Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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A la semana siguiente, Eric Ackermann se presentó en la sede de Fontenay-aux-Roses. Sorpresa: el comité de recepción estaba mayoritariamente compuesto por militares. El neurólogo sonrió. Aquellos uniformes le recordaban su buena época, el 68, cuando era maoísta y se zurraba con los CRS en las barricadas de la rue Gay Lussac. El recuerdo acabó de enardecerlo. Tanto más cuanto que se había echado al coleto un puñado de Benzedrinas para darse ánimos. Si no conseguía convencer a aquellos espadones, se despacharía a gusto.

Su exposición duró varias horas. Comenzó por explicar que en 1985 la utilización del Petscan había permitido identificar la zona del miedo y que, una vez descubierta, se podía definir una farmacopea específica para atenuar su influencia sobre la mente del hombre. Se lo contó a los militares.

A continuación, describió los trabajos del profesor Jones, que lo habían llevado a localizar el circuito neuronal del dolor, y añadió que era posible limitar el sufrimiento asociando esas localizaciones a un condicionamiento psicológico.

Lo dijo ante un comité de generales y psiquiatras del ejército. Luego pasó revista a otras investigaciones sobre la esquizofrenia, la memoria, la imaginación…

Con gran alarde de gestos, estadísticas y bibliografía, les dejó entrever posibilidades fabulosas: en adelante, gracias a la cartografía cerebral, sería posible observar, controlar, modelar el cerebro humano.

Un mes más tarde volvieron a convocarlo. Estaban dispuestos a financiar su proyecto, con la condición expresa de que se instalara en el Instituto Henri-Becquerel, un hospital militar situado en Orsay. Además, tendría que colaborar con sus colegas del ejército con absoluta transparencia.

Era para troncharse: ¡iba a trabajar para el Ministerio de Defensa!. Él, un típico producto de la contracultura de los setenta, un psiquiatra chiflado que funcionaba a base de anfetas… Se dijo que sabría ser más astuto que sus socios, que sabría manipularlos sin dejarse manipular.

Se equivocaba de medio a medio.

Volvió a sonar el teléfono.

Ni se molestó en contestar. Descorrió los visillos y miró por la ventana sin, disimulo. Los centinelas seguían en su puesto.

La avenue Trudaine ofrecía una delicada policromía de marrones: barro seco, oro sucio, metal viejo… Por algún extraño motivo, contemplarla siempre le hacía pensar en un templo chino o tibetano cuya pintura, desconchada, amarilla o herrumbrosa, revelaba la corteza de otra realidad.

Eran las cuatro y el sol aún estaba alto.

De repente, decidió no esperar hasta la noche.

Estaba demasiado impaciente por huir.

Cruzó el salón, cogió el bolso de viaje y abrió la puerta.

Todo había empezado con el miedo.

Todo acabaría con él.

39

Bajó al aparcamiento del edificio por la escalera de emergencia. Se detuvo en el umbral y escudriñó la penumbra: nadie. Cruzó el garaje y descorrió el cerrojo de una puerta metálica disimulada detrás de una columna. Recorrió el pasillo y llegó a la estación de metro Anvers. Miró a sus espaldas: no lo seguía nadie.

En el vestíbulo de la estación, la muchedumbre de los viajeros le produjo pánico, pero le bastaron unos segundos de reflexión para tranquilizarse: la multitud favorecería su fuga. Se abrió camino entre la gente sin acortar el paso, con la mirada clavada en la siguiente puerta, al otro lado del vestíbulo.

Cuando llegó ante el fotomatón, hizo como quien espera a que salga su tira de fotos y utilizó el manojo de llaves que se había agenciado. Tras algunas vacilaciones, dio con la buena y abrió discretamente la puerta con la leyenda: RESERVADO PERSONAL.

De nuevo solo, respiró aliviado. En el pasillo flotaba un olor penetrante, un tufo agrio, pegajoso, que no conseguía identificar pero parecía envolverlo por entero. Avanzó por el pasadizo chocando con cajas de cartón mojado, trozos de cable, envases metálicos… No intentó localizar un interruptor. Abrió varias cerraduras, candados, verjas y puertas precintadas. No se molestó en volver a cerrarlos con llave, pero sentía que se acumulaban a sus espaldas como otras tantas barreras protectoras.

