– A ver la identificación -gruñó.
– Por supuesto.
Chamorro y yo le tendimos nuestras tarjetas, que examinó con gran atención, guiñando un poco los ojos.
– Sargento nada más -dijo, con suficiencia.
– Otro día vendrá el general -respondí-. Hoy tenía un compromiso.
– Mucha guasa tienes, Bevacula, o como sea -opinó, mientras leía mi apellido en la tarjeta-. Yo sólo llegué a cabo, pero entonces el asunto iba en serio. Entonces uno era autorídá. Hoy no habéis más que maricas, incluidos los generales. Por eso el Cuerpo ya no es lo que era.
Le miré despacio. Tenía coraje, y la fuerza suficiente para quebrarme el espinazo sin emplearse mucho. Pero no iba a callarme por eso.
– Es verdad, ya no nos ocupamos de meter en cintura a los gitanos y a los ladrones de gallinas -admití-. Mientras usted sigue recordando esos tiempos heroicos, ¿podría indicarnos cómo llegar hasta don Críspulo?
El guarda tardó en responder. Carraspeó con fuerza y dijo:
– Yo os llevo, pichones.
Seguimos al guarda a través del enorme jardín. No estaba nada mal, aunque no pude evitar compararlo con el de Zaldívar y en esa confrontación resultaba netamente derrotado en los apartados de organización, estética de detalle y estética de conjunto. La casa era un aborto faraónico, en el que se combinaban sin la menor ligazón todos los estilos arquitectónicos, desde el dórico hasta el futurista. Pero como no era el corresponsal de una revista de decoración y paisajismo, procuré sólo que me hiciera el menor daño posible. Una vez dentro del inmueble nos cruzamos con un par de mujeres lúgubres, con pinta de sirvientas, que ni siquiera alzaron la vista. Subimos al primer piso por una escalinata fastuosa, digna de que en cualquier momento cayera rodando por ella Escarlata O'Hara. Luego atravesamos un par de corredores flanqueados por cuadros inenarrables y acabamos desembocando en una sala que daba a un gran balcón. El balcón estaba abierto. Ante él, junto a una mesa con un vaso y una botella de whisky, había un hombre sentado de espaldas a la puerta. Llevaba un fino batín de seda, con dibujos de cachemir, y permanecía inmóvil. Vi que era un sujeto de buen tamaño, aunque tenía los hombros algo hundidos y encorvado el cuello. El cráneo, que era todo lo que le sobresalía del batín, aparecía bastante despoblado.
Cuando llegamos a su altura, el hombre que debía de ser Críspulo Ochaita alzó hacia nosotros una mirada furiosa. Lo que más me impresionó fue que los ojos que la sostenían parecían consumidos, como su rostro y su cuerpo todo. Rondaba los cincuenta años, pero aparentaba quince más. Tenía la tez amarillenta y los huesos le asomaban bajo la carne.
– ¿Tú eres el gilipollas que me quiere detener? -preguntó, con un vozarrón que casi habría podido decirse que le sobrevivía.
No consideré prioritario ofenderme, sino comprender por qué estaba así y de dónde sacaba las energías para arrojarme aquel venablo.
– Soy el sargento Bevilacqua y ésta es mi compañera, la guardia Chamorro -expliqué, como si respondiera a otra pregunta, formulada con más urbanidad-. Estamos investigando un homicidio y queremos hacerle unas preguntas, si no le incomoda demasiado.
– Joder, claro que me incomoda -respondió-. ¿Tú que te has creído, que se puede llamar a la casa de la gente y amenazarla con que la vas a detener así como si nada? ¿En qué tómbola te ha tocado el tricornio, pringao ?
Así me iba a resultar un poco difícil. No dije nada, para darle la oportunidad de sosegarse. Fue una esperanza vana.
