Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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Recorrieron los quinientos metros en siete segundos. Al llegar al cruce con la rue du Château-d'Eau, Schiffer hizo amago de apearse. Paul volvió a retenerlo.

– Lo esperaremos fuera. No hay más que esas dos salidas. Números pares e impares del bulevar.

– ¿Quién nos dice que va a bajar aquí?

– Esperaremos veinte segundos. Si se ha quedado en el tren, aún tendremos veinte segundos para llegar a la estación del Este.

– ¿Y si tampoco baja allí?

– No saldrá del barrio turco. O va a esconderse o va a avisar a alguien. En ambos casos, lo hará aquí, en nuestro territorio. Tenemos que seguirlo hasta su destino. Ver adónde va.

El Cifra miró su reloj.

– Arranca.

Paul dio otra vuelta, de derecha a izquierda, de pares a impares, y apretó el acelerador. Podía sentir en sus venas la vibración del metro, que circulaba bajo las ruedas del Golf.

Diecisiete segundos después, frenaba ante la verja de la estación del Este y apagaba la sirena y el faro giratorio. Una vez más, Schiffer fue a saltar del coche y, una vez más, Paul se lo impidió.

– Nos quedamos aquí. Controlamos casi todas las salidas. La del centro. en la explanada de la estación. La de la rue du Faubourg-Saint-Martin, a la derecha. Y la de la rue 8 de Mai de 1945, a la izquierda. Son tres posibilidades de cinco.

– ¿Dónde están las otras dos?

– A ambos lados de la estación. En la rue du Faubourg-Saint-Martin y en la de Alsace.

– ¿Y si sale por una de las dos?

– Son las más alejadas del andén. Tardaría más de un minuto. Esperaremos treinta segundos. Si no aparece, usted se va a la rue d'Alsace, y yo, a la del Faubourg-Saint-Martin. Utilizaremos los móviles para mantenernos informados. No puede escapársenos.

Schiffer guardó silencio. Las arrugas que surcaban su frente traicionaban su desconcierto.

– ¿Cómo es posible que te sepas las salidas?

Paul sonrió sin apartar la vista del parabrisas.

– Me las he aprendido de memoria. Por si teníamos que perseguir a alguien.

El arrugado rostro de Schiffer le devolvió la sonrisa.

– Si ese tío no aparece, te parto la cabeza.

Diez, doce, quince segundos.

Los más largos de su vida. Paul observaba las figuras que emergían de las bocas del metro, zarandeadas por el viento. Ningún chándal Adidas.

El río de viajeros vibraba ante sus ojos, se agitaba al ritmo de sus latidos.

Treinta segundos.

Paul puso la primera y masculló:

– Lo dejo en la rue d'Alsace.

Arrancó con un chirrido de neumáticos, tomó la rue 8 de Mai, a su izquierda, y soltó al Cifra al comienzo de la rue d'Alsace, sin darle tiempo a abrir la boca. Giró en redondo, pisó a fondo el acelerador y no levantó el pie hasta llegar a la rue du Faubourg-Saint-Martin.

Habían transcurrido otros diez segundos.

A esa altura, la rue du Faubourg-Saint-Denis es muy distinta de su tramo inferior, la parte turca: aceras desiertas, almacenes y edificios de oficinas. Una vía de salida ideal.

Paul miró el segundero: cada salto de la aguja le encogía el corazón un poco más. La muchedumbre anónima se dispersaba, se perdía en aquella calle demasiado amplia. Miró de reojo hacia el interior de la estación. Vio la gran cristalera y pensó en un enorme invernadero lleno de gérmenes venenosos y plantas carnívoras.

Diez segundos.

Las posibilidades de ver aparecer el chándal Adidas se reducían casi a cero. Paul pensó en los convoyes que corrían bajo tierra, en las salidas de las grandes líneas y de los trenes de cercanías, que se dispersaban a cielo abierto; en los millares de rostros y conciencias que se apretujaban bajo los grises armazones.

No podía haberse equivocado. Sencillamente, no era posible. Treinta segundos.

Nada.

Oyó el timbre del portátil.

– Pedazo de idiota… -masculló la voz gutural de Schiffer.

