– Cumplidos esos dos requisitos mínimos -prosiguió Patricia-, la cosa es muy simple. Se prueba y surge la chispa, o no surge. Quieres mirarle, tocarle, y que te mire y te toque, o no. Si es que sí, adelante. Si no, puerta. No entiendo toda esa paliza de los melodramas. Es lo más fácil del mundo. Y si uno no te corresponde, siempre hay otros cien mil disponibles.
– De modo que con Trinidad surgió la chispa y él te correspondió -discurrí en voz alta, para cerciorarme de que había entendido.
– Pues sí.
– ¿Y qué le parecía a tu padre?
– ¿A mi padre?
– Sí -insistí-, a tu padre.
– Tengo casi treinta años, señor guardia -reveló-y. Hace ya unos pocos que no dejo que mi padre les ponga nota a mis novios. Para empezar, me cuido de decirle quiénes lo son o lo dejan de ser. Así no hay peligro.
– ¿Quieres decirme que tu padre no estaba al tanto?
– No.
– ¿Ni tu madre?
El semblante de Patricia se ensombreció de pronto.
– Puede que ella sí -dijo, amarga-. Si existe lo del cielo y les dejan mirar desde lo alto de una nubécula. Mi madre murió hace veinte años.
– Lo.siento.
– Bueno. Está asumido.
Aquella orfandad suya, y la viudedad que al mismo tiempo le correspondía a León Zaldívar, me dieron que pensar.
– ¿Y tu padre nunca pensó en buscarte una madre? -pregunté.
– Durante los primeros cinco o seis años, no -repuso-. Siguió con lo que estaba haciendo cuando mi madre se murió: trabajar como un animal y amasar su maravillosa fortuna. Luego vinieron los años dorados y entonces no me buscó una madre, sino cientos de ellas: rubias, morenas, pelirrojas. Al principio yo era más joven que ellas, pero en cierto punto las dos curvas se cruzaron y a partir de entonces fue al revés. En fin, no es una historia divertida, ni original, y además no veo qué puede importarte.
– No era mi intención fisgar -me excusé-. Volvamos a Trinidad Soler. ¿No te fue difícil esconderle esa relación a tu padre?
Patricia experimentó o afectó un gran asombro.
– Ni que mi padre fuera el dueño de la CÍA -exclamó-. Claro que no me fue difícil. El mundo es grande, y yo sé llevar las cosas en secreto. No íbamos nunca a los sitios a los que él suele ir, y punto.
– Sin embargo, no os privasteis de salir por el territorio de Trinidad.
– ¿Qué es el territorio de Trinidad?
– El Uranio, por ejemplo.
Tenía que apostar, y aposté, que ella sería la mujer morena de veintiocho o veintinueve años que la robusta camarera del Uranio decía haber visto varias noches en compañía de Trinidad. Patricia abrió mucho los ojos.
– Caramba -exclamó, estupefacta-. No eres tan mal detective, Sherlock.
– ¿No temíais encontraros a su mujer? ¿Te habló alguna vez de ella? ¿Qué era lo que te contaba de su matrimonio?
Patricia encajó impertérrita mi andanada de preguntas.
– Nada, señor guardia -replicó-. Su matrimonio era asunto suyo. Yo nunca le pedí que la dejara, ni esas tonterías que hacen las putillas que andan por ahí calentando a los casados aburridos. Lo mío es otro plan.
Lo dijo con una especie de mueca colérica, por si yo me había figurado lo contrario. No era el caso, naturalmente.
– Está bien, olvidemos a su mujer -acaté, visto lo visto-. Y perdona por mi insistencia en traer a colación a tu padre. Pero me interesa saber cómo crees tú que habría reaccionado si hubiera sabido lo tuyo con Trinidad.
Patricia me observó con una especie de cansancios También yo deploraba tener que asumir aquella tenacidad tan fastidiosa. En realidad, mi material genético como el de casi todos los vertebrados superiores con un mínimo volumen cerebral, me predispone al sopor y a la inacción.
