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Osvaldo Soriano: A sus plantas rendido un león

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Osvaldo Soriano A sus plantas rendido un león

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Bongwutsi: un país africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. Allí vive un argentino usurpando la condición de cónsul de su país, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador inglés, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relación amorosa, los sueños de liberación y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al país de un ejército de monos…el vértigo narrativo no se interrumpe, la invención y la verdad se alían en el desborde de una fantasía indeclinable. El ímpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto máximo en este relato fascinante.

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Almorzó desnudo, hojeando el diario sin poder concentrarse. ¿No sería que los servicios de inteligencia británicos habían descubierto su relación con Daisy?, pensó. Tal vez había caído en sus manos alguna de las cartas que le escribía por las noches, a la luz de una vela, esperando el encuentro de los viernes en el cementerio. Pero ¿qué importancia tenía ahora saber de qué manera se había enterado Mister Burnett? Lo cierto era que Daisy estaba bajo custodia y no podría volver a verla sin afrontar el despecho y los celos del marido.

Cuando terminó de comer lavó el plato y la cacerola, encendió un cigarrillo y fue a la oficina a buscar un pasaporte en blanco. En el armario, bajo una montaña de papeles, encontró una almohadilla reseca y un bloc de formularios. Los llevó al escritorio, apartó el calentador para el mate, y se secó el sudor del cuello con una toalla. Iba a extender la primera renovación de pasaporte desde su llegada a Bongwutsi. Escribió cuidadosamente sus datos, puso los sellos, e imitó la enrevesada firma de Santiago Acosta. Después frotó el pulgar en la almohadilla y lo apoyó en el lugar indicado en el documento. Cuando terminó se dio cuenta de que le hacían falta cuatro fotos tres cuartos perfil, fondo blanco. Se dijo que al caer la tarde iría al centro a retratarse y de vuelta pasaría otra vez por la embajada italiana.

Apagó la radio y se tendió en el sofá. Sobre la pared, encima del armario, vio al grillo que lo despertaba por las noches. En un ángulo del techo había una telaraña ennegrecida por el polvo y el humo del tabaco. Bertoldi sabía que, tarde o temprano, el grillo caería en la trampa.

Estaba empezando a dormirse cuando sonó el timbre. Se levantó, extrañado, y fue a buscar la salida de baño. En la puerta, tieso como un espárrago, encontró a un oficial inglés flanqueado por dos reclutas. Bertoldi siempre se preguntaba cómo hacían para no transpirar los uniformes.

– Parte para el señor embajador de la República Argentina -dijo el militar-. Era un pelirrojo petiso, de lentes cuadrados.

– No hay embajador. Salga del sol, hombre.

El oficial le extendió un sobre cuadrado, igual a los que le traían los ordenanzas con las invitaciones a los cócteles y a los agasajos. Sin esperar respuesta, los ingleses saludaron y se fueron caminando por el medio de la calle. El cónsul los siguió con la mirada y tuvo la sensación de que esta vez no se trataba de una invitación. Volvió a la oficina, buscó un cortaplumas y abrió el sobre.

AL SEÑOR CÓNSUL DE LA REPÚBLICA ARGENTINA

EN BONGWUTSI

Ante la salvaje agresión sufrida por la Corona británica, Mister Alfred Burnett hace saber al señor representante de la República Argentina en Bongwutsi que el Reino Unido se dispone a defender por todos los medios lo que por legítimo derecho le pertenece. El honor y la virtud de la Corona serán preservados. El señor Cónsul de la República Argentina deberá abstenerse en el futuro de todo acto que pudiera ser considerado sospechoso, pérfido o agresivo. Mr. Burnett ha ordenado a las tropas de Su Majestad que establezcan una zona de exclusión de 200 metros en torno de la embajada de Gran Bretaña. Dentro de ese perímetro, todo súbdito argentino será declarado persona no grata y tratado en consecuencia.

DIOS SALVE A LA REINA

Mr. Alfred Burnett, embajador de Gran Bretaña

El cónsul se quedó un rato inmóvil, con la mirada fija en el papel. El era el único argentino conocido en cinco mil kilómetros a la redonda. Bruscamente se dio cuenta de que Mister Burnett no volvería a llamar al Chase Manhattan Bank para autorizar el pago de su sueldo que llegaba todavía a nombre de Santiago Acosta.

