Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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– No acabo de entenderlo. ¿Qué es lo que le interesa, las mejoras o las cicatrices?

Anna perdió el aplomo. En un segundo, sintió el mismo pánico que se había apoderado de ella en la galería. Bajo su piel, el calor iba aumentando desde el cuello hasta la frente. En esos momentos, debía de estar roja como un tomate.

– Perdone -murmuró haciendo un esfuerzo para encadenarlas frases-. Es que soy muy miedosa y me… me gustaría… en fin, antes de decidirme, me gustaría ver algunas fotografías de las intervenciones.

Laferriére dulcificó el tono: un poco de miel en el té de la penumbra.

– Es imposible. Son imágenes impresionantes. Solo debemos preocuparnos de los resultados, ¿no le parece? El resto es cosa mía.

Anna se agarró a los brazos del sillón. De un modo u otro, le arrancaría la verdad.

– No permitiré que me opere si no veo con mis propios ojos lo que va a hacerme.

El médico se levantó con expresión pesarosa.

– Lo siento. No creo que esté psicológicamente preparada para una intervención de este tipo.

Anna no se movió.

– ¿Es que tiene algo que esconder?

Laferriére se quedó paralizado.

– ¿Perdone?

– Le pregunto por las cicatrices. Me responde que no existen. Le pido que me enseñe fotografías de las operaciones. Usted se niega. ¿Tiene algo que esconder?

El cirujano se inclinó hacia delante y apoyó los dos puños en el escritorio.

– Realizo más de veinte operaciones al día, señora. Enseño cirugía plástica en el hospital de la Salpétriére. Conozco mi trabajo. Un trabajo que consiste en hacer felices a las personas mejorándoles el rostro. No en traumatizarlas hablándoles de costurones o mostrándoles fotografías de huesos machacados. No sé qué ha venido a buscar aquí, pero se ha equivocado de sitio.

– Es usted un impostor -le espetó Anna sosteniendo su mirada.

Laferriére se irguió y soltó una carcajada de incredulidad.

– ¿Qu… qué?.

– Se niega a mostrar su trabajo. Miente sobre sus resultados. Quiere hacerse pasar por un mago, pero no es más que otro charlatán. Como los cientos que hay en su profesión.

La palabra «charlatán» provocó la reacción deseada. El rostro del cirujano palideció hasta el punto de brillar en la penumbra. Laferriére giró sobre los talones y abrió un armario de láminas flexibles. Sacó un fichero y lo dejó sobre el escritorio con brusquedad.

– ¿Esto es lo que quería ver? -preguntó abriéndolo sobre la primera fotografía: un rostro vuelto como un guante, con la piel desgajada y sujeta mediante pinzas hemostáticas-. ¿O esto? -Laferriére le mostró la segunda imagen: unos labios vueltos hacia atrás, un escalpelo clavado en una encía ensangrentada-. ¿O quizá esto? -Tercera muestra: un martillo empujando un buril al interior de una fosa nasal.

Anna se esforzaba en mirar, con el corazón en un puño.

En la siguiente foto, un bisturí cortaba un párpado sobre un ojo desorbitado.

Alzó la vista. El cirujano había caído en la trampa; ahora no había más que continuar.

– Es imposible que unas operaciones como esas no dejen huella.

Laferriére soltó un suspiro. Se volvió hacia el armario, cogió otro fichero y lo dejó sobre el escritorio.

– Un moldeado de frente -murmuró con voz cansada comentando la primera imagen-. Por endoscopia. Cuatro meses después de la operación. -Anna observó con atención el rostro del paciente. En el nacimiento del pelo se distinguían tres líneas verticales de unos quince milímetros. El cirujano pasó la página-. Retirada de tejido óseo del parietal, para un injerto. Dos meses después de la intervención. -La fotografía mostraba un cráneo cubierto de pelo cortado al cepillo, bajo el que se distinguía claramente una cicatriz rosada en forma de ese-. Al crecer, los cabellos ocultan la señal, que por otra parte acaba desapareciendo -explicó Laferriére haciendo sonar la página al volverla-. Triple lifting , por endoscopia. La sutura es intradérmica y el hilo se reabsorbe. Al cabo de un mes, no se ve prácticamente nada. -Dos imágenes de una oreja, de frente y de perfil, compartían la página. Anna se fijó en el fino zigzag que recorría la cresta superior del lóbulo-. Liposucción del cuello -dijo Laferriére pasando a la siguiente imagen-. Dos meses y medio después de la operación. La línea que se ve ahí desaparecerá. Es la intervención que mejor cicatriza. -El cirujano pasó una página más e insistió en tono de provocación, casi sádico-: Y, si quiere una visión de conjunto, aquí tiene el escáner de un rostro sometido a un injerto de pómulos. Bajo la piel, las huellas de la intervención siguen…

