– Acabaré con Stammler, si le pillo, mucho antes de que vosotros estéis de vuelta. ¿Quieres que vaya avanzando algo por otro lado?
– Sí -dije-. Averigua dónde podemos encontrar a todos los de la lista. Y si te surge la oportunidad de ir tanteando a alguno, lo dejo a tu criterio.
– Muy bien. Suerte.
Anglada cogió su bolso de cuero, resistente y castigado por el uso, y salió a cumplir disciplinadamente con la misión que le había encomendado. Su contrariedad de la víspera parecía haberse esfumado durante la noche.
Para llegar a donde ahora vivía Gómez Padilla, hubimos de recorrer, en parte, la ruta que nos había llevado a la casa de la madre de Iván. Luego seguimos camino hacia el extremo más occidental de la isla. Chamorro, que iba leyendo en el asiento del copiloto la guía cuyo mapa nos servía para orientarnos, me ilustró acerca de las características del lugar.
– Viene a ser el segundo centro turístico de la isla. Importante colonia alemana. Tiene puerto, y según dice aquí, cuenta con uno de los lugares pioneros del nudismo en territorio español. La Playa del Inglés.
– Bueno, si nos queda un rato libre y te apetece… -bromeé.
Chamorro me observó con un gesto suspicaz.
– No, gracias. Ya sabes que soy demasiado tradicional para disfrutar quitándome la ropa en público. Aunque te parezca rancia y remilgada.
Procuré sacar la pata con delicadeza:
– No me lo pareces. Sabes que tampoco yo acertaría a estar muy suelto.
Hay cosas sobre las que es mejor hablar de menos que de más. Seguimos un buen rato en silencio, y luego reanudé la conversación sobre cuestiones triviales relacionadas con el trabajo. Uno de los asuntos que surgió fue el del padre de Iván. Tuve una idea. Le dije a Chamorro que llamara a la unidad y que le pidiera a quien le cogiera el teléfono que nos hiciera una gestión ante el consulado español en Caracas. Si el padre de Iván había emigrado a Venezuela, no era seguro, pero tampoco improbable, que se hubiera registrado allí. Chamorro le dio a la guardia Salgado, que fue quien descolgó el teléfono en Madrid, el nombre y los dos apellidos que le adjudicaba al padre de Iván la ficha de identidad del difunto. Pude oír a Salgado prometerle que haría la averiguación en seguida. Una vez resuelto esto, nos enfrascamos en la búsqueda de la dirección que nos habían dado, lo que tuvo su complicación. Con ayuda de las indicaciones de un par de paisanos, llegamos hasta allí. No era una casa pequeña, pero resultaba poco llamativa. Gómez Padilla, cerrada su etapa de personaje público, prefería no hacerse notar mucho.
Pulsamos el timbre que había junto a la cancela exterior. Durante medio minuto, no pasó nada. Iba a insistir cuando la puerta principal se abrió, al fin. Habría unos diez metros, desde la valla. Una mujer surgió en el umbral.
– ¿Qué desean? -preguntó, con fuerte acento isleño.
– Queremos hablar con el señor Gómez Padilla -dije-. ¿Está?
– ¿Quiénes son ustedes?
– Guardia Civil -respondí, sabiendo lo que eso significaba.
A la mujer se le demudó el semblante.
– Un momento -dijo, y cerró la puerta.
– Empezamos bien -opinó Chamorro.
Transcurrió otro medio minuto. Cuando volvió a abrirse la puerta, apareció ante nosotros un hombre alto, al que conocía. Por fotografías, sólo, pero me bastó para identificarlo. Gómez Padilla nos observó, inmóvil, durante unos segundos. Luego, sin prisa, como quien acomete a su pesar, pero resignado, un deber molesto, echó a andar hacia nosotros.
Cuando estuvo a cosa de un metro de la valla, se detuvo. Tenía el gesto crispado. Su mirada, sin embargo, parecía más fatigada que furiosa.
– No les conozco -dijo al fin. En su habla había sólo un leve deje insular.
– No -le confirmé-. Soy el sargento Vila, y ésta es mi compañera, Virginia. Venimos de Madrid. Trabajamos en la unidad central.
