Osvaldo Soriano - A sus plantas rendido un león

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Bongwutsi: un país africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. Allí vive un argentino usurpando la condición de cónsul de su país, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador inglés, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relación amorosa, los sueños de liberación y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al país de un ejército de monos…el vértigo narrativo no se interrumpe, la invención y la verdad se alían en el desborde de una fantasía indeclinable. El ímpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto máximo en este relato fascinante.

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– Lo felicito -dijo y le dio una palmada en el brazo-, Gran trabajo.

Lauri le devolvió el gesto y entró en la habitación. En uno de los televisores había un programa de juegos y en el otro un informativo. Sobre la cómoda Lauri vio una valija azul sin abrir.

– Excelente puntería -dijo Quomo y fue a buscar una botella de whisky-. Ese campanario sonaba a música celestial.

– ¿Salió todo bien?

– Perfecto. El francés vino como si hubiera recibido un telegrama y hasta me pidió disculpas por la demora.

– ¿Y el sordo?

– Cuando yo salí estaba en la vereda mirando el reloj.

– ¿Qué hizo con el arma?

– La envolví en una bolsa de plástico y la tiré al lago. Esta mañana los gendarmes me trajeron en tren. La persona que mandó a buscarme se metió en un lío por golpear a un inglés y me pidió que le avisara.

– ¿Lío de qué tipo?

– Le dio un tortazo.

– Lástima, lo vamos a necesitar para preparar el viaje.

– ¿Cuánta gente tiene?

– Todo el pueblo está conmigo.

– Gente en armas, digo.

– En armas usted, yo y dos más.

– Pero tropa, con qué tropa cuenta.

– En eso está el irlandés. El va a mover un poco el ambiente allá.

– ¿Es un tipo serio?

– Lo encontré en el Sahara. Es el que organizó las columnas de Agostinho Netto, así que es hombre de terreno. Además sueña con la revolución. El proletariado era el único espejismo que veía mientras caminábamos por la arena.

– ¿Pero estuvo en alguna?

– De Argelia para acá en todas. Le diría que en tantas como yo. A veces, cuando el sol nos hacía delirar, yo me acordaba de mi madre, de mis hijos, que a muchos no los conozco, pero él sólo veía gente en armas. Nunca me voy a olvidar cuando asaltó el Palacio de Buckingham tirado en una duna, con los ojos desorbitados.

– ¿No va a llamar la atención por ser blanco?

– Ya le dije que estuvo con Netto en Angola. ¿Por qué no va a comprar ropa nueva? Da pena como anda vestido.

– A mí me enseñaron que la ostentación es un vicio burgués.

– No confunda. Un revolucionario es elegante por respeto a los demás, sobre todo cuando prepara la toma del poder y no quiere tener a la policía sobre los talones.

– Es una curiosa filosofía la suya. Esa bata debe costar un dineral.

– Dos mil dólares.

– ¡Dos mil dólares!

– Más otro tanto por el traje y las camisas. Voy a tener que enseñarle algunas cosas, Lauri. Por ejemplo que los buenos revolucionarios podemos empezar vestidos en Cacharel, porque siempre terminamos chapoteando en el barro, mordidos por la carroña, conduciendo una columna de andrajosos que buscan justicia. Estoy harto de burócratas que hicieron el camino inverso. A eso, ve, yo le llamo traición.

15

Con el apagón la ciudad desaparecía bajo las estrellas. Desde los barrios de paja desparramados en las faldas de las montañas, o desde el cuartel de los británicos, instalado en el pico más alto, sólo podían verse brillar las cuatro torres del palacio imperial y el ancho bulevar de las embajadas.

Bertoldi y O'Connell estaban a los postres cuando la electricidad dejó de funcionar, pero los camareros habían dispuesto un candelabro de plata en cada mesa y los clientes apenas notaron el cambio. Un puñado de bailarinas de pechos al aire, con un breve disimulo de plumas bajo el ombligo, se acercó a los clientes para apantallados con hojas de palmera.

O'Connell apuró el cognac y tiró a través de la mesa un puñado de billetes arrugados. El cónsul los recogió y los contó mientras los planchaba con los dedos. Se sentía bien: había tornado una botella de chablis y estaba en el tercer Remy Martin. Cuando vio a las muchachas sintió un calor que le bajaba hasta las piernas y encendió por segunda vez el cigarro que le había convidado el irlandés. Por el vitral se veían los barcos anclados en el puerto alumbrados con faroles a kerosene, y el contorno de la bahía iluminado por la luna.

