Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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– El cuartel general de los kurdos. El de la foto es Apo. Tonton. Abdullah Oçalan, el jefe del. PKK, actualmente en prisión. -A continuación, el Cifra se había embarcado en un encendido panegírico, casi un himno nacional-: El mayor pueblo sin país. Veinticinco millones en total, doce de los cuales están en Turquía. Musulmanes, como los propios turcos. Bigotudos, como los turcos. Jefes de talleres de confección, como los turcos. El problema es que no son turcos. Y que nada ni nadie podrá asimilarlos.

Schiffer también le había mostrado a los alevis, que se reunían en la rue d'Enghien.

– Los «cabezas rojas». Musulmanes de confesión chiíta, que practican el secreto de pertenencia. Hombres coriáceos donde los haya créeme. Rebeldes, a menudo izquierdistas. Y una comunidad muy cohesionada, bajo el signo de la iniciación y la amistad. Eligen un «hermano jurado», un «compañero iniciado», y avanzan codo con codo hacia Dios. Una auténtica fuerza de resistencia frente al Islam tradicional.

Cuando hablaba de aquel modo, Schiffer parecía sentir un soterrado respeto por aquellos pueblos a los que al mismo tiempo no cesaba de fustigar. En realidad, oscilaba entre el odio y la fascinación por el mundo turco. Paul había oído rumores de que había estado punto de casarse con una anatolia. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había acabado la historia? Los momentos en que Paul imaginaba una sublime intriga romántica entre Schiffer y Oriente solían ser los elegidos por el viejo policía para embarcarse en sus peores perorata racistas.

En esos momentos, los dos hombres estaban repantigados en su cafetera camuflada, el viejo Golf que la central de policía había tenido a bien proporcionar a Paul al comienzo de la investigación. Habían aparcado en la esquina de Petites-Ecuries con Faubourg-Saint-Denis, ante la cervecería Le Château d'Eau.

La penumbra se adensaba y se mezclaba con la lluvia para transformarlo todo en un lodazal, un légamo sin color. Paul consultó el reloj. Las ocho y media.

– ¿Qué coño hacemos aquí, Schiffer? Hoy teníamos que hace, una visita a Marius y…

– Paciencia. El concierto está a punto de empezar.

– ¿Qué concierto?

Schiffer se puso cómodo en el asiento y alisó los pliegues de su Barbour.

– Ya te lo expliqué. Marius tiene una sala de conciertos en el boulevard Strasbourg. Un antiguo cine porno. Esta noche hay concierto. Sus guardaespaldas se encargan del servicio de orden. -Schiffer, guiñó un ojo-. El momento ideal para abordarlo -dijo, y movió la cabeza en dirección al parabrisas-. Arranca y toma la rue du Château-d'Eau.

Paul contuvo su irritación y obedeció. Mentalmente, había concedido una sola oportunidad al Cifra. Si fracasaba con Marius lo devolvería al asilo de Longéres ipso facto. Pero al mismo tiempo se moría de ganas por verlo en acción.

– Aparca pasado el boulevard Strasbourg -le ordenó Schiffer-. Si la cosa se tuerce, utilizaremos una salida de emergencia que conozco.

Paul cruzó la arteria perpendicular, avanzó otra manzana y aparcó en la esquina con la rue Bouchardon.

– La cosa no se torcerá, Schiffer.

– Dame las fotos. -Paul dudó un instante, pero acabó entregándole el sobre con las fotografías de los cadáveres. El policía retirado sonrió y abrió la puerta-. Si me dejas hacer, todo irá como la seda.

Paul lo siguió fuera del coche, pensando: Una oportunidad, abuelo. No habrá más.

24

En la sala, la vibración era tan fuerte que anulaba cualquier otra sensación. Las ondas sonoras se te metían en las tripas, te arañaban los nervios y te bajaban a los pies para volver a subir por las vértebras haciéndolas temblar como láminas de vibráfono.

Paul encogió el cuello y dobló el cuerpo instintivamente como para protegerse de los golpes que le llovían encima, lo alcanzaban en el estómago, el pecho y las dos mejillas, y le hacían arder los tímpanos.

