Encontró a la mujer en la playa, tras buscarla inútilmente en el comedor del hostal. El ocaso la hacía resplandecer.
– Me apetecía dar un paseo -explicó ella-. El mar es muy relajante a estas horas, cuando ya no queda casi gente. -Llevaba la misma blusa del mediodía (raro en ella, pensó Quirós) y se había quitado los zapatos para caminar por la arena. Señaló hacia el sol haciendo visera con la mano-. Aquella es la torre de la que le hablé, la de los árabes. Antes marcaba el límite del pueblo por ese lado, pero ahora están construyendo también allí. Seguramente pretenden dejarlo igual de sucio que esto. -Bajó la vista hacia los cigarrillos y vasos de papel semienterrados a sus pies. Su voz tenía una entraña de nostalgia. A todas las mujeres les daba por hablar con cierta nostalgia a esas horas del crepúsculo, pensaba Quirós. A Pilar también le ocurría. Y a Marta-. ¿Dónde se metió usted?
No respondió enseguida. Había hecho varias cosas, pero sobre todo dar un paseo para calmarse, lo cual había conseguido parcialmente. Decidió contarle lo que podía.
– Hablé por fin con el menda del albergue -dijo.
Igg le había resultado repugnante. Era huesudo, bastante mayor de lo que esperaba, todo ojos y pelos, los primeros vidriosos, los segundos largos, ambos de idéntico color castaño. Una piñata para drogadictos, sentenció Quirós: extremidades de heroína, nariz de coca, pulmones de porros, mirada de éxtasis. Tenía la costumbre de alzar la mano con los dedos extendidos, la palma hacia delante, como si saludara o despidiera o intentara detener algo, mientras adoptaba una expresión de bienvenida universal. Hizo pasar a Quirós a una pequeña habitación con dos sofás de piel sintética atiborrados de revistas esotéricas y de la grisura del gato Míchigan. Se sentó con las piernas encogidas, como un saltamontes, y le explicó que era oriundo de Dinamarca pero vivía en España desde su adolescencia y había fundado aquel albergue hacía nueve años. «No colaboraré contigo -advirtió y alzó la mano-, pero tampoco estorbaré. No suelo intervenir en las cosas: dejo que el mundo se haga.» Quirós se mostró de acuerdo. Aprovechó la perorata y el hedor de la habitación, o quizá el de Igg, para liberar una ventosidad silenciosa, fruto de la mala digestión de la paella, a su vez debida a la ausencia de siesta.
– Solo me dijo que la había visto marcharse hacia la carretera del norte a eso de las cinco de la mañana. No habló con ella. Al salir me fui por el mismo camino. Encontré un taller de reparación de coches… Abrían pronto. Se me ocurrió que podían haberla visto pasar.
El hombre de mono tiznado de aceite que habló con Quirós le dijo que recordaba a la muchacha de la foto. Aquella madrugada estaba reparando la calefacción de un viejo turismo de motor mejorado. Sí, la calefacción, le dijo. Pertenecía a unos alemanes que se marcharían pronto al norte de Europa, un barbudo y tres mujeres pelirrojas. Para ellos el verano dejaría de existir dentro de poco. El hombre recordaba haber levantado la cabeza del motor en un momento dado y visto a la muchacha cruzar frente al taller. Iba seria, calmada, con la mochila a cuestas. La muchacha lo miró y le dio los buenos días.
– Quizá tomó un autobús -dijo la mujer.
– No hay autobuses a esas horas.
– Entonces se dirigía a un sitio cercano.
– O hizo autostop.
– No, no va con su carácter. Estoy segura de que era un sitio al que podía ir caminando. Hasta es posible que pensara regresar el mismo día, por eso no me avisó…
– Entonces, ¿por qué se marchó del albergue, señora?
– A lo mejor -dijo la mujer tras una reflexión- planeaba hospedarse conmigo al volver, en el hostal.
Quirós hizo un gesto como diciendo: suposiciones suyas. Luego lanzó una piedra plana que había visto a sus pies. La piedra rebotó cuatro veces en las olas tranquilas. En mis buenos tiempos conseguía hasta siete, se dijo.
– Le ocurría algo grave, eso seguro -dijo la mujer-. A Tina le pareció que tenía miedo. -Y si lo dice esa pelinaranja con quincallería, masculló Quirós con el pensamiento mientras elegía otra piedra, hay que creerla-. Por cierto, estuvo usted muy agresivo con esa chica. No quiero volver a la carga, pero…
– Me revienta la falta de educación.
