– No para Críspulo Ochaita, sargentito -aseguró, prepotente-. Yo digo las cosas como me salen de las tripas. A ti te he amenazado con que voy a conseguir que te echen, y eso es lo que voy a hacer. Si hubiera querido amenazar de muerte a ese marisabidillo, pues lo habría hecho y en paz. Y luego habría salido el sol por Antequera, y yo me habría quedado tan fresco.
Ochaita me miraba desde abajo con una expresión entre asqueada y colérica. Su perro de presa, desde arriba, le imitaba fielmente.
– Pero no me negará su rivalidad con ese hombre -alegué-. Nos consta que en más de una ocasión se disputaron concesiones y obras. Y también nos consta que él le ganó a menudo, y que no siempre compitieron con buenas artes. No le voy a descubrir mucho más mis cartas. Lo que quiero que entienda es que no hemos venido aquí sin más, señor Ochaita.
Críspulo Ochaita lanzó una carcajada. Para cualquier otro hombre, habría sido una simple expansión, pertinente o no. Para Críspulo Ochaita, a aquellas alturas, era como escupir un pedazo de alma por la boca.
– Yo nunca he sido rival de ese mamporrero de chichinabo -rechazó-. Si acaso de su jefe o del jefe de su jefe, y más bien diría que al revés, que fue su jefe quien vino a tocarme las pelotas a mí.
Ochaita se paró a tomar aire. Debía de seguirle doliendo, pero se impuso a su sufrimiento y continuó, en el mismo tono de soberbia:
– Y si me ganaban, pues no te voy a negar que me jodía, pero también yo les ganaba a ellos y nunca he dejado de tener de sobra para hacer todo lo que me saliera del culo. Lo que no he entendido es eso que dices de que no peleábamos con buenas artes. Hablas como los maricones repeinados que salen en la televisión. Si lo que insinúas es que pagaba sobornos, pues sí, he pagado más sobornos que pelos tienes tú de cintura para abajo; que alguno tendrás, a pesar de todo. Y si quieres lo firmo ante notario o pongo una pancarta en la carretera. Como todo Cristo, diría para rematar la frase. Y ahora te chivas a un juececito soplapollas y que se ponga a montarme un sumario, y así tengo algo para reírme mientras me la chupan los gusanos.
No supe si Ochaita se estaba desahogando o si había sido así siempre, incluso antes de enfermar. En cualquier caso me abstuve de interrumpirle, porque ante todo me interesaba que siguiera largando.
– Y en cuanto a esas cartas que guardas en la manga -dijo-, no tengas vergüenza, sácalas y ponías encima de la mesa. Sé lo que llevas. Como decimos los jugadores de mus, todo perete: cuatro, cinco, seis y siete.
Ochaita calló al fin, agotado. Ahora era mi turno, y tenía que encontrar algo que me sirviera para romper su costra. Me la jugué.
– Va a dejarme que le haga una pregunta -anuncié, lentamente-, y me la contesta como quiera. Si lo prefiere me sigue insultando, o sigue jugando a ser el abominable hombre de las nieves. Pero le recomiendo que antes de decidirse piense un momento, para variar. Como experto que es usted, ¿qué diría que tienen las prostitutas rusas que no tengan las nacionales?
Puso cara de estupor.
– Eutimio, ¿tú le has dado un golpe en la cabeza a esta criatura? -preguntó, como si sinceramente le preocupara.
Vi a Eutimio esbozar una sonrisa. En su cara de engendro resultaba una de las más humillantes de que nunca he podido ser objeto.
– No se me escurra, señor Ochaita -intenté mantenerme firme.
El enfermo me midió con abierta curiosidad.
– No te entiendo, muchacho -dijo-. Tampoco me sé de memoria el código nuevo, la verdad. ¿Acaso es ahora delito irse de putas?
– No. Pero sí lo es matarlas.
– Hostia, otro muerto -exclamó-. ¿Por quién me has tomado, por una funeraria? Mira, chaval, yo de putas me voy cuando se me pone, que es muchas veces, o era, porque ahora ni se me levanta, con toda la porquería que me pinchan. Y lo he probado todo: nacionales, rusas, negras, chinas y hasta cojas, que tienen un morbo increíble. Las rusas no están mal, la verdad, pero tampoco me parecen más que otras. En fin, a lo que iba, que me he tirado a unas pocas, pero matar, ¿quién mataría a una puta? Eso sólo lo hacen los tarados que les piden que se vistan de enfermera o de monja. Yo puedo tener mis defectos, y hasta mis rarezas, pero soy un hombre cabal.
