Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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– ¡No vuelva a abrir! ¿Lo ha entendido? -le gritó Anna al rostro-. ¡Nada de abrir! ¿De acuerdo?

Al otro lado, sonaron los primeros golpes.

– ¡Policía! ¡Abran!

Anna echó a correr por el piso. Se metió por un pasillo y dejó atrás varias habitaciones. Tardó algunos segundos en comprender que aquella vivienda tenía la misma distribución que la suya. Torció a la derecha en busca del salón. Grandes cuadros, muebles de madera roja, alfombras orientales, sofás grandes como colchones. Tenía que girar a la izquierda para llegar al vestíbulo.

Dobló la esquina, tropezó con un perro y se dio de bruces con una mujer en albornoz con la cabeza envuelta en una toalla.

– ¿Quien… quién es usted? -chilló la señora de la casa sujetándose la toalla como si fuera un valioso jarrón.

Anna estuvo a punto de echarse a reír: no era el mejor día para hacerle esa pregunta. Apartó a la mujer, llegó a la entrada y abrió la puerta. Iba a salir cuando vio un manojo de llaves y un mando a distancia sobre un taquillón de caoba: el garaje. Aquellos edificios compartían aparcamiento subterráneo. Cogió el mando y corrió hacia la escalera, tapizada de terciopelo púrpura.

Podía conseguirlo, lo sentía.

Bajó directamente al aparcamiento. Le ardía el pecho. Aspiraba aire con ansia. Pero el plan iba tomando forma en su cabeza. La ratonera de los policías se cerraría en la planta baja. Mientras la esperaban, ella saldría por la rampa del garaje, que daba al otro lado de la manzana, a la rue Daru. Habría apostado lo que fuera a que aún no habían pensado en esa salida…

Una vez en el aparcamiento, echó a correr por el hangar de hormigón sin encender la luz, hacia la puerta basculante. Iba a pulsar el mando, cuando vio que empezaba a abrirse. Cuatro hombres armados aparecieron en lo alto de la pendiente. Había subestimado al enemigo. Apenas le dio tiempo a arrojarse al suelo detrás de un coche.

Los vio pasar, sintió la vibración de sus pesados pasos en la carne, y a punto estuvo de echarse a llorar. Los policías empezaron a buscar entre los coches, barriendo el suelo con los haces de las linternas.

Se apretó contra la pared y se dio cuenta de que tenía el brazo pegajoso de sangre. El torniquete se había aflojado. Volvió a apretado tirando de un extremo con los dientes, mientras su mente trabajaba buscando una inspiración.

Los hombres se alejaban lentamente registrando, inspeccionando, peinando cada palmo del aparcamiento. Pero volverían sobre sus pasos y acabarían encontrándola. Levantó la cabeza con precaución y volvió a mirar a su alrededor. A unos metros a su derecha, había una puerta gris. Si no recordaba mal, comunicaba con otro edificio que también daba a la rue Daru.

Sin pensarlo más, Anna se deslizó entre la pared y los parachoques de los vehículos, llegó a la puerta y la abrió lo justo para pasar al otro lado. Unos segundos más tarde, alcanzó un vestíbulo moderno pintado de colores claros: nadie. Bajó las escaleras de un salto y se lanzó fuera.

Empezó a cruzar la calle, sintiendo en el rostro la caricia de la lluvia, pero el chirrido de unos frenos la hizo parar en seco. Un coche acababa de detenerse a unos centímetros de ella, rozándole el kimono.

Anna retrocedió asustada, encogida. El conductor bajó la ventanilla y le gritó:

– ¡Eh, tía! ¡A ver si miras antes de cruzar!

Anna apenas lo miró. Volvió la cabeza a derecha e izquierda en busca de los policías. El aire parecía saturado de electricidad, de tensión, como cuando se avecina tormenta.

Y la tormenta era ella.

El coche pasó junto a ella a paso de hombre.

– ¡Estás para que te encierren, guapa!

– Piérdete.

El hombre frenó.

– ¿Qué?

Anna le apuntó con un dedo manchado de sangre.

– ¡Que te largues, he dicho!