Era la imagen más impresionante. El rostro azulado de un cadáver con fisuras y clavos en las paredes óseas.

Anna cerró el fichero.

– Gracias. Necesitaba ver todo esto.

El cirujano rodeó el escritorio y la observó con atención, tonto si siguiera intentando descubrir en sus facciones el móvil oculto de aquella visita.

– Pero… En fin, no lo entiendo… ¿Qué quiere usted?

Anna se levantó, se puso el abrigo y sonrió por primera vez

– Antes tengo que verlo con mis propios ojos.

19

Son las dos de la mañana.

La lluvia, que no cesa: un murmullo, un chisporroteo, un crepitar sostenidos. Una música con su cadencia, sus síncopas, sus diferentes resonancias sobre cristales, barandillas, cornisas…

Anna está de pie ante las ventanas del salón. En jersey y pantalón de chándal, tirita en el piso helado.

Envuelta en la oscuridad, escruta la negra silueta del plátano centenario a través de los cristales. Le parece un esqueleto de corteza flotando en el aire. Huesos calcinados, marcados por filamentos de liquen, casi plateados a la luz de las farolas. Garras desnudas que esperan su revestimiento de carne, el follaje de la primavera.

Baja la vista. En la mesa, ante ella, descansan las compras que ha hecho esa tarde, tras la visita al cirujano. Una linterna diminuta de la marca Maglite; una cámara polaroid que permite hacer fotografías de noche.

Laurent duerme en la habitación desde hace una hora. Anna se ha quedado junto a él, espiando su sueño. Observando sus ligeros estremecimientos, descargas del cuerpo reveladoras del adormecimiento. Luego ha escuchado su respiración, regular, inconsciente.

El primer sueño.

El más profundo.

Recoge sus cosas. Mentalmente, dice adiós al árbol del exterior, a la amplia sala de parquet veteado, al tresillo blanco. Y a todas las costumbres que la unen a aquel piso. Si está en lo cierto, si lo que ha imaginado es real, tendrá que huir. E intentar comprender.

Vuelve al pasillo. Avanza con tanto sigilo que puede oír la respiración de la casa: los crujidos del parquet, el zumbido de la caldera, la vibración de las ventanas, azotadas por la lluvia…

Se desliza en el dormitorio.

Una vez junto a la cama, deja la cámara fotográfica en la mesilla de noche con cuidado e inclina la linterna hacia el suelo. La tapa con la mano antes de encender la pequeña bombilla halógena, que le calienta la palma.

A continuación, se inclina sobre su marido conteniendo la respiración.

A la luz de la linterna, observa el perfil inmóvil, el cuerpo vagamente dibujado bajo la ropa de la cama. Lo contempla con un nudo en la garganta. Vacila, está a punto de desistir, pero se rehace.

Con cautela, desliza el haz de luz sobre el rostro. No hay reacción: puede empezar.

Primero, le levanta el flequillo con cuidado y observa la frente. Nada. Ni rastro de las tres cicatrices que aparecían en la fotografía de Laferriére.

Enfoca las sienes con la linterna. Ninguna señal. Recorre la parte inferior del rostro, bajo las mandíbulas, el mentón: nada anormal. Los temblores vuelven a agitarla. ¿Y si todo esto no fuera más que otro de sus delirios? ¿Y si no fuera más que el siguiente capítulo de su locura? Anna hace un esfuerzo de voluntad y continúa con el examen.

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