Tras hacer esta última declaración, Ochaita se quedó observándome. Tenía el mirar gastado y franco, como un toro medio desangrado ante el matador que enfila el acero temiendo volver a fallar la estocada. Por un segundo cruzaron por mi cerebro esbozos de frases que aludían a la Costa del Sol, a Irina Kotova, a una bala del nueve largo perforando una nuca. Pero ninguna de ellas llegó a materializarse en mis labios. De repente, sentí la acuciante necesidad de dejar de hacer el ridículo. Aquel despojo humano me estaba machacando, y comprendí que ninguna frase que se me ocurriera iba a doblegarle. Tampoco podía detenerle, porque habría sido rematar mi desatino. Tenía que retirarme y meditar otra táctica, si la había.
– Mira, sargento -volvió a hablar Ochaita, sin dejar de enfrentarme-. No sé cuánto me queda. No sé si serán quince días, o diez, o dos. No he tenido mala vida: lo he pasado bien, me he salido con la mía muchas veces y he podido darme caprichos que muchos nunca consiguen. Pero ahora todo me la sopla. Si te gusta algo de lo que hay en esta casa, llévatelo. Lo mismo te digo a ti, niña. A Eutimio le he dado todos los coches, y a una de las chicas toda la plata que solía limpiar. Yo ya no voy a necesitar nada, y lo que menos necesito, sargento, es que tú me creas inocente. Es más, si alguna vez hubiera matado a alguien, ahora me daría el gustazo de confesarlo. No es que no crea en el infierno. Vaya si creo: he vivido allí. Por eso no me importa lo que me espera. Después de todo, será como volver a casa.
De pronto, Ochaita había logrado desprenderse de su rencor de moribundo y sonaba pasmosamente sereno. Acepté que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro. Tragándome el orgullo, le dije:
– Está bien, señor Ochaita. Por ahora le creeremos. Y le ruego que nos disculpe si le hemos molestado. No era nuestra intención.
– Claro que era vuestra intención, capullo -me corrigió, sin apiadarse-. A ver si la experiencia os vale para espabilar un poco. Hasta nunca.
Le dejamos allí, con la mirada perdida en el llano amarillo, disfrutando de aquel triunfo casi póstumo. Eutimio hizo con nosotros todo el camino de vuelta hasta la salida. Antes de cerrar la puerta, sentenció:
– Lo que yo os decía. Una pandilla de maricas. No me extraña nada que ahora dejen entrar a las mujeres.
Capítulo 16 LA MANO EN EL FUEGO
Mientras volvíamos a Madrid, la tarde se fue nublando. Al llegar al desvío de la M-30 el cielo se abrió de pronto y una tromba de agua se abatió sobre la ciudad. Aunque había puesto el limpiaparabrisas al máximo, Chamorro hubo de hacer grandes esfuerzos para orientarse. Cinco minutos después nos vimos atrapados en un atasco monumental. En un luminoso de señalización, unos cien metros por delante de nosotros, atisbé un triángulo rojo con un coche amarillo volcado en su interior. Al poco pude distinguir las temibles letras « ACCIDENTE CARRIL DERECHO .» La ristra de luces rojas se perdía al fondo de la cortina de agua, que seguía cayendo sañudamente.
– Creo que disponemos de un rato para reflexionar -dije.
– Es una forma de enfocarlo -opinó Chamorro, soltando el volante.
Eran las primeras palabras que los dos pronunciábamos desde Guadalajara. De pronto me sentía menos agobiado. Lo mejor de los días funestos, como aquel que nos agonizaba entre los manos, es el momento en que terminan de torcerse del todo. Viene a ser un alivio, porque a quien ya no espera ningún suceso alentador no hay manera de frustrarle más. Ahora que estaba claro que aquel día no sólo no iba a ocurrimos nada bueno, sino que encima íbamos a llegar a casa a las tantas, podíamos al fin relajarnos.
Читать дальше