente: краткое содержание, описание и аннотация

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Un cadáver desnudo, sin rastros de violencia, aparece atado a una cama en un motel de carretera. ¿Se trata o no de un crimen? El sargento Bevilacqua, atípico investigador criminal de la Guardia Civil, y su ayudante, la guardia Chamorro, reciben la orden de resolver enigma. La investigación que sigue no es una mera pesquisa policial. El sargento y su ayudante deberán llegar al lado oscuro e inconfesable de la víctima, a su sorprendente vida secreta, así como a las personas que la rodeaban, en su familia, en la central nuclear donde trabajaba.

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– Les espero fuera.

Pita afrontó el interrogatorio con tanta tranquilidad como si fuera una encuesta sobre el servicio posventa de un concesionario de automóviles. Sobre el carácter de Trinidad nos dio respuestas rápidas y precisas, que coincidían a grandes rasgos con el testimonio previo de Dávila, aunque el hecho de que también Pita tuviera un buen concepto significaba algo más. Un jefe siempre tiene en su contra la reticencia metódica y autodefensiva de quien ha de cumplir sus órdenes. En algún momento me pareció que Pita se abstenía de criticar tal o cual defecto por tratarse de un difunto, o por disciplina de empresa; pero no creí que tras eso se escondiera nada significativo. Cuando le pregunté si había observado algo llamativo en los últimos meses, se descolgó con una declaración simple, pero de posible enjundia:

– Le llamaban mucho por teléfono.

– ¿Desde fuera de la central? -interpreté.

– Supongo. Sobre todo le llamaban al móvil. Al particular.

– ¿Al particular?

– Sí -se rió-. Era gracioso, pero tenía dos. Uno de la empresa y otro particular, que se compró hará año y medio. Yo le decía que parecía Billy el Niño, con un móvil en cada cadera. Aunque el suyo era una virguería. Uno de esos que son un poco más grandes que un mechero.

– Así que no puede decirnos quién le llamaba -inquirió Chamorro.

– Pues no, la verdad -se excusó Pita-. Aunque ahora que me acuerdo, había alguien que le llamaba aquí, al teléfono fijo. Una chica. Durante un mes o cosa así le llamó tanto que le tuve que dar yo el recado varias veces. Tengo su nombre en la punta de la lengua. Ya está: Patricia.

Chamorro y yo nos miramos. Ella anduvo más rápida:

– ¿Patricia qué más?

– Sólo Patricia. Nunca me dio el apellido. -¿Y él le habló alguna vez de ella? -Nunca -rechazó Pita, con convicción-. De hecho, no parecía gustarle mucho que ella le llamara. No me pregunten por qué, pero siempre que le daba el recado, Trinidad ponía cara de preocupación.

– ¿Recuerda cuándo fueron esas llamadas? -intervine. -A primeros de año, más o menos -calculó-. Seguro no sabría decirle.

Por un momento imaginé que hubiera dado en hablar con aquel hombre en abril. Habríamos tenido que localizar las llamadas, pero eso requería un esfuerzo mínimo. No habríamos cerrado el caso en falso, y a lo mejor lo habríamos encarrilado a tiempo. Sólo un imbécil, me dije, se limita a hablar con los jefes, ante quienes siempre se disimula. La verdad, lo sabe cualquiera, se va deshilachando a medida que se sube hacia la cúspide.

Después de nuestra conversación con Pita, él mismo y Dávila nos acompañaron a recorrer la central. Vimos con cierta rapidez la zona de la maquinaria eléctrica, gigantesca, y la sala de control, una especie de imitación de la nave de 2001: Odisea del espacio. Lo que nos interesaba, y nos intimidaba en cierta medida, era el recinto del reactor nuclear: lo que llamaban el área controlada, debido al riesgo de irradiación que había sido la misión de Trinidad prevenir. Para entrar allí era necesario ponerse una ropa especial y colocarse un dosímetro. Dávila nos explicó su utilidad:

– Sirve para medir la dosis de radiación que recibe el portador. No se preocupen -dijo, al ver la cara de Chamorro-. Lo normal es que sea inapreciable. Como mucho, un microsievert. Para que se hagan una idea, cincuenta veces menos que una radiografía de tórax.

Sólo había un vestuario, así que Chamorro pasó primero a cambiarse. Salió enfundada en un mono naranja demasiado pequeño para ella, lo que fue saludado por Pita con un inmediato destello ocular. Mi ayudante estiraba furiosamente la tela, pero no pudo impedir que se marcaran ciertas líneas. Deduje que aquel día Pita iba a tener un aliciente inesperado para efectuar el recorrido que debía tener ya tan visto, y que mi templanza, una vez más, sería sometida a prueba. Dávila no pareció percatarse de nada.