Al fin, penetró en las entrabas del segundo aparcamiento, situado bajo la place d'Anvers. Era una réplica exacta del primero, aunque las paredes y el suelo de aquel estaban pintados de verde claro. No se veía a nadie. Reanudó la marcha. Estaba empapado en sudor, temblaba inconteniblemente y tan pronto tenía frío como calor. Más allá de la angustia, los síntomas eran claros: la abstinencia.

Por fin, en el número 2033, vio el Volvo Break. Su imponente aspecto, su carrocería gris metalizada, su placa de matrícula del departamento de Haut-Rhin, le comunicaron una sensación de seguridad. Todo su organismo parecía estabilizarse, encontrar su punto de equilibrio.

Desde el comienzo de los trastornos de Anna, había comprendido que la situación iba a agravarse. Sabía mejor que nadie que sus lapsus se multiplicarían y que, tarde o temprano, el proyecto acabaría en desastre. De modo que había pensado en una vía de escape. Primero, volvería a su región natal, Alsacia. Ya que no podía cambiar de nombre, se mezclaría con los demás Ackermann del planeta: más de trescientos solo en los departamentos de Bas y Haut-Rhin. Después, prepararía la auténtica fuga: a Brasil, Nueva Zelanda, Malaisia…

Se sacó el mando a distancia del bolsillo. Iba a accionarlo, cuando una voz lo apuñaló por la espalda:

– ¿Estás seguro de que no olvidas nada?

Se volvió y, apenas a unos pasos, vio una figura negra y blanca, envuelta en un abrigo de terciopelo.

Anna Heymes.

Su primera reacción fue la cólera. Aquella mujer era un pájaro de mal agüero, una maldición que no se despegaba de sus talones. Pero recapacitó. «Entrégala -se dijo-. Entrégala, es tu única salvación.»

Dejó el bolso en el suelo y adoptó un tono mezcla de sorpresa y alivio.

– Anna… Por amor de Dios, ¿dónde te habías metido? Todo el mundo te busca -dijo avanzando hacia la mujer con los brazos abiertos-. Has hecho bien viniéndome a buscar. Has…

– No te muevas.

Eric Ackermann se detuvo en seco y lenta, muy lentamente, se volvió hacia la nueva voz. A su derecha, otra figura asomó detrás de una columna. Se quedó tan asombrado que se le nubló la vista Los recuerdos emergieron, confusos, a la superficie de su conciencia. Conocía a aquella mujer.

– ¿Mathilde? -La interpelada se acercó sin responder- ¿Mathilde Wilcrau? -especificó Ackermann con la misma estupefacción. La mujer se plantó ante él y lo encañonó con la pistola automática que empuñaba con la mano enguantada-. ¿Os… os conocéis? -balbuceó mirándolas alternativamente.

– Cuando una ya no se fía de su neurólogo, ¿a quién acude? A la psiquiatra.

Mathilde Wilcrau seguía alargando las sílabas y hablando con ondulaciones graves, como antaño. ¿Cómo olvidar aquella voz? La boca de Eric Ackermann se llenó de saliva. Un sabor a limón que le recordaba el extraño olor de hacía un rato. Esta vez supo identificarlo: el sabor del miedo, agrio, espeso, envenenado. Él era su única fuente. Lo exudaba por todos los poros de la piel.

– ¿Me habéis seguido? ¿Qué pretendéis?

Anna se le acercó. Sus ojos índigo brillaban a la verdosa luz del aparcamiento. Ojos de océano sombrío, alargados, casi asiáticos.

– ¿Tú qué crees? -dijo sonriendo.

40

Soy el mejor, o al menos uno de los mejores, en el área de las neurociencias, la neuropsicología y la psicología cognitiva, y no hablo solo de Francia. No es vanidad, sino un simple hecho reconocido por la comunidad científica internacional. A los cincuenta y dos años, soy lo que suele llamarse un valor seguro, una referencia.

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