– Esto es una inmoralidad-dijo O'Connell y miró a las mujeres con los ojos descarrilados.

– Costumbre del país -respondió el cónsul. Un aire suave, todavía fresco, le llegaba a la cara y empezaba a adormecerlo. Con un gesto llamó al camarero y le dio cuatro billetes de cincuenta libras con el encargo de que preparara una botella de Etiqueta Negra y dos paquetes de Marlboro para llevar. Como oyó que el irlandés suspiraba, molesto, le tiró con una miga de pan y se arrellanó en el asiento para terminar el cognac.

– Creí que no quería darme asilo -dijo O'Connell, despectivo.

El cónsul pensó que al irlandés le hacía falta un baño y también un corte de pelo. El camarero volvió con los cigarrillos, la botella y un vuelto de veintidós libras. Bertoldi guardó el cambio y dejó sobre el plato un billete de diez.

– ¿Alguna vez se acostó con una negra? -preguntó y tiró el humo hacia la bailarina que agitaba la hoja con ungí sonrisa siempre igual. Llevaba dos aros de hueso y un collar de pelo de elefante.

– Y también con árabes, amarillas y esquimales. Pero nunca tuve que pagar.

– No quise ofenderlo. Ahora, que se haya acostado con una esquimal, permítame que lo ponga en duda.

– ¿Por qué? Estuve dos meses en el norte de Alaska trabajando en un portaviones. Allí conocí a un criminal compatriota suyo, un tal Carlos.

– Ese es venezolano.

– Bueno, de por ahí.-Un tipo terco: quería hacer saltar la aldea entera cuando los yanquis llegaban de franco. Hubo que devolverlo a Trípoli atado como un salame.

– ¿Usted estaba en el portaviones?

– No, yo lo tenía que inutilizar. Me llevó dos meses, de ahí que conocí a una chica que vivía en un iglú. La diferencia, Bertoldi, está en la mirada. Es lo único que no se puede maquillar.

– No se me había ocurrido. ¿Es cierto que esa gente ofrece la mujer al huésped, como homenaje?

– No sé, yo la tuve que conversar una semana y sin conocer el idioma.

El irlandés se puso de pie, pasó la correa del bolso sobre la cabeza y recogió el plano de la ciudad que había estado estudiando durante la cena.

– Bueno, tengo que dejarlo. No le molestará que duerma en el despacho, espero.

– Vaya tranquilo. Yo me vuelvo caminando despacito. Cuando O'Connell salió, el cónsul pidió otro café con cognac y aprovechó para cambiar un billete de veinte. Estuvo tentado de averiguar el precio de la muchacha, pero recordó lo que O'Connell le había dicho sobre las miradas. La joven que lo apantallaba tenía unos ojos blancos y duros como piedras de mar. Bertoldi se preguntó antes de salir si también ella se sublevaría cuando llegara el momento.

Frente al restaurante había varios taxis, pero prefirió remontar la cuesta a pie, por el medio de la calle para evitar los pozos y los tarascones de los perros. Había pasado la jornada más difícil de su vida y mientras caminaba se preguntó si era correcto lo que había hecho hasta el momento. Estaba solo, representando a un país que lo ignoraba, pero a los ojos de todos los embajadores, la Argentina era él. Si no hubiera respondido al desafío de Mister Burnett, la patria sería ahora símbolo de cobardía en lodo Bongwutsi. Pero, ¿había hecho bien en cobijar bajo el pabellón nacional a un guerrillero? Concluyó que sí: la generosidad y la grandeza de alma eran las mayores cualidades de los argentinos.

Cuando se acercaba al bulevar de las embajadas vio las barreras que los ingleses habían colocado para desviar el tránsito a cien metros del lugar de la explosión. Dos soldados fumaban y charlaban junto a un jeep del ejército. Para evitarlos tenía que dar un rodeo y caminar varias cuadras de más, pero había comido bien y los tragos le confortaban el ánimo. Volvió sobre sus pasos y fue por una calle sin faroles en la que entraba de lleno la claridad de la luna. Cada tanto brillaban los ojos de un gato mientras el canto de los grillos flotaba, armonioso, en el aire caliente. De golpe, una figura enorme, sigilosa, salió de un corredor que separaba dos casas de madera y lo atropello haciéndole perder el equilibrio. Para evitar la caída tuvo que agarrarse de un árbol mientras tropezaba con las piernas de un hombre que dormía en la vereda.

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