– Como tú digas, mi sargento.
Nos internamos en el bosque, precedidos por Anglada y el haz de luz de su linterna. Visto desde dentro, no era tan impenetrable como parecía desde fuera. La niebla tampoco era tan espesa, una vez allí. Pero no se trataba, ni mucho menos, de un terreno cómodo para arrastrar un cadáver. Requería fuerza y decisión. Aparte de una cierta seguridad sobre dónde se ponía el pie. El bosque, de noche, no dejaba de resultar intimidante. Anglada se detuvo en un lugar que no se distinguía en nada del resto. Salvo por la mancha de pintura blanca que había en el tronco de un laurel.
– Aquí está. La otra señal. Ahí lo encontramos.
Observé el sitio. Me coloqué donde había estado tendido el cuerpo de Iván y miré alrededor, hacia arriba. La niebla flotaba, desleída, sobre mi cabeza. Pensé, no sé por qué, en que a todos nos pasaba lo mismo. Todos nacemos de un golpe de luz, y todos acabamos engullidos por la niebla que poco a poco nos va helando el corazón. Pero a algunos, como al pobre Iván López, los traga más deprisa. Al amparo de aquella niebla lo habían derribado, y mientras la veía sobre mí no pude evitar figurarme que el responsable, embozado aún en ella, nos vigilaba y se reía de nuestro empeño.
Capítulo 9 EL SACO DE LASTRE
Aquella noche, después de nuestro paseo por el parque, nos fuimos temprano a la cama. Al menos me fui yo, y recomendé a mis dos compañeras que siguieran mi ejemplo; luego cada una haría en su habitación lo que le apeteciera. No siempre puede uno dormir lo que debe, y para trabajar con la cabeza, que considero, pese a todo, que es mi mejor herramienta de trabajo, no hay mayor higiene que regalarse de vez en cuando un sueño como Dios manda, de ocho horas. Durante algunos minutos, después de meterme en la cama, se agolparon en mi cerebro las impresiones del día. Pero poco después me pudo el cansancio y caí a un pozo negro. Allí estuve, ebrio de quietud y placer, hasta que se desencadenó la melodía del teléfono móvil.
Llegué el primero, debidamente aseado y afeitado, al comedor. Me preparé sin prisa un desayuno abundante y me senté a esperar a mis compañeras mientras daba cuenta de él y de un café mejorable, pero digno.
La siguiente en bajar fue Anglada. Recién duchada, su cabello negro y rizado, aún húmedo, la volvía poderosamente sensual. La mirada, por completo despierta, le sumaba contundencia. Y sus movimientos, de esa elegancia felina tan proverbial, pero que de vez en cuando se da, qué se le va a hacer, terminaban de redondearla como la ayudante más inadecuada para mantener la concentración en lo que se suponía que debía ocuparme. Es posible, claro, que el problema estuviera en mí. Como ya decía Jung, que se jactaba de conocer a fondo el alma humana, y por la importancia que le dieron, algo debía de saber, quién puede hoy tener la seguridad de que no es un neurótico. Hay que convivir tranquilamente con esa posibilidad, y desear que la neurosis que a uno le toca sea benigna y hasta cierto punto gozosa. Mientras supiera comportarme de forma cauta, aquélla no era de las peores.
– Buenos días -dijo Anglada, sonriente-. ¿Qué tal?
– Aquí, poniéndome morado -repuse-. No suelo tener ocasión de probar un buffet de desayunos tan bueno como éste.
– Tampoco será para tanto.
– Creo que sólo he estado otra vez en un hotel de cuatro estrellas. Una vez que me invitó un compañero rico de la facultad. Pero te estoy hablando de mi juventud, o sea, allá por 1914. Ya ni me acuerdo.
– ¿Qué buscas que te diga, que no eres tan mayor, mi sargento?
No sé si puedo describir apropiadamente el tono con que dijo aquello. A cada paso me lo dejaba advertir: era una predadora peligrosa. Y yo, en vez de evitar la amenaza, me ponía a tiro. Supongo que para un espectador neutral yo habría venido a ser como uno de esos cervatillos que en los documentales sobre naturaleza trucados (o sea, casi todos) esperan, con una patita atada, a que venga el ave rapaz para clavarle las garras en el lomo y liquidarlo ante las cámaras. Traté de retroceder a un lugar seguro:
– No hace falta que me digas nada. Ya sé yo lo mayor que soy. Me lo dice cada mañana el crujido de mi espinazo cuando me pongo en pie.
