Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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– ¿Forzar la cerradura después de bajarse?

– Eso me ha dicho, te lo juro. Le he pedido que se identificara. Pero me ha dicho que no quiere historias. Que una vez denunció un robo y le marearon los jueces y al final por poco no le inflaron los choris.

– Está bien -dijo Siso-. Dime dónde.

Fueron a la dirección que les dio Valbuena. Era un barrio de adosados, medio desierto en aquella época de temporada baja. En una rotonda, divisaron el BMW rojo, bastante mal aparcado. La matrícula empezaba por dos sietes. Cuando se acercaron a inspeccionarlo comprobaron que estaba abierto y que la cerradura mostraba signos evidentes de haber sido forzada. También habían manipulado los cables bajo el volante. Pero lo que más les llamó la atención fue sin duda lo que encontraron en el asiento del copiloto. Había manchas de sangre en el reposacabezas, el respaldo y la banqueta.

– ¿No te lo dije? -exclamó Siso, con una especie de satisfacción.

Dos horas después se personó en la casa-cuartel un hombre de unos cuarenta y cinco años, que dijo ser propietario de un BMW rojo ranchera y afirmó que le habían robado esa misma noche su vehículo. Los guardias no necesitaron pedirle la documentación para verificar la primera parte de la historia. Tras las oportunas averiguaciones, acababan de confirmar en el ordenador de Tráfico que el propietario del coche abandonado se llamaba Juan Luis Gómez Padilla. Que el hombre que tenían delante era, en efecto, Juan Luis Gómez Padilla, pertenecía al dominio público: se trataba del vicepresidente del cabildo insular y segundo teniente de alcalde de la capital de la isla.

Respecto del robo, y de la tardanza en denunciarlo, al menos tres horas según les constaba a Siso y Anglada, Gómez Padilla ofreció una explicación plausible. Disponía de dos vehículos, el BMW ranchera, que era el que usaba para su negocio (era representante comercial de equipos electrónicos), y un Volkswagen Golf que prefería utilizar cuando no tenía que llevar carga. Esa noche había ido a la capital de la isla a una reunión de partido que se había prolongado hasta la madrugada. Había sido al regresar a su casa cuando había advertido la ausencia del BMW, y después de comprobar que ni su mujer ni su hijo mayor lo habían cogido, había comprendido que debía de tratarse de un robo. Con todo el tacto de que fue capaz, el sargento Nava, jefe del puesto, que se había reincorporado a él inmediatamente tras recibir aviso del hallazgo de sus hombres, interrogó a Gómez Padilla acerca de la secuencia horaria de los hechos. El concejal hizo memoria y ofreció ésta:

– La reunión duró hasta las dos, más o menos. De dos a tres y media estuve tomando una copa con un par de compañeros. Llegaría a casa sobre las cuatro y cuarto. Mi hijo había salido y no volvió hasta las cinco y media, que fue la hora a la que pude empezar a pensar en un robo.

Siso, Anglada y Nava le observaron. Gómez Padilla se inquietó.

– ¿Por qué tantas preguntas? ¿Ha pasado algo con el coche?

Fue entonces cuando le contaron, someramente, lo que sabían de lo que había sucedido con su vehículo durante aquella accidentada noche. Gómez Padilla escuchó el relato con estupor. El sargento, por no saltarse la formalidad, le preguntó si tenía alguna idea de quién podía ser el conductor al que Anglada y Siso habían perseguido y que, al parecer, había abandonado el BMW manchado de sangre en la rotonda de la urbanización de adosados.

– Por Dios, no tengo ni puñetera idea -repuso Gómez Padilla, persuasivo.

No había ningún cadáver, el concejal había acudido a denunciar el robo tarde, sí, pero antes de que fueran a buscarlo, y por el momento todo lo que tenían era un episodio de conducción temeraria y fuga de la autoridad, un coche con la cerradura forzada y unas pocas manchas de sangre. Además de una denuncia telefónica de origen dudoso. Según comprobaron con la compañía, la llamada la habían hecho desde una cabina pública. Juntando todas las piezas, a Nava no le quedó más remedio que dejar marchar a Gómez Padilla, no sin advertirle de que podían llamarle más adelante.