– Le he dicho a Eutimio que os dejara pasar para cagarme en la leche que os dieron y echaros luego a patadas -prosiguió-. Uno de los principales problemas de este país es que está lleno de incompetentes que no tienen ni puta idea de nada, pero como ahora todos somos simpáticos y láit y no queremos dar mala imagen, no hay quien tenga huevos de llamar inútil a quien lo es. Así vamos, cada vez peor, con todo lleno de sinvergüenzas y de chupones y de niños de papá. Todos viviendo como obispos, tocándose los cojones y lo que es peor, tocándoselos a los demás. Así que ya lo habéis oído: a asustar os vais a la guardería, y ahora largo de aquí, soplagaitas.
Durante una fracción de segundo, dudé entre dos estrategias completamente opuestas. Al final elegí la más arriesgada:
– Muy bien, señor Ochaita -dije, impasible-. Nos vamos. Pero usted se viene con nosotros. Queda detenido. Tiene derecho a una serie de cosas que supongo que ya sabe y que ahora le recordaré con tanto detalle como quiera, pero la primera de todas es a saber por qué se le detiene. Se le acusa de la muerte de Trinidad Soler, acaecida el 8 de abril de este año.
Ochaita abrió mucho los ojos, y Eutimio también. El dueño de la casa se apoyó a continuación sobre los brazos de su butaca e hizo ademán de levantarse. No completó el movimiento que había iniciado. A la mitad, su cara se torció en un rictus de dolor y volvió a caer sobre el asiento.
– Me cago en todo -barbotó-. Eutimio, las putas pastillas.
Eutimio se abalanzó con velocidad impropia de su edad y su envergadura hacia un mueble. De uno de los cajones sacó un frasco y un segundo después le tendió a su jefe una píldora que el otro se empujó adentro con lo que tenía más a mano, es decir, un trago de whisky. Durante medio minuto, Ochaita permaneció con los ojos cerrados y la boca apretada, mientras Eutimio nos observaba sin disimular sus instintos asesinos. Confieso que no acerté a reaccionar antes de que lo hiciera el disminuido Críspulo.
– Ya lo ves, sargentito como te llames -dijo, con un hilo de voz-. Me estoy muriendo a chorros. Así que contigo se va a ir tu puta madre. Yo me quedo aquí. Y si me queréis levantar y llevar en brazos, allá vosotros. Como a mí ya no me dará tiempo, le dejaré en mi testamento dinero a un abogado para que se lo gaste en que os echen a los dos de la Guardia Civil.
Aquél era uno de los atolladeros más incómodos en que me había metido jamás. Chamorro no paraba de mirarme de reojo.
– Siento que esté usted enfermo, pero si se niega a hablar con nosotros no tenemos otra solución que llevárnoslo -porfié, pese a mis dudas-. Si necesita cuidados médicos, llamaremos a una ambulancia.
– No te pongas borrico, sargento -me aconsejó, exhausto-. Para empezar porque sería una detención ilegal, y para terminar porque vas a perder el tiempo. Si me he zafado de cosas de las que soy más culpable que Satanás, cómo coño vas a colgarme esa mierda de la que no sé nada.
– ¿Niega conocer a Trinidad Soler?
Ochaita meneó la cabeza.
– No sé si eres retrasado o si te lo haces, chico. ¿Quién ha dicho eso? He dicho que no sé nada de su muerte. Por supuesto que le conozco. Hasta una vez le solté un par de hostias. Un momento -se detuvo, y me preguntó-: ¿Es por aquella tontería? Anda, que menudo sabueso estás tú hecho.
La pastilla debía de estar surtiendo al fin sus efectos sedativos. Por lo pronto, parecía que conseguía establecer un diálogo con él, claro que al precio de aguantar mansamente que me cubriera de toda clase de improperios. Decidí estirarlo cuanto fuera posible, aunque tuviera que seguir allí de pie, bajo la despreciativa vigilancia de Eutimio y sosteniendo la torpe amenaza de una detención que muy improbablemente iba a practicar.
– No es sólo por ese incidente -dije, tratando de mostrar aplomo-, aunque ya que lo menciona, disponemos de numerosos testigos que aseguran que aquel día usted profirió graves amenazas contra la víctima.
– ¿Cómo de graves? -preguntó Ochaita, dibujando a duras penas una torva sonrisa-. ¿Acaso dije que le iba a matar?
– Usted sabe que hay muchas maneras de decir las cosas.
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