– Pues mira -dijo-, no tengo ni puñetera idea. Pero a lo mejor le había gustado. Se llevaba bien con él. Hablaban mucho, y cuando Trinidad venía a casa se quedaba hasta las tantas. Alguna vez, desde la ventana de mi cuarto, vi a mi padre acompañar a Trinidad hasta el coche, con el brazo echado sobre su hombro. Los dos venga a reírse, la mar de compenetrados. Mi padre sabe ser encantador, cuando le da por ahí, y Trinidad tenía algo que movía a quererle en seguida. A lo mejor habría sido el yerno perfecto para el gran León Zaldívar. Si yo hubiera estado por la labor, claro.
– Y los negocios que Trinidad tenía con tu padre…
– No pierdas el tiempo -me atajó-. De los negocios de mi padre paso completamente. Se supone que un día será todo mío, y entonces ya veré qué hago. Pero en tanto me llega tamaña apoteosis, procuro llevar una vida lo menos aberrante posible. La primera regla que establecí con Trinidad fue que tan pronto como se le ocurriera mencionar a mi padre, puf, game over. Y la tuvo en cuenta. Charlábamos sobre cine, o sobre pájaros.
Patricia me miraba casi todo el tiempo a los ojos, sin arredrarse y sin que yo pudiera advertir en los suyos el más mínimo desfallecimiento. A aquellas alturas, las dotes de Trinidad para relacionarse con personas de carácter estaban más que acreditadas: Blanca, Zaldívar, ella. Una de las cosas que más me intrigaba era lo que podía ofrecerles aquel hombre, cuya fragilidad yo intuía en tantos detalles recopilados a lo largo de la investigación, desde sus crisis de angustia hasta la infortunada escaramuza con Ochaita.
– Supongo que no me servirá de nada preguntarte por qué crees que murió -dije, resignado.
– Lo que yo creí en su momento -evocó Patricia, dócilmente-, fue que una noche quiso perder el control y que se le fue la mano. Y mientras no me convenzan muy mucho de lo contrario, eso es lo que seguiré creyendo.
Hablaba como si lo hubiera meditado. Y si mentía, lo hacía con gran oficio. En todo caso, fuera o no sincera, aquélla era, posiblemente, la última mujer a la que él había querido. Y al igual que había obtenido la de tantos otros, quise obtener su versión sobre Trinidad Soler:
– Voy a pedirte algo. Puede que te choque, pero creo que me será útil. Me gustaría que me lo describieras. Como persona, en dos palabras.
Patricia no se apresuró. No titubeó tampoco. Con voz firme, declaró:
– Por fuera, equilibrio y calma. Por dentro, una olla a punto de estallar.
Me quedé callado, dándole vueltas a aquella contundente descripción. Patricia aprovechó ese momento para ponerse en pie.
– Tengo que volver a mi oficina -advirtió-. Si no estoy detenida.
La miré desde mi extremo del banco, sabiendo que tenía que decidir en cuestión de segundos y que si la dejaba ir ya no volvería a tener la ocasión de sorprenderla. En mi cabeza se agolpaban, junto a las respuestas que ella había dado a mi interrogatorio, todos los indicios que en los últimos días habíamos ido reuniendo en una amalgama cada vez más agitada y confusa. Después de todo, no tenía nada contra ella. Quizá, pese a las expectativas que hubiera podido concebir cuando había ido a buscarla, tenía contra ella menos que contra nadie. Así que meneé la cabeza y dije:
– No, no estás detenida. Gracias por todo.
– De nada -respondió, y dando media vuelta, se alejó de allí.
La vi irse, abrazada a su teléfono móvil. Una niña caprichosa, de corazón insensible e insoportablemente altiva. Y a la vez, no terminaba de parecerme del todo mala. Pero tampoco lo bastante buena como para que a Trinidad le hubiera convenido tropezarse con ella. Aunque, bien mirado, quién era yo para enjuiciar eso. Sólo uno mismo sabe lo que le hace falta.
Me quedé allí todavía diez minutos, tratando de organizar mis desordenadas ideas. Después, como en sueños, volví a la oficina. Nada más cruzar la puerta, una Chamorro visiblemente alterada me salió al paso.
– ¿Qué hay? -pregunté, saliendo apenas de mi ensimismamiento.
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