Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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Dejó la caja, le dijo algo a un mozo que estaba colgando prendas retrocedió hacia la puerta. Un último vistazo hacia la plataforma confirmó la intuición de Paul: el miedo.

Los dos policías volvieron a la sala inferior.

– Esta cabezona, con sus malditos rodeos, ya me estaba hartando -masculló Schiffer-. ¡Jodidos turcos! Todos igual de retorcidos, igual de…

Paul apretó el paso y saltó al rellano. Se asomó al hueco de la escalera: una mano atezada se deslizaba por la barandilla. El fulano bajaba como quien tiene prisa.

Paul se volvió y apremió a Schiffer, que acababa de cruzar la puerta:

– Vamos. Rápido.

36

Paul corrió hasta el coche. Se sentó al volante y accionó la llave de contacto con un solo movimiento. A Schiffer apenas le dio tiempo a montar.

– ¿Qué coño pasa? -refunfuñó el viejo policía.

Paul arrancó sin responder. El repartidor acababa de torcer a la derecha, al final de la rue Sainte-Cécile. Paul aceleró, giró en la rue du Faubourg-Poissonnière y volvió a enfrentarse al tráfico y la muchedumbre.

El sujeto caminaba a buen paso sorteando repartidores, viandantes y puestos de crepes y pitas, y lanzando rápidas miradas a su espalda. Seguía la calle en dirección al boulevard Bonne-Nouvelle.

– ¿Vas a explicármelo o qué? -insistió Schiffer de mal humor.

– En la peletería. Un hombre -masculló Paul cambiando a tercera-. Ha huido al vernos.

– ¿Y qué?

– Se ha olido que somos policías. Temía que lo interrogáramos. Puede que sepa algo sobre el caso.

El «cliente» torció a la izquierda y continuó por la rue d'Enghien. Por suerte iba en la misma dirección que el tráfico.

– O que no tenga permiso de residencia -rezongó Schiffer.

– ¿En el almacén de Gozar? ¿Y quién lo tiene? Ese fulano tiene algún motivo especial para estar asustado. Lo presiento.

El Cifra se repantigó en el asiento.

– ¿Dónde está? -preguntó con desgana.

– En la acera de la derecha. El del chándal Adidas.

El turco seguía avanzando en línea recta. Paul procuraba mantener la distancia. Un semáforo en rojo. La mancha azul empezó a alejarse. Paul adivinó que, como él, Schiffer lo seguía con la mirada. Dentro del coche, el silencio adquirió una densidad especial: se habían entendido, compartían la misma calma, la misma atención, concentrada sobre su presa.

Verde.

Paul arrancó accionando los pedales con suavidad, sintiendo un intenso calor que le subía por las piernas. Aceleró justo a tiempo para ver al turco doblando la esquina de la rue du Faubourg-Saint Denis, de nuevo en la dirección del tráfico.

Paul giró, pero la calle estaba colapsada, embotellada, taponada por la multitud, que lanzaba al aire grisáceo su rumor de gritos y bocinazos.

Estiró el cuello y entrecerró los ojos. Los letreros -al por mayor, al por menor, mayor y detalle- se superponían por encima de las carrocerías y las cabezas. El chándal azul había desaparecido. Miró aún más lejos. Las fachadas de los edificios se fundían con la neblina de la contaminación. Al fondo, el arco de la Porte Saint-Denis flotaba tras los gases de combustión.

– Ya no lo veo.

Schiffer abrió su ventanilla. La algarabía del exterior inundó el habitáculo. Sacó medio cuerpo fuera.

– ¡Allá delante! -advirtió-. A la derecha.

Los vehículos reanudaron la marcha. El punto azul destacaba contra un grupo de peatones. Nueva detención. Paul trató de convencerse de que el embotellamiento jugaba a su favor, de que los obligaba a circular al paso para que mantuvieran la distancia.

El turco volvió a desaparecer, pero reapareció entre dos camionetas de reparto, delante de la cafetería Le Sully. Seguía mirando hacia atrás cada dos por tres. Sabría que lo seguían?

– Está muerto de miedo -dijo Paul-. Sabe algo.

– Eso no quiere decir nada. Hay una posibilidad entre mil de que…

– Confíe en mí. Solo por esta vez.