– A lo mejor no es la edad, sino que has levantado algo que no debías.
¿Lo decía con doble sentido? Temí que sí.
– A lo mejor -lo dejé correr.
– Voy a cogerme algo.
Volvió a los dos minutos, con un montón de fruta y un trozo de queso blanco. Los restos pringosos de mis huevos revueltos con bacon y salchichas me observaron desde el plato, ominosamente reprobadores.
– Así que fuiste a la facultad -dijo, mientras atacaba una pera.
– Sí, en otra vida.
– ¿Y qué hiciste?
– El indio. Psicología.
– ¿Y por qué el indio?
– Nadie conoce a nadie. Ni mucho menos puede resolverle la papeleta cuando la vida se tuerce. Nadie va a darte la poción mágica que acabe con tus problemas. O te salvas solo, o solo te hundes. Porque nadie, por mucho que te sermonee, está nunca a tu lado para mirarle la cara al dragón.
– Guau, qué duro.
– Bueno, llevándolo un poco al límite, así es. O eso creo.
– Y luego te hiciste guardia. Vaya cambio, ¿no?
– Psé. No soy el único. Conozco a más desertores de la psicología metidos a picoletos. Incluso a algunos que la estudiaron después de entrar.
– Bueno, quizá ayuda, conocer los trastornos mentales, para enfrentarse a la delincuencia. Hay quien cree que todo criminal es un perturbado.
– Yo creo otra cosa.
– ¿Cuál?
La miré. Dudé si responder lo que mi mente me dictaba. Lo hice.
– Lo que yo creo es que todos somos unos perturbados. Así que eso, en el fondo, tampoco marca ninguna diferencia. Importa más aprender a conocer los mecanismos que suele seguir el delito. Y los rastros que deja.
Anglada me observó, reflexiva. Ya sabía yo que no estaba pensando en la parte del delito y sus rastros. Por eso no me sorprendió cuando dijo:
– Según eso, tú también eres un perturbado.
– No sabes hasta qué punto.
– Y yo.
– No sé hasta qué punto.
Cuando Chamorro llegó nos encontró así, sosteniéndonos mutuamente la mirada con una sonrisa cómplice. Carraspeó un poco antes de decir:
– Buenos días, ¿qué es lo divertido?
Respondió Anglada, rápida:
– Nuestro sargento me estaba contando su experiencia como psicólogo.
– No le hagas caso -recomendó Chamorro, mientras depositaba sobre el mantel la llave de su habitación-. Si es verdad que terminó esa carrera, que yo a veces lo dudo, me temo que le perjudicó más que otra cosa.
– Vaya, gracias -dije.
– Lárgale alguna de esas frases que me largas a mí de Jung, o de Freud, o mejor de ese pirado francés, ese tal Jack no sé cuanto…
– Jacques Lacan -anoté.
– Uf, ése es dinamita pura. Venga, dile algo, y que ella juzgue.
– Lo siento, pero no soy una pulga amaestrada -repliqué-. Y te hago notar que nunca te he dicho que esté de acuerdo con ellos.
– Cuando algo se te queda en la memoria, por algo es -insinuó.
– Pues mira, eso que acabas de decir podría firmarlo Freud.
– Todo se pega -se exculpó Chamorro, yéndose por su desayuno.
También se cogió fruta, y un yogur natural. Me fastidiaba, en cierto modo, que las dos fueran tan saludables. Y encima mujeres, y jóvenes. Para terminar de proclamar mi inferioridad, y revolearme un poco en ella, como aún tenía algo de hambre, fui a procurarme unos chorizos fritos.
Acercamos primero a Anglada al puerto, para que pudiera hablar con Udo Stammler, el ex novio de Margarethe von Amsberg. Chamorro y yo necesitábamos el coche para llegar hasta la casa de Juan Luis Gómez Padilla. El ex concejal, después de su absolución, se había mudado a una localidad turística al otro extremo de la isla. Podía entenderse, que quisiera poner tierra de por medio. Antes de bajarse del coche, Anglada calculó:
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