Cruzamos más controles y más puertas, y al fin nos vimos en el corazón de una inmensa esfera blanca. La atmósfera era calurosa y un poco opresiva, pese a la amplitud. Sobre la plataforma que pisábamos había tres equipos iguales, también pintados de blanco, y altos como una casa. En el centro había una piscina de un hermoso y sorprendente color azul. Justo al lado, según nos indicaron, estaba el reactor. Nos acercamos hacia allí. Sentados junto a la piscina, a unos pocos metros de donde se desarrollaba la reacción nuclear, un par de técnicos con aspecto de ser extranjeros departían relajadamente, en un alto de su trabajo. El ruido no era atronador, pero sí el suficiente como para impedirnos oírles con demasiada nitidez. Habríase dicho que estaban tomando el sol en un parque, y no sentados encima del lugar en el que bullía una fuerza tan desproporcionada y peligrosa.

Dávila parecía siempre cauto, pero Pita participaba de la indiferencia de aquellos técnicos. Le iba explicando todo muy solícito a Chamorro, que seguía estirándose el mono. Para Pita, como para Trinidad Soler, aquél era un espacio cotidiano. Pensé en él, en Trinidad. Traté de verle allí y traté de representarme cómo se movería, qué pasaría por su cabeza en aquel recinto que reproducía, a su modo ultratecnológico, la solemnidad de un templo. Había una pasarela que cruzaba sobre la piscina. Nos invitaron a subir y al hacerlo pudimos ver bajo nuestros pies el agua inmóvil.

– ¿Qué es eso que hay en el fondo? -preguntó Chamorro. Se trataba de una especie de bastidores, de un oscuro color metálico.

– Es el combustible gastado -precisó Dávila, y a renglón seguido aclaró-: Las barras de uranio que se han ido quemando en el reactor.

– Eso debe de ser muy radiactivo.

– De lo más radiactivo -asintió Pita.

– ¿Y no es peligroso estar aquí encima, sin nada más que el agua por medio? -consulté, con cierta aprensión.

– Bueno, son casi diecisiete metros de agua, aunque no lo parezca -dijo Dávila-. Es un buen blindaje.

– ¿Por qué es tan azul? -inquirió Chamorro.

– No es azul -sonrió Dávila-. Sólo lo parece. Es un efecto que provoca el acero inoxidable de las paredes de la piscina.

– A todo el mundo le llama la atención ese azul -dijo Pita-. Incluso a los que estamos hartos de verlo. También a Trinidad. A veces se quedaba mirando ahí abajo, a donde está el combustible irradiado. Solía decir que era curioso que uno pudiera ver así algo capaz de provocar tanta destrucción. Sin más barrera que una simple capa de agua, transparente y azul.

Guardamos al muerto los segundos de silencio que todo muerto merece: Pita con el ceño ligeramente fruncido, Dávila con la mirada perdida en el fondo de la piscina. Ya habíamos visto más que suficiente. Salimos de la zona controlada, devolvimos nuestros monos naranjas y nos despedimos de Pita. Dávila nos acompañó aún a través de los restantes controles, hasta la salida. Incluso caminó con nosotros unos metros, en dirección a donde habíamos aparcado el coche. Me chocó un poco esa resistencia a separarse. El jefe de operación no paraba de darle vueltas a alguna cosa.

– Sargento, hay algo que quiero preguntarle -terminó por decir-. ¿Iba en serio la promesa que me hizo antes, cuando hablamos por teléfono?

– Si lo prometí, iba en serio -aseguré.

Dávila aún dudó un momento. Luego, con firmeza, declaró:

– Bajo esa condición que me ofreció, les voy a contar algo que mi conciencia me impide ocultarles. Hace una semana, durante una revisión de rutina, se advirtió una discrepancia en las fichas de control de cierto tipo de fuentes radiactivas. Hemos analizado una y otra vez los datos y la discrepancia subsiste. Lo que esto nos hace temer, en resumidas cuentas, es que alguien ha podido distraer una de esas fuentes. No es algo que pueda causar una catástrofe, pero entraña gran riesgo para quien esté cerca, así que ayer comunicamos el incidente a las autoridades nucleares. El problema -suspiró gravemente Dávila-, es que la fuente podría llevar más de un año circulando sin control. Los indicios que hemos reunido hasta ahora nos hacen pensar que falsificaron las fichas. Y en fin, aunque todo está por confirmar, creo que debo decirles que uno de los que pudo hacerlo fue Trinidad Soler.

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