Paul cambió a segunda. Tenía la nuca ardiendo, y el cuello de la parka, húmedo de sudor. Apretó el acelerador y llegó a la altura del turco al final de la rue du Faubourg-Saint-Denis.

De pronto, al pie del arco, el hombre cruzó la calzada prácticamente rozando el guardabarros del coche, aunque sin verlos, y tomó el boulevard Saint-Denis a paso ligero.

– ¡Mierda! -exclamó Paul-. Es dirección única.

– Aparca -dijo Schiffer incorporándose en el asiento-. Lo seguiremos a… ¡Coño! Va a coger el metro.

El individuo había cruzado el bulevar y acababa de desaparecer en la boca de metro Strasbourg-Saint-Denis. Paul frenó en seco y estacionó frente al bar de l'Arcade, en la franja que rodea el Arco de Triunfo. Schiffer ya se había apeado.

Paul bajó la visera con la leyenda «Policía» y saltó fuera del Golf. El impermeable del Cifra revoloteaba ente los coches como una oriflama. Paul estaba electrizado. En un segundo, lo captó todo, la vibración del aire, la rapidez de Schiffer, la determinación que los unía en aquellos momentos…

Corrió en zigzag entre el tráfico del bulevar y alcanzó a su compañero en lo alto de las escaleras.

Los dos policías irrumpieron en el vestíbulo de la estación. Una muchedumbre presurosa hormigueaba bajo la bóveda anaranjada. Paul barrió el vestíbulo con la mirada: a la izquierda, las cabinas acristaladas de la RATP; a la derecha, los carteles azules de las líneas de metro; enfrente, las puertas automáticas.

Ni rastro del turco.

Schiffer se lanzó de cabeza sobre la muchedumbre en un eslalon suicida en dirección a las puertas neumáticas. Paul se puso de puntillas y descubrió a su hombre, que en ese momento torcía a la derecha.

– ¡Línea cuatro! -gritó en dirección al Cifra, invisible entre el gentío.

Al fondo del túnel alicatado, resonaron los suspiros de apertura de las puertas de un convoy. Una ola de agitación recorrió a la muchedumbre. ¿Qué pasaba? ¿Quién gritaba? ¿Quién empujaba? De pronto, un rugido resonó sobre el vocerío.

– ¡La puertas, cojones! Era la voz de Schiffer.

Paul se abalanzó hacia las taquillas, que estaban justo a su izquierda. Con la nariz pegada al cristal, gritó:

– ¡Abran las puertas!

El empleado del metro lo miró boquiabierto.

– ¿Eh?

A sus espaldas, la sirena anunció la salida del convoy. Paul aplastó el carnet de policía contra el cristal.

– ¡Cagüen la leche! ¿Vas a abrir las puertas o qué?

Las barreras se apartaron.

Paul se abrió paso a codazos, tropezó y consiguió pasar al otro lado… Schiffer corría bajo la bóveda roja, que ahora parecía palpitar como el interior de una garganta.

Lo alcanzó en la escalera. El viejo policía la bajaba de cuatro en cuatro. No habían recorrido la mitad de la distancia, cuando oyeron el entrechocar de las puertas.

Schiffer vociferó sin dejar de correr. Estaba a punto de llegar al andén, cuando Paul lo agarró del cuello y lo obligó a detenerse. El Cifra se quedó mudo de estupor. Las luces de los vagones se deslizaban sobre su arrugado rostro. Lo miraba con ojos de loco.

– ¡No debe vernos! -le gritó Paul a la cara. Schiffer seguía mirándolo asombrado, incapaz de recuperar el aliento-. Tenemos cuarenta segundos para llegar a la siguiente estación -dijo Paul bajando la voz, mientras el traqueteo del metro se convertía en un rumor-. Lo cogeremos en Château-d'Eau.

Les bastó una mirada para ponerse de acuerdo. Volvieron a subir las escaleras, cruzaron el bulevar a la carrera y se lanzaron de cabeza al interior del Golf.

Habían pasado veinte segundos.

Paul rodeó el Arco de Triunfo y torció a la derecha al tiempo que bajaba la ventanilla. Colocó el faro magnético en el techo del Golf y enfiló el boulevard Strasbourg con la sirena en marcha.

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