– ¿Y cree que la mejor forma de educar es mostrarse violento?
Quirós arrojó un nuevo proyectil a modo de respuesta. Esa vez solo obtuvo dos saltos. Decidió abandonar.
– En fin, son cosas suyas -capituló la mujer también-. Pero hay algo muy importante: Soledad se llevó los libros de Manuel Guerín de la biblioteca del albergue, por eso no encontré ninguno. Deberíamos buscar información sobre ese autor. Si le interesaba tanto, quizá… ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó de repente, como si no pudiese concretar sus ideas.
– Mañana caminaré por esa carretera, a ver qué encuentro. -Estaban muy cerca del agua. A Quirós se le hundían los zapatos en la arena, que tenía un brillo como de polvo de esmeril. Unos niños jugaban a la pelota con la ligereza de los ángeles, para quienes la fatiga del ocaso no existe. Protegido de los rayos del sol por las gafas y el sombrero, Quirós se puso a contemplarlos-. Usted puede venir, si quiere -añadió tras una pausa, sonriendo al ver que uno de los habilidosos jugadores deslizaba el balón entre las piernas abiertas de otro. La mujer murmuró un agradecimiento. Quirós dijo-: No tiene por qué. Dice que se fue caminando… Pues vamos a ver adónde pudo ir…
– Le agradezco que me permita acompañarlo -precisó la mujer.
Algo llegó rebotando hasta ellos. Corriendo detrás, como atado por un hilo, venía un niño. Quirós paró el balón pero no se lo devolvió: lo hizo saltar y luego probó a golpearlo con la rodilla. Cuando intentó rematar con un cabezazo, el sombrero casi se le cayó, lo cual desató la hilaridad de los jugadores. En cuestión de segundos se vio envuelto por gritos de desafío, carcajadas, cuerpos escurridizos. Decidió detenerse cuando el ahogo le incomodó. Se despidió de los niños con un ademán y regresó, el sombrero en una mano y las gafas en la otra, junto a la mujer. Luchaba por recuperar el resuello.
– Por fin lo he visto disfrutar con algo -dijo ella alegremente.
– ¿Cómo dice, señora?
– Que por fin le he visto ser feliz.
Quirós guardó silencio.
De todo lo que la mujer le había dicho hasta entonces, de todo lo hiriente, banal o grato que ella le había dicho, aquel fue el único comentario que realmente le ofendió.
Pero la mujer nunca lo supo.
De niña soñaba con ser princesa de cuento árabe, o mejor odalisca, llamarse Aziza, Latifa, Najwa, Sulaima, Yasmina, adornarse de argollas, cinturones, brazaletes y ajorcas con incrustaciones de zafiros, turmalinas, granates, heliotropos orbiculares, ágatas crisoprasas, envolverse en siete velos perfumados con incienso de los árboles de Omán y, al ritmo insidioso de las flautas, contonearse con gestos sutiles, arcaicos, los hombros creando olas, las manos pájaros, la pelvis una serpiente…
Pero nada de eso era serio. De modo que cuando se hizo mayor (doce años) quiso ser monja. Había oído la llamada. No podía desoírla.
– ¿Existe «desoír», sor?
– Míralo en el diccionario, Nieves.
Se lo dijo a su padre, que no la desoyó. Era un hombre extraordinario, a él podía contarle cualquier cosa. Otros padres gritaban o denegaban sin más, pero el suyo siempre le sonreía y hablaba con cariño. «¿Te parece bien, papá?», preguntó al ver que él, lejos de recriminarla o enfadarse, se lo tomaba con buen humor. Por supuesto que le parecía bien: todo lo que implicara su felicidad le parecería bien siempre. Sin embargo, antes de dar un paso tan definitivo, debía asegurarse de que eso era lo que realmente deseaba. Porque el Señor llama a todas las puertas, pero cada cual debe servirle a su manera. No hacía falta ser monja, o cura, para agradarle. Por ejemplo, su padre tenía la joyería, el negocio familiar, repleta de zafiros, turmalinas, granates, heliotropos orbiculares, ágatas crisoprasas. La joyería Aguilar también era una manera de servir a Dios. Piénsalo, Nieves, se trata de tu felicidad. No te apresures a tomar la decisión, que te conozco.
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