Del asunto vinieron a ocuparse los de la unidad de policía judicial de Tenerife. Tomaron muestras de la sangre, fotografiaron el coche por todos lados y recogieron las huellas dactilares que presentaba: únicamente las de Gómez Padilla y las de su mujer, aunque ninguna en el volante. También recogieron algunos cabellos, de diversas longitudes y tonalidades. Luego hicieron una breve descubierta por el parque nacional, sin grandes resultados. Tomaron nota, eso sí, de todos los lugares por donde habían visto Anglada y Siso pasar a aquel coche. Por último, interrogaron a Gómez Padilla y se informaron por encima de su vida y milagros. No había nada que les indujera a recelar. La investigación quedó más o menos en suspenso.

Diez días después, una mujer presa de gran nerviosismo acudió a la casa-cuartel. Según refirió, había vuelto la víspera de la Península y al llegar a su casa la había encontrado vacía, es decir, sin su hijo, que se había quedado allí mientras ella estaba de viaje. Había esperado un día antes de denunciar su desaparición, porque a veces su hijo… En fin, los muchachos, ya se sabe. Pero ahora estaba convencida de que algo raro había ocurrido.

Anglada, que escuchaba con cierta desgana el relato de la mujer, demasiado impaciente y avasalladora para su gusto, le preguntó:

– ¿Recuerda cuándo fue la última vez que habló con su hijo? Por teléfono, o como fuera.

– Hace quince días. El mismo día que me fui. Lo llamé al llegar a Madrid.

– ¿Y luego nada?

– Lo llamé alguna otra vez, pero no debí de cogerlo en casa.

– ¿Y él no la llamaba?

– Huy, llamarme, él. Ni soñarlo. Los chavales son así.

– ¿Qué edad tiene su chaval?

– Veintidós.

– ¿Y cómo se llama?

– Iván. Iván López von Amsberg.

En ese momento, Anglada reparó en el aspecto extranjero de la mujer, sus ojos azul huevo de pato, su piel translúcida, sus erres un poco trabajosas. Por lo demás, hablaba con tan leve acento que había logrado despistarla.

Cuando Anglada le contó lo de la desaparición de aquel muchacho, el sargento Nava, por si acaso, se lo comunicó a los de Tenerife. Coincidía en el tiempo con el extraño asunto del BMW rojo, y nunca se sabía. Los de Tenerife, sin embargo, no le dieron impresión de hacerle mucho caso. Parecía otro tipo de desaparición, el niño mimado que no se lleva bien con la vieja. Si pasaban dos semanas más sin tener noticias suyas, empezaría a ser preocupante.

Pero no llegaron a transcurrir las dos semanas. Apenas se había cumplido una y media cuando un grupo de excursionistas, que se había salido de los senderos autorizados del parque nacional, descubrió en lo más profundo del bosque de laurisilva un cuerpo en avanzado estado de descomposición. Era un varón, de entre veinte y veinticinco años, y según calcularía posteriormente el forense, debía de llevar unas tres semanas muerto. Pese a ello, Margarethe von Amsberg, antes de desmayarse, y con una frialdad que sólo podía explicar el aturdimiento, o la demencia que ya había comenzado a anidar en su cabeza, pudo reconocerlo como Iván, su hijo desaparecido.

Anglada, por quien supe todo lo que hasta aquí he contado, también me dijo que fue en el corazón del bosque, junto al cuerpo corrompido y maloliente, donde reparó en que para llegar allí había que tomar el desvío por el que aquella noche habían visto regresar al BMW rojo. Luego los análisis confirmaron que la sangre que había en el asiento del coche pertenecía al malogrado Iván, y la autopsia suministró una explicación contundente para el modo en que había abandonado sus venas: el tajo de cuchillo que surcaba su garganta de lado a lado, y que era, por lo demás, la única lesión que presentaba el cadáver. Anglada, que en la primera impresión me pareció una guardia lista y desenvuelta, añadió que desde entonces había adquirido la costumbre de tomarse muy en serio los barruntos de su compañero Siso.

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