Paul lo recogió al pie del paso elevado que comunica las dos mitades de la rue d'Alsace por encima del inmenso haz de vías de la estación del Este.

– Idiota -repitió el viejo policía subiendo al coche.

– Probaremos en la estación del Norte. Nunca se sabe…

– Y una mierda. Se acabó. Lo hemos perdido. -Aun así, Paul aceleró y se dirigió hacia el norte-. No debería haberte hecho caso -insistió Schiffer-. No tienes ninguna experiencia. No sabes nada de nada. No…

– Está ahí

Paul acababa de distinguir el chándal azul al final de la rue des Deux-Gares, en la acera de la derecha. El turco caminaba por la parte superior de la rue d'Alsace, justo encima de las vías.

– Será cabrón… -masculló el Cifra-. Ha utilizado la escalera exterior de la SCNF. Ha salido por los andenes. -Señaló el parabrisas con el índice-. Sigue todo recto. Nada de sirena. Nada de prisas. Lo cogeremos en la próxima calle. Discretamente.

Paul bajó a segunda con mano temblorosa y se mantuvo a veinte kilómetros por hora. Cuando cruzaron la rue La Fayette, el turco apareció cien metros más arriba. Miró a su alrededor y se quedó petrificado.

– ¡Mierda! -exclamó Paul recordando que había olvidado retirar el faro giratorio del techo del Golf.

El hombre echó a correr como alma que lleva el diablo. Paul pisó a fondo. El gigantesco puente que se abría ante ellos se le antojó un símbolo. Un gigante de piedra que extendía sus negros brazos bajo el cielo de tormenta.

Siguió acelerando y pasó al turco en mitad del puente. Schiffer saltó fuera sin esperar a que el coche se detuviera. Paul frenó, miró por el retrovisor y vio a Schiffer placando al turco como un medio de rugby.

Soltó una maldición, paró el motor y se apeó. El Cifra tenía al fulano cogido del pelo y le golpeaba la cabeza contra los barrotes de la verja. Como en un flashback , Paul volvió a ver la mano de Marius bajo la guillotina. Otra vez no.

Desenfundó la Glock y echó a correr hacia los dos hombres.

– ¡Basta!

En esos momentos, Schiffer estaba pasando a su víctima por encima de la verja. Su fuerza y su rapidez eran pasmosas. El del chándal agitaba las piernas en el aire, encajado entre dos remates puntiagudos.

Paul estaba convencido de que el Cifra iba a arrojarlo al vacío. Pero el viejo policía se encaramó a lo alto de la verja, se agarró a un pilar de piedra y, de un solo tirón, arrastró al turco junto a él.

La operación solo había durado unos segundos, y la proeza física que requería no hacía más que aumentar la leyenda negra que envolvía a Schiffer. Cuando Paul llegó a su altura, los dos hombres ya estaban fuera de su alcance, en el estrecho borde de la plataforma de hormigón. El sospechoso berreaba mientras su torturador lo arrinconaba contra el vacío lanzándole golpes y frases en turco alternativamente.

Paul empezó a trepar por la verja, pero se quedó inmóvil a medio camino.

– ¡BOZKURT! ¡BOZKURT! ¡BOZKURT!

Los gritos del turco resonaban en el aire húmedo cae la mañana. Paul pensó que pedía auxilio, pero vio que Schiffer lo soltaba y lo empujaba hacia la verja, como si hubiera obtenido lo que quería,

Paul iba a sacar las esposas, pero el hombre echó a correr cojeando

– ¡Deja que se vaya!

– ¿Qué?

Schiffer se derrumbó sobre la acera. Se inclinó Hacia un lado, hizo una mueca y se levantó sobre una rodilla.

– Ha dicho lo que tenía que decir -murmuró entre dos toses.

– ¿Qué? ¿Qué ha dicho?

El Cifra se levantó. Estaba sin aliento y se agarraba la ingle izquierda. Su tez había adquirido un tono violáceo, salpicada de puntos blancos.

– Vive en el mismo edificio que Ruya. Los vio llevarse a la chica por el hueco de la escalera. El 8 de enero a las ocho de la tarde.

– ¿«Los»?

– A los Bozkurt.

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