– ¿Y qué quieren, ahora?
– Hablar con usted.
Gómez Padilla me miró con detenimiento. Pocas veces lo sientes, cuando actúas en el papel de policía, pero con él lo sentí: el concejal estaba tratando de ver, por encima de lo demás, qué clase de hombre tenía enfrente.
– ¿Y si le digo que espere hasta que venga mi abogada?
– Está en su derecho -reconocí-. Ni siquiera tiene que abrirme esta puerta. No traigo orden de ningún juez, ni tengo ninguna otra posibilidad legal de traspasarla, ahora mismo. Le pido que nos haga el favor de atendernos.
– ¿Por qué cree que va a apetecerme hacerle un favor, sargento?
La pregunta era agresiva, pero su gesto no. Desde hacía dos años, inferí, Gómez Padilla había desarrollado la capacidad de enfrentar la vida de una manera distinta; más estoica, y también menos impaciente.
– No creo que le apetezca mucho -respondí, con precaución-, pero pienso que acaso le convenga. Venimos con el objetivo de detener al que mató al chico. Puede que seamos quienes van a probar su inocencia.
– Mi inocencia quedó probada en juicio.
– No probaron su culpabilidad -le corregí-. Es diferente.
– A mí me vale.
– Lo otro le valdrá más.
Gómez Padilla sonrió desganadamente.
– ¿Eso cree, sargento?
– Sí. Y si usted no tuvo nada que ver, y está en mi mano dejarle limpio y echarle el guante al que le tendió la trampa, me alegrará hacerlo. Tanto si usted se aviene ahora a ayudarme, como si no. Pero hablar conmigo le dará a usted una ventaja: poder contarle su versión de los hechos a alguien que viene a examinarlos desde fuera y sin prejuicios de ninguna clase.
– Yo no tengo versión de los hechos. No estaba allí.
– Puede decirme cosas que me interesan, seguro.
Gómez Padilla volvió a observarnos, primero a mí, luego a Chamorro. Se detuvo unos instantes en ella. Sin dejar de mirarla, preguntó:
– Si me niego, ¿va a volver con una orden judicial?
Me miró otra vez, dentro de los ojos. Era una prueba, quizá.
– No -respondí-. Por ahora no.
El ex concejal alzó la vista y la dirigió hacia el horizonte.
– Está bien. Voy a abrirles.
Caminó sin prisa hacia la casa, entró en ella y unos segundos después sonó el zumbido del resorte que destrababa la cancela. La empujé y dejé pasar primero a Chamorro. Gómez Padilla esperaba ya en el umbral.
Nos invitó a cruzar, a través de la casa, hasta el jardín trasero. Nos ofreció asiento en unas sillas de jardín, bajo un toldo estampado a franjas verdes y blancas. No nos ofreció nada más. Se sentó en una butaca, ostensiblemente más cómoda que nuestras sillas, y nos miró con expresión melancólica.
– Usted dirá, sargento.
En ocasiones, aquélla era una, no celebro especialmente tener que hacer lo que tengo que hacer. Me pasa cuando me resulta evidente que me encargo de algo de lo que nadie querría encargarse. En esa tesitura, contra lo que pudiera parecer, me siento más impelido a cumplir con mi misión. Es una especie de orgullo. Soy yo el que está ahí. El que tiene que hacerlo. El que lo va a hacer, y va a conseguir, por añadidura, que sirva para algo.
– Señor Gómez Padilla -empecé a decir, con decisión.
– No me llame así, por favor. Me recuerda cuando me nombraban para las votaciones en los plenos. Juan vale. Y ahorrará saliva.
Una fina ironía asomaba de pronto a sus facciones tristes.
– Está bien. Juan. Ante todo, no quisiera hacerle perder el tiempo más de lo indispensable, ni tampoco molestarle más de lo que me temo que es inevitable que le moleste el asunto que nos trae a verle esta mañana.
– Es usted muy amable, sargento -bromeó-. Siento que no le encargaran esto a usted desde el principio. Veo que me habría enviado a la cárcel mucho más educadamente que sus compañeros. Siempre resulta un alivio.
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