Luego entrecerró los párpados y trató de orientarse en la tiniebla saturada de humo, que perforaban los proyectores del escenario. Al cabo, consiguió distinguir el decorado. Balaustradas pintadas de dorado, columnas de estuco, arañas de cristal falso, pesados cortinajes de color carmín… Según Schiffer, aquello había sido un cine, pero recordaba más el ajado kitsch de un viejo cabaret, una especie de café concierto para operetas en las que fantasmas engominados se negarían a ceder el sitio a furibundos grupos heavy metal.

En el escenario, los músicos se agitaban como endemoniados y escupían sus « fuckin' » y sus « killin' » a troche y moche. Con el torso desnudo y reluciente de sudor, manejaban guitarras, micros y platos como si fueran armas de asalto mientras los espectadores de las primeras filas brincaban como posesos.

Paul se alejó del bar y bajó al patio de butacas. Mientras se abría paso entre la gente, sintió nacer en su interior una nostalgia familiar. Los conciertos de su juventud, el furioso pogo, los brincos al rabioso ritmo de los Clash; los cuatro acordes aprendidos con su guitarra de saldo, que había revendido cuando las cuerdas empezaron a recordarle los desgarrones ensangrentados del asiento del taxi de su padre…

De pronto advirtió que había perdido de vista a Schiffer. Giró sobre los talones y miró a los espectadores que permanecían en lo alto de la escalera, a unos pasos del bar. Adoptaban una actitud condescendiente y apenas se dignaban reaccionar al chumba-chumba del escenario con imperceptibles contoneos. Paul pasó revista a aquellos rostros envueltos en sombras y aureolados de luces de colores. Ni rastro de Schiffer.

– ¿Quieres flipar? -gritó una voz junto a su oído.

Paul se volvió hacia un rostro pálido que relucía bajo la visera de una gorra.

– ¿Qué?

– Tengo unos black bombay cojonudos.

– ¿Unos qué?

El _fulano se inclinó hacia Paul y lo agarró del hombro.

Black bombay . Bombay holandeses. ¿De dónde has salido tú, colega?

Paul se sacudió la mano del camello y sacó el carnet.

– De aquí, ¿lo ves? Ábrete antes de que me arrepienta.

El camello desapareció como quien tiene prisa. Paul se quedó mirando la cartera con el distintivo de la policía y meditando en el abismo que separaba los conciertos de antaño de su personaje actual: un policía inflexible, un representante de la ley, un sabueso que hurgaba en la basura obstinadamente. Quién iba a decírselo cuando tenía veinte años…

Sintió un golpe en la espalda.

– ¿Problemas? -le gritó Schiffer-. Guárdate eso. -Paul estaba empapado en sudor. Intentó tragar saliva, pero en vano. La sala daba vueltas a su alrededor; las luces de los reflectores desfiguraban los rostros, los contraían como si fueran hojas de papel de aluminio. El Cifra le dio otro golpe, más amistoso, en el brazo-. Ven. Marius está allí. Vamos a sorprenderlo en su agujero.

Los dos hombres empezaron a abrirse paso entre la masa de cuerpos apretados, agitados, saltarines… Un encrespado mar de hombros, codos y caderas oscilaba acompasadamente en salvaje respuesta al vendaval sonoro que soplaba desde el escenario. A base de codazos y rodillazos, Paul y Schiffer consiguieron alcanzar el pie del escenario.

Schiffer torció a la derecha bajo los agudos chirridos de las guitarras que brotaban de los altavoces. Paul lo seguía a trancas y barrancas. Lo vio hablando con un gorila, que asintió y le abrió una puerta falsa. A Paul apenas le dio tiempo a deslizarse tras él.

Aparecieron un pasillo estrecho y mal iluminado, con las paredes cubiertas de carteles de colores chillones. En casi todos, la media luna turca, asociada con el martillo comunista, formaba un elocuente símbolo político.

– Marius dirige un grupo de extrema izquierda que se reúne un local de la rue Jarry. Sus compinches fueron quienes atizaron el fuego en las prisiones turcas el año pasado.

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