El conductor dudó. Un temblor agitó sus labios. Parecía intuir que algo no encajaba, que la situación excedía el simple altercado callejero. Se encogió de hombros y apretó el acelerador.

Anna tuvo otra idea. Echó a correr hacia la iglesia ortodoxa, que estaba a unos cuantos portales de donde se encontraba. Llegó a la verja, atravesó el patio de gravilla y subió los peldaños que conducían al atrio. Empujó la vieja puerta de madera barnizada y penetró en la tiniebla del templo.

La nave parecía sumida en la oscuridad más absoluta, pero lo que en realidad le oscurecía la visión eran las palpitaciones de sus sienes. Poco a poco empezó a distinguir oros mates, iconos rosáceos, cobrizos respaldos de asiento que parecían otras tantas llamas mortecinas.

Siguió avanzando con sigilo y descubriendo tenues resplandores, que creaban una atmósfera de discreción y recogimiento. Cada objeto disputaba a los demás las escasas gotas de luz destiladas por las vidrieras, los cirios y las lámparas de hierro forjado. Hasta las figuras de los frescos parecían querer escapar de las tinieblas para beber un poco de claridad. Todo el lugar estaba nimbado de una luz plateada, un claroscuro tornasolado en el que el día y la noche libraban una guerra sorda.

Anna había recobrado el aliento, pero el pecho le seguía ardiendo y tenía el cuerpo y la ropa empapados de sudor. Se detuvo, se recostó en una columna y saboreó la frescura de la piedra. Poco a poco, su corazón recuperó el pulso normal. Cada detalle de lo que la rodeaba parecía poseer virtudes calmantes: las vacilantes llamas de los cirios, los rostros de Cristo, alargados y relucientes como cera fundida, el cobre de las lámparas, suspendidas en la penumbra como frutos lunares.

– ¿Se encuentra bien?

Anna se volvió y se encontró frente a Boris Godunov en persona. Un pope gigantesco de larga barba blanca, que le cubría la pechera del negro hábito como un plastrón. Anna no pudo evitar preguntarse de qué cuadro se habría escapado.

– ¿Está usted bien? -repitió el sacerdote con voz de barítono.

Anna lanzó una mirada a la puerta.

– ¿Tienen ustedes cripta? -preguntó a modo de respuesta.

– ¿Cómo dice?

– Una cripta -repitió Anna separando las sílabas-. Un subterráneo para ceremonias fúnebres.

Esta vez, el religioso parecía haber comprendido. Adoptó una expresión acorde con las circunstancias y ocultó las manos en las mangas del hábito.

– ¿A quién entierras, hija mía?

– A mí.

22

Cuando entró el, el servicio de urgencias del hospital de Saint-Antoine, comprendió que la esperaba una nueva prueba. Una prueba de fuerza frente a la enfermedad y la locura.

El resplandor de los fluorescentes de la sala de espera se reflejaba en el alicatado blanco de las paredes y anulaba la claridad procedente del exterior. Podrían haber sido las ocho de la mañana tanto como las once de la noche. El calor no hacía más que acentuar la sensación de encierro. Una fuerza inerte, opresiva, se abatía sobre los cuerpos como una masa plúmbea saturada de olores a antiséptico. Allí dentro se tenía la sensación de estar en una zona de tránsito situada entre la vida y la muerte, ajena a la sucesión de las horas y los días.

En los asientos sujetos a la pared se alineaba un alucinante muestrario de la humanidad enferma. Un hombre con el cráneo rapado ocultaba el rostro entre las manos y no paraba de rascarse los antebrazos, de los que caía un polvo amarillento; su vecino, un mendigo en silla de ruedas, insultaba a las enfermeras con voz ronca y suplicaba que le metieran las tripas en su sitio; un poco más allá, una vieja que permanecía de pie, murmurando frases ininteligibles, no paraba de quitarse la bata de papel y enseñar un cuerpo gris de pliegues elefantiásicos, ceñido con pañales de bebé. Únicamente había un personaje que parecía normal. Estaba sentado cerca de una ventana y solo ofrecía el perfil; pero, cuando se volvió, Anna vio que tenía la otra mitad del rostro cubierta de astillas de cristal y costras de sangre.

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