2

Fue hasta el sofá y se dejó caer, abatido, entre los almohadones deshechos. Mientras Estela estaba a su lado, aún tenía esperanza de escapar vivo de allí, pero cuando ella cayó enferma y la cancillería no respondió al telegrama que imploraba la repatriación se dio cuenta de que no podría salir de ese lugar porque ni siquiera tenía un amigo y su existencia no contaba para nadie. Las veces que intentó llamar por teléfono en cobro revertido el operador le respondió que ese número ya no correspondía al Ministerio de Relaciones Exteriores.

Desde que empezó a encontrarse con Daisy en la caballeriza, pensó que al menos alguien contaba los días esperándolo, que era algo más que un funcionario improvisado e inútil de un país que nadie conocía. Pero ahora los servicios de inteligencia lo habían arruinado todo y Mister Burnett parecía decidido a convertir su desengaño matrimonial en una cuestión de Estado. Bertoldi se dijo que nunca terminaría de entender la mentalidad británica.

Fue al baño, dejó la carta sobre el lavatorio, y abrió la ducha. Las hormigas habían hecho un agujero en la pared, junto a la bañadera, y formaban una larga fila que bordeaba los zócalos hasta el aparador de la cocina. Había probado todos los insecticidas, incluso uno inglés que Daisy le había llevado una noche a la caballeriza, pero no lograba detenerlas. Iba a meterse bajo el agua cuando oyó que golpeaban de nuevo a la puerta. Por un momento creyó que sería Mister Burnett en persona, pero por la ventana vio a tres negros con el uniforme de la guardia del Emperador y se tranquilizó.

– El embajador de la República Argentina-. El que hablaba leía de reojo un apunte escrito en la palma de la mano.

– Cónsul. A sus órdenes.

– Mister Bertoldi, Fa-us-tino -le costaba pronunciarlo.

– Servidor, oficial.

– Su Majestad está esperándolo.

El cónsul sintió que se le aceleraba el ritmo del corazón y se quedó como petrificado con una mano en el picaporte. Luego fue al dormitorio, a vestirse y advirtió que temblaba. Se preguntó hasta dónde llegaría Mister Burnett y por qué había decidido llevar el asunto ante el gobierno. Mientras se ponía el traje miró a los hombres a través de la puerta entreabierta. El que había hablado estaba parado frente al mapa de la República. Otro observaba de cerca el retrato de Gardel y el tercero montaba guardia en la puerta. Bertoldi limpió los zapatos con una punta de la colcha y volvió a su despacho.

– Su presidente se metió en un lío -dijo el oficial señalando a Gardel.

El cónsul asintió con una sonrisa mientras se colocaba una escarapela en la solapa.

– A su disposición -dijo, y salió sin echar llave.

Viajaron en silencio. El Buick con la bandera de Bongwutsi trepaba por las colinas mientras el chofer discutía con alguien por un walkie-takie. El cónsul, apretado entre dos soldados, buscó comprender la situación, imaginar qué podía haber llevado a Mister Burnett a recurrir al propio Emperador. Trató de ponerse en su lugar, pero enseguida se dijo que Estela nunca se habría entregado a otro hombre y desistió de la comparación. Tal vez, pensó, el inglés sólo buscaba un buen motivo para obtener el divorcio, o para que la prensa de Londres hablara de él. Se dió cuenta de que el aire acondicionado le permitía razonar con más claridad y atribuyó su dificultad para ordenar las ideas a que el aparato del consulado estuviera descompuesto desde hacía más de un año.

El auto se detuvo frente a una gigantesca escalinata. Un soldado de pantalón sobre la rodilla saludó a desgano y abrió la puerta de un tirón.

El Primer Ministro esperaba en la galería, sobre la alfombra verde y amarilla. Mientras le estrechaba la laño, Bertoldi creyó verle un reproche en la mirada. -Supongo que conoce las reglas, embajador. -No estoy seguro. Es la primera vez que… -Su Majestad quiere expresarle personalmente el disgusto del gobierno. Cuando estemos frente al trono salude inclinando el cuerpo y quédese con la cabeza baja. Solo hablará si el Emperador se lo ordena. De todos molos yo tengo que hacer lo mismo, así que no tiene más que imitarme. Cuidado al retirarse: no vaya a dar la espalda al trono ni a levantar la cabeza. Retroceda siguiendo la larca de la alfombra para no chocar con la planta que nos regaló Monsieur Giscard d'Estaing. Ahora sáquese